Como siempre,
Enrique
Fuí un gil.
La agarré en caída libre, a punto de hacerse tortilla en el
cemento de las perdidas. Casi todas las noches un meteorito de esos ocupaba por
un momento el cielo, caía, caía, y deflagraba, a veces, en el patio del Bar
Billares Salón de Baile. Un instante, sin ningún suspenso, y se levantaba, se
alisaba las ropas, lanzaba una risita histérica, y se incorporaba al baile, la
nueva reventada.
Ésta no. En medio de la parábola me miró. No sé por qué, tal
vez un reflejo, o le tapaba la visión. Tal vez temió que la notara
desarreglada. Eso la angustió, justo en ese momento, despeinada.
Y yo la ví así: cara de indefensión, vulnerabilidad y
martirio. ¿Y cuál era mi misión, ante una mujer inerme?¿Qué me enseño mi
madre?¿Para qué soy hombre?¿Soy, ante una mujer débil y necesitada, un
caballero, o un fauno sediento de progesterona al natural, como todos?
—Permítame —le dije, extendiendo una mano—.
¿Puedo ayudarla?
Rápida como una centella, postergó su deseo de reintegrarse a
la vorágine.
Me vio genuinamente inquieto, deseoso de brindar socorro.
Hacía mucho que no la miraban así.
—No me siento bien. Las desgracias, los
peligros... No puedo más.
—Venga, siéntese —cuidadosamente la acompañé
hasta una mesa, en el bar al que acababa de ingresar, en mi recorrida como
vendedor de diccionarios a crédito. De noche hacía bares, confiterías, bailes,
boliches, algo vendía, aflojan más que los oficinistas.
—Bueno, tal vez me levante un poco el ánimo
—respondió a mi sugerencia de un trago de algo fuerte. A la tercera grapa ya no
podía parar el verso. Juana de Arco, la Madre María, la hubieran venerado—. El
desalmado la envolvió con un mundo de promesas, la mostró diosa, vestal del
templo de amor que él le ofrecía (me encogía ante la humedad pringosa del
relato, pero no estaba vendiendo en la Academia Argentina de Letras). Y por él
abandonó a sus padres, a su barrio. El desalmado (el mismo) la despojó de su
pureza, depredó su juventud (le serví otra grapa, tal vez se calle).
—Y no satisfecho, el desalmado me arrastró a la
perdición, las humillaciones, las vergüenzas, no se imagina lo que viví. Y ahora
quiere... sí: alquilar mi belleza (no aguanto más, me tomo una grapa). Me
escapé, con lo puesto. Él me persigue, amenazó matarme.
¿Qué clase de caballero soy?¿Para que la ayude tiene que
declamarme Eurípides?
—¿Dónde está ese... el desalmado?
—Acaba de entrar —grandote, morrudo, negro e
hirsuto como bosque de espinos en noche tormentosa, no me pareció el galán
sedoso y aventurero que ella me describiera. Pero yo no iba a seguir con las
exigencias.
Decidido, me encamino hacia él. El Caballero ingresa a la
arena. No lleva lanza, tiene abrazado el maletín con los diccionarios de
muestra, no encuentra dónde dejarlos.
Ya desde lejos me enfocó. Trajeado y con maletín negro,
parecía importado de Chicago.
—Así que vos sos el nuevo macho de la Elvira
—me increpó—. ¿Te agarró mamado o caíste de boludo?. De golpe tenía en la mano
un revólver más negro que él.
—Adónde tiró a los chicos, es lo único que me
interesa. Son mis hijos, aunque por desgracia también sean de ella, pero ya no.
Me decís donde están o te agujereo.
Yo, a todo esto, no había emitido ni una sílaba. Petrificado,
miraba el abismo de ridículo en el que estaba cayendo, para colmo seguramente
agujereado. El desalmado ya me estaba estrujando con una mano las solapas del
traje, mientras con la otra me acariciaba la cara con el caño del revólver.
Perdón me equivoqué. Yo recién llego. Se confundió de macho,
Elvira quién es. Vos quién sos. La lista de frases era interminable, pero no
encontraba ninguna con la cual recuperar mi dignidad, mi respeto y de ser
posible, mi futuro. Había una, qué boludo, pero le correspondía a él.
Por suerte a Elvira se le ocurrió, esas cosas de la vida,
portarse como una dama, ahí, en ese momento, y apropiarse del libreto del
marido, ex desalmado.
—Dejalo —dijo, acercándose serena, despierta a
pesar de las grapas—, es un boludo pero bueno, me quiso ayudar.
Yo no estaba ni para discutir mi cociente intelectual. Me
aferraba al maletín.
—Los chicos están jugando, en la pieza de
arriba. Tenés razón, qué puedo hacer con ellos, qué puedo hacer por ellos.
Llevátelos. Pero de mí olvidate, éste es mi mundo y en él voy a vivir lo que me
queda.
El meteorito deflagró. Una reventada más.
El grandote, sorprendentemente pacífico, me llevó, su mano
sobre mi hombro, hasta la puerta del café.
—Andate, boludo. Yo agarro a mis hijos y
también me voy. —me dijo con simpatía, como con algo de complicidad, él tampoco
salía muy bien parado del conflicto, pero se resignó, tenía lo que le
importaba—.Ni vos ni yo somos de aquí
Sentado a la mesa de un bar, tomando un café, sin hablar con
nadie, hundido en el fangal de la autocompasión, pienso. Mi madre me hizo
caballero de cartulina. Todos sus personajes, especialmente las damas, están
pintados de apuro, para decorar un acto de teatro amateur. ¿Para qué más, si yo,
crédulo, me embelezaba ante cualquier maravilla de crayón?
A mis treinta y pico, concluyo deprimido, nunca llegué a ser
el amor de ninguna mujer. Que refloté barcos hundidos, un montón; reparaciones
necesarias, calafateado y listo, a puertos exóticos, fuiste todo un caballero,
chau. Cientos de minas tienen mi teléfono 24 horas emergencias. Me piden plata,
apoyo anímico, recargo batería, inflo neumáticos, arranque y a la pista, yo a el
taller a esperar.
Fui un gil, otra vez.
Pero ya no. Cierro el service. No vuelvo a alzar tomates. Ni
flores, por las dudas.
Carlos Adalberto Fernández