viernes, 26 de diciembre de 2008

EL CUENQUITO DE LECHE






Era una de las noches más frías de aquel riguroso invierno que sembraba de escarcha los campos de Belén. Arriba, la Luna daba vida a unos prados que centelleaban convirtiendo sus gotitas de rocío en infinitos y minúsculos luceros. Era como si el cielo hubiese encontrado en la Tierra un hermano gemelo plagado de pequeñas y titilantes estrellas.

En su corta vida, Benjamín no recordaba una noche tan bella y cruda como aquella.

"Si mi madre estuviese conmigo", pensaba…

Era un recuerdo perdido entre los pliegues del tiempo pasado. Hacía un año que su madre se marchó al cielo. Su padre, pastor como él, perdió la vida, meses después, defendiendo el rebaño contra unos ladrones que lo atacaron de noche y destruyeron los dos tesoros que le quedaban: su padre y el sueño de poder convertir aquella punta de animales en un hermoso rebaño.

Acompañado de su perro pastor, Benjamín, sólo y sin medios de subsistencia, se dedicó a lo único que podía hacer: vivir de la caridad ajena. Un portal, cercano al templo de Jerusalén, acogía su cuerpecillo en las eternas y solitarias noches hasta que un día lo encontró Lázaro, un antiguo conocido de su padre. Éste sintió piedad de él y lo acogió en su casa.

Así fue como nuestro amiguito encontró un modesto cobijo, un poco de comida y algo de ropa con que abrigar su cuerpo. Benjamín, que había vivido humildemente desde pequeño, no pedía más. Sabiendo que en aquel hogar había un rinconcito para él, se sentía tan feliz que sólo añoraba los besos de su madre. Alguna vez, sentado a la sombra de un sicomoro, revivía la cálida mano del padre apoyada en su hombro mientras contemplaban su ganado pastar bajo el radiante sol de Judea.

Aquella noche, el frío, que penetraba en lo más hondo de su cuerpecito, caló hasta los rotos huesos de su pierna. Desvelado por el dolor, recordaba el día en que cayó desde la rama de un almendro al que había subido a coger algunas almendras para un primito que había ido de visita a casa. Desde entonces, padecía una leve cojera que se hacía más patente cuando el frío arreciaba. Ensimismado en estos pensamientos, su mirada se perdía entre las gélidas estrellas que, desde el firmamento, vigilaban su descanso. Entonces, una de ellas comenzó a cantar para el niño la más maravillosa melodía que jamás había oído.

Se irguió un momento asombrado por aquel extraño fenómeno. Creyendo que soñaba, se frotó los ojos y, sin prestarle más atención, se arrebujó en la manta intentando olvidar las molestias de su pierna.

La Luna era una gran bandeja de plata que recorría lentamente su camino acompañada por las mínimas estrellitas que se arrastraban sobre las praderas. Mientras el viento soplaba suave y delicadamente sobre los arbustos que picoteaban la pradera, la misteriosa melodía seguía llegando con sus cadenciosos sones desde los rincones más ocultos.

De nuevo Benjamín volvió a incorporarse. Subyugado por aquellos cadenciosos sonidos comprendió que algo extraordinario estaba sucediendo. Se levantó lentamente y su mirada se perdió muy lejos, allí donde la Luna comenzaba a esconderse tras la línea del horizonte. En aquel momento, la noche se iluminó gracias a una estrella que, acentuando su brillo, dejó escapar tras de sí una hermosa cola multicolor. Instantes después, la estrella se posó sobre una humilde casita apenas dibujada en la distancia.

Atraídas por tan extraño fenómeno, las ovejas emprendieron alocada carrera en pos de aquella luz que rompía la noche en mil colores. Intrigado, el muchacho ordenó al perro reunir al ganado y, desafiando al frío de la noche, emprendieron una alegre marcha hacia el lugar indicado por la estrella.

Comenzó a clarear el día. La estrella continuaba inmóvil. Bajo ella, un establo tenuemente iluminado atraía con una fuerza irresistible a su ganado. Cuando se acercaron, el muchacho observó cómo una mula y un buey, abrigando la entrada, parecían proteger el establo del frío que reinaba en el exterior. Dentro se encontraba una joven que, acompañada de su esposo, acunaba a un niño recién nacido.

Benjamín se acercó a ellos. Detuvo su mirada en el plácido rostro del niñito, luego se aproximó al fuego y vio que allí reposaba una olla vacía. En silencio, fue hasta una de las ovejas que acababa de parir, la ordeñó llenando un cuenco de leche, se acercó a la mamá del niño y, delicadamente, lo depositó en sus manos:

-Es para el niño. Tendrá hambre ¿verdad?

Por toda respuesta, la señora depositó un dulce beso en el rostro de Benjamín.

Aquel beso tenía tanto sabor a madre, que Benjamín se sintió el niño más feliz de la tierra. Momentos después, el niño reunió de nuevo el rebaño y emprendió la vuelta hacia sus pastos. Era tal la alegría que inundaba su corazón que el regreso se hizo cortísimo. Perro, ovejas y pastor, corrían y saltaban llenos de felicidad. Poco antes de llegar a casa encontraron a Lázaro que, preocupado por la tardanza del niño, había salido a su encuentro. El amo lo miró fijamente y, abrazándolo, preguntó:

-¿Qué te ha pasado en la pierna? Ya no cojeas...


Manuel Cubero

domingo, 21 de diciembre de 2008

TOCALA DE NUEVO, SAM



Cuento melancólicamente porno



Lo que te voy a contar lo viví yo -sudaca, argentino- en un tugurio de Nueva York.

Se llamaba –me contaron- Samantha. Y era en su juventud el más conocido tragasables de los alrededores. Es una historia como aquí la rubia Mireya, sólo que en tiempo de trolo.

Los machos se peleaban por ella (sí, ella, dije), hubo hasta duelos legendarios, a pistola no a cuchillo como aquí. Y no era, dicen, que como travestido fuera un minón que qué te importa después de un rato y unas copas. Rasgos angulosos, piel arrugada, pelambre como carpincho, su atractivo le venía de adentro y... me refiero al alma. Digo ella porque se lo merece, décadas de feminidad vocacional, sin necesidad de cirugías ni hormonas envasadas. Era felina, una pollerita que dejaba ver hasta el cruce unas piernas que ni la Marlene, medias caladas, tacos desafiantes, tenía lo suyo, que atraía a putañeros de alrededores.

Moraba, ejercía en un burdel oscuro, en un sótano que oficiaba como templo de jazz. Son como santuarios escondidos, de un culto pagano, o simplemente alguna boludez que los demás no entenderían.

Siempre sentada en la barra, luego en un banquito al lado del piano, oía Samantha y se encaminaba a la piecita del fondo. En su camino repartía saludos y besitos y (igual que al circunstancial solicitante) la gente la miraba con una sonrisa cómplice. Faltaba que gritara que vivan los novios.

El tiempo pasó y tuvo que colgar el instrumento de trabajo. El principal. Además estaba demasiado fea, era un acto de coraje encamarse con ella. Pensó en retirarse pero no la dejaron. Los clientes, los habitués y hasta los cultores de jazz la convencieron que era parte del decorado. ¿Te Acordás de Indiana Jones y ... esa película donde buscaban el Santo Grial? ¿Te acordás del Templario, que todavía estaba de guardia porque en la cueva no entraba ningún viento, si no quedaba esparcido en el aire? ¡Por qué estaba ahí y no llamaba al geriátrico a que lo busquen? No tengo la menor idea, pero así se siente en esos templos.

Adaptada a las circunstancias, paulatinamente, cambió su vestimenta por un guardapolvos dejado por algún lustrabotas, adoptó las pantuflas como anfitriones permanentes de sus pies, limitó y depuró sus oficios a los de mayor contenido esencial y mayor carga simbólica, como una misa económica. Inclusive después tuvo que dejar el sexo oral; con la mitad de los dientes la cosa se hacía peligrosa.

Pero esas manos... esos dedos sabios, ubicuos, inclaudicablemente curiosos.

Ahora lo llamaban Sam, ni hacía de travesaño, ya no importaba lo que era. Se acercaban prudente y respetuosamente, se sentaban al lado de su banquito, susurraban Tócala de nuevo, Sam, y él giraba, arremangado, una toallita colgada del brazo (en invierno usaba uno de esos aparatos de las peluquerías de antes, para calentarlas) . Los clientes de siempre. Los pocos que quedaban, no se si iban por calentura o por nostalgia.

Y ahí mismo, en un rincón, al lado del piano, con una delicadeza que ni la Samantha original, decía con permiso, extraía y comenzaba la sagrada eucaristía en homenaje a ese pequeño desvalido, ya difícilmente arrogante, ocasionalmente necesitado. Los ojos cerrados pero como mirando el cielo (o las telarañas), un cigarrillo en la boca, nada los diferenciaba de los otros parroquianos.

Yo estuve ahí, una de esas noches. No sé qué es lo que ví, qué es lo que imaginé o me contaron. Había oscuridad, jazz, gritos, humo, gente en otras cosas, y yo con vergüenza de mirar. Pero por un momento, me pareció, todo se detuvo, hubo como un resplandor, luego un Gracias Sam y todo siguió.

Te aclaro: mientras me dé, voy a apuntar para donde me indicó mi papá, pero aprendí a respetar todos los cultos, con su belleza insondable, hermética. Si a alguien le gusta, por algo será.

Esto fue hace tiempo. Capaz que ya murieron todos los oficiantes. O una nueva autopista terminó con la calle, con el bar. Ya se sabe, las especies difícilmente sobreviven fuera de su hábitat natural.

Por eso, la otra vez que volví a ver Indiana, en la escena del Templario no pude evitar un lagrimón. ¡Puta con el progreso, como arrasa con la biodiversidad!

Carlos Adalberto Fernández