miércoles, 29 de agosto de 2012

YA DECÚBITO DORSAL

 


Como siempre, Enrique

Fuí un gil.


La agarré en caída libre, a punto de hacerse tortilla en el cemento de las perdidas. Casi todas las noches un meteorito de esos ocupaba por un momento el cielo, caía, caía, y deflagraba, a veces, en el patio del Bar Billares Salón de Baile. Un instante, sin ningún suspenso, y se levantaba, se alisaba las ropas, lanzaba una risita histérica, y se incorporaba al baile, la nueva reventada.



Ésta no. En medio de la parábola me miró. No sé por qué, tal vez un reflejo, o le tapaba la visión. Tal vez temió que la notara desarreglada. Eso la angustió, justo en ese momento, despeinada.



Y yo la ví así: cara de indefensión, vulnerabilidad y martirio. ¿Y cuál era mi misión, ante una mujer inerme?¿Qué me enseño mi madre?¿Para qué soy hombre?¿Soy, ante una mujer débil y necesitada, un caballero, o un fauno sediento de progesterona al natural, como todos?



—Permítame —le dije, extendiendo una mano—. ¿Puedo ayudarla?

Rápida como una centella, postergó su deseo de reintegrarse a la vorágine.

Me vio genuinamente inquieto, deseoso de brindar socorro. Hacía mucho que no la miraban así.

—No me siento bien. Las desgracias, los peligros... No puedo más.

—Venga, siéntese —cuidadosamente la acompañé hasta una mesa, en el bar al que acababa de ingresar, en mi recorrida como vendedor de diccionarios a crédito. De noche hacía bares, confiterías, bailes, boliches, algo vendía, aflojan más que los oficinistas.

—Bueno, tal vez me levante un poco el ánimo —respondió a mi sugerencia de un trago de algo fuerte. A la tercera grapa ya no podía parar el verso. Juana de Arco, la Madre María, la hubieran venerado—. El desalmado la envolvió con un mundo de promesas, la mostró diosa, vestal del templo de amor que él le ofrecía (me encogía ante la humedad pringosa del relato, pero no estaba vendiendo en la Academia Argentina de Letras). Y por él abandonó a sus padres, a su barrio. El desalmado (el mismo) la despojó de su pureza, depredó su juventud (le serví otra grapa, tal vez se calle).

—Y no satisfecho, el desalmado me arrastró a la perdición, las humillaciones, las vergüenzas, no se imagina lo que viví. Y ahora quiere... sí: alquilar mi belleza (no aguanto más, me tomo una grapa). Me escapé, con lo puesto. Él me persigue, amenazó matarme.

¿Qué clase de caballero soy?¿Para que la ayude tiene que declamarme Eurípides?

—¿Dónde está ese... el desalmado?

—Acaba de entrar —grandote, morrudo, negro e hirsuto como bosque de espinos en noche tormentosa, no me pareció el galán sedoso y aventurero que ella me describiera. Pero yo no iba a seguir con las exigencias.



Decidido, me encamino hacia él. El Caballero ingresa a la arena. No lleva lanza, tiene abrazado el maletín con los diccionarios de muestra, no encuentra dónde dejarlos.

Ya desde lejos me enfocó. Trajeado y con maletín negro, parecía importado de Chicago.

—Así que vos sos el nuevo macho de la Elvira —me increpó—. ¿Te agarró mamado o caíste de boludo?. De golpe tenía en la mano un revólver más negro que él.

—Adónde tiró a los chicos, es lo único que me interesa. Son mis hijos, aunque por desgracia también sean de ella, pero ya no. Me decís donde están o te agujereo.

Yo, a todo esto, no había emitido ni una sílaba. Petrificado, miraba el abismo de ridículo en el que estaba cayendo, para colmo seguramente agujereado. El desalmado ya me estaba estrujando con una mano las solapas del traje, mientras con la otra me acariciaba la cara con el caño del revólver.

Perdón me equivoqué. Yo recién llego. Se confundió de macho, Elvira quién es. Vos quién sos. La lista de frases era interminable, pero no encontraba ninguna con la cual recuperar mi dignidad, mi respeto y de ser posible, mi futuro. Había una, qué boludo, pero le correspondía a él.

Por suerte a Elvira se le ocurrió, esas cosas de la vida, portarse como una dama, ahí, en ese momento, y apropiarse del libreto del marido, ex desalmado.

—Dejalo —dijo, acercándose serena, despierta a pesar de las grapas—, es un boludo pero bueno, me quiso ayudar.

Yo no estaba ni para discutir mi cociente intelectual. Me aferraba al maletín.

—Los chicos están jugando, en la pieza de arriba. Tenés razón, qué puedo hacer con ellos, qué puedo hacer por ellos. Llevátelos. Pero de mí olvidate, éste es mi mundo y en él voy a vivir lo que me queda.

El meteorito deflagró. Una reventada más.



El grandote, sorprendentemente pacífico, me llevó, su mano sobre mi hombro, hasta la puerta del café.

—Andate, boludo. Yo agarro a mis hijos y también me voy. —me dijo con simpatía, como con algo de complicidad, él tampoco salía muy bien parado del conflicto, pero se resignó, tenía lo que le importaba—.Ni vos ni yo somos de aquí



Sentado a la mesa de un bar, tomando un café, sin hablar con nadie, hundido en el fangal de la autocompasión, pienso. Mi madre me hizo caballero de cartulina. Todos sus personajes, especialmente las damas, están pintados de apuro, para decorar un acto de teatro amateur. ¿Para qué más, si yo, crédulo, me embelezaba ante cualquier maravilla de crayón?

A mis treinta y pico, concluyo deprimido, nunca llegué a ser el amor de ninguna mujer. Que refloté barcos hundidos, un montón; reparaciones necesarias, calafateado y listo, a puertos exóticos, fuiste todo un caballero, chau. Cientos de minas tienen mi teléfono 24 horas emergencias. Me piden plata, apoyo anímico, recargo batería, inflo neumáticos, arranque y a la pista, yo a el taller a esperar.



Fui un gil, otra vez.

Pero ya no. Cierro el service. No vuelvo a alzar tomates. Ni flores, por las dudas.

Carlos Adalberto Fernández

martes, 28 de agosto de 2012

MEMORIA Y BALANCE DE SUEÑOS



Hay silencio en la ciudad, sólo se oyen pasos, corridas, alguna exclamación. No se oyen risas, ni llantos, ni murmullos. Ni discursos, ni música. Es día (noche) de pago; mañana cierra el ejercicio, hay memoria y balance final de sueños. La luna sólo proyecta sombras sobre la sombra del suelo. El viento suelta gemidos de angustia, fatalismo.

La calle está llena de gente silenciosa, cada uno buscando a, o huyendo de, alguien. Los Unos, figuras fantasmales encorvadas bajo el peso de su ataúd cargado de sueños robados, con engaño o violencia –qué importa cómo-, a otros. Esos, los Otros, arrastrándose con dificultad por las carencias de su alma inválida, despojada, desmembrada de sueños, robados o pisoteados por alguien que, ahora mismo, en algún lugar de la ciudad, busca devolver (para mejorar su saldo) la esperanza arrancada en un acto de egoísmo, venganza, placer malsano, quién sabe. Cada sueño perdido es un muro que cierra el camino. Cada sueño robado es una piedra que ata al suelo.

Un portador de ataúd se cruza con un inválido.

—¿Te debo algo?

—Me quitaste la confianza. "¿Justo vos, te anotás? Se necesita gente competente, con iniciativa; vas a hacer el ridículo ¿Para qué servís?". Ni me anoté, el miedo me paralizó. Vi pasar a los otros, excitados, habiendo vivido ¿Ni para perdedor sirvo? Y ahí me quedé, en el rincón de la vida.

—Lo lamento —el depredador encuentra, en un rincón del ataúd, el pedazo marchito de alma—. Necesité compensar con tu sangre algún dolor que, no sé de donde ni por qué, estaba sufriendo. Tomá, perdoname si podés.

—No —El moribundo agarra esa parte de su todo que el otro le entrega, y se aleja, algo más rápidamente.


—¡Vos!¡Eh, vos! ¡Me robaste la ilusión!

—Esa ilusión, la compartíamos; pero no quise perder la oportunidad de ser alguien. Vos, entonces, estorbabas. Tomá, no se por qué, siempre cuidé tu alma, en un rincón del ataúd, cada tanto la limpiaba. Yo también perdí algo, podemos retomar.

—Ya es un sueño muerto. Ahora sos alguien, pero hueco.


La noche es larga. Hay mucho que reclamar, que devolver. No hay quien no deba algo. No hay quien no haya sido despojado de algo.

Sueños, alimento de corazones, combustible de la ambición. Y –sociedad moderna- mercancía que mejora saldos, aumenta beneficios, cotiza en alza.

Termina la noche, hay que hacer el balance. Deudas que ya no se van a poder pagar, salvo con la propia alma. Partes de alma irrecuperables por desaparecidas, inválidas o muertas.


Del balance final quedan retazos demasiados pequeños para alojar al menos un atisbo de esperanza. Almas muertas, extintas, despojos inservibles de una vida que no fue, y ya no será. Ánimas desanimadas, soñando con soñar sueños que caen al instante, desflecados. Espíritus que mañana ingresarán al rubro Pérdidas, que se encolumnarán en la fila de cadáveres a desaparecer en las profundidades de la fosa de las almas muertas. En las esquinas se amontonan, como en un basural, ilusiones yertas, esperanzas invadidas de moscas, utopías en descomposición.


Cada tanto se ve a alguien corriendo, exultante, listo para edificar nuevamente torres de ilusiones, compartirlas desde mañana, otra vez, siempre igual, con algún depredador esperando por ilusos en un rincón de la vida.

Comienza un nuevo ejercicio contable de sueños.

Carlos Adalberto Fernández

CASTILLITOS



Fede no había venido la semana pasada al bar. Y hoy, ya medianoche, todavía
sin aparecer. Yo no estaba inquieto, pero me llamaba la atención. Todos los
sábados, al cerrar la aventura del viernes, no importa por dónde lo
llevaran sus incursiones, nos encontrábamos en el bar del Negro, para
cerrar la jornada. Si no, cualquiera de los navegantes de Corrientes me
pasaba un mensaje.
—Che, Sobaco Culto, el Fede no viene, después te cuenta. Pero me encargó
que tome el café que le debías.
Ya me iba a contar. Seguramente algún balurdo, denso, que le justificara
flagelarme un rato por mi “neurooptimismo” **, mi confianza en el amor, en
un mundo en paz, siempre inminente.

Ahí entra. Peor que otras veces, parece. No devuelve los saludos. Se
despatarra en su silla y sin mirarme, se queda en guardia. Yo ni mus, no
pienso darle pié. Al rato cambia de táctica.
—¡Vos y tu paz! “¡Paz y amor! Unamos las manos”, por este lado, “pan, paz y
trabajo”, por el otro. ¡Infelices! ¿Y la cirugía? Hay que amputar, viejo,
sin misericordia. Son todos ilusos, o falsos, una manifestación por mes,
tomados de las manitos, todos satisfechos, y la pústula creciendo.
Estaba cargado. O algo había desminuido, si fuera posible, su homeopática
confianza en el género humano; o había rebotado con una mina.

En la paz, y en el amor, no es que no creyera.
—La gente cree en la paz, en el amor y esas meritorias boludeces —me dijo,
comenzando la catarsis—. Pero también cree en la gente, y ahí cagó la
gente, no sé si me entendés. Para mejorar, para curarte, para la paz y el
amor, no tenés que estar muy infectado. Si la gangrena está avanzada,
cagaste, viejo, cagaste.
El lenguaje escatológico era síntoma de una crisis grave, o por lo menos
insoportable para los amigos presentes, o sea yo.
—¿Te enojó que tu mamá te haya venido a buscar? —fustigué, para eso están
los amigos. Se comentaba un encuentro –en este bar, creo—, con una veterana
con más veredas que Rivadavia. Después se fueron juntos. Yo lo creo, porque
el Fede era un calentón, de esos que, pasando la medianoche, “si es mujer
mejor, si no, lo que venga”.
—La puta que te parió —reaccionó educadamente, mostrando gran estabilidad
emocional—. Pero tienen razón, tus alcahuetes, esa mina me abrió el
precipicio. ¿Trajiste la palita y el balde? Para que hagas tus castillitos,
con la mierda que eche.
Pedí otro vino, me acomodé, preparándome para el aluvión.
*
La mina, esa jovata, me miraba desde la vereda. Se veía cansada, dudando
entre levantarme o tirarse en mi mesa, que no la joda. Al fin entró,
esquivando al mozo, y se metió en el baño. Cuando salió le dije al petiso
que la interceptaba “esa señora está conmigo, mozo, sírvale lo que pida”.
Una grapa. El petiso se alejó, yo veía cómo temblaba de la risa En diez
minutos, no más, todo Corrientes y el Bajo ya estaba enterado. El Fede
enganchó una pende.
Del baño, además, salió revocada. Estaba patética.
—Apuro el licor y vamos, ¿eh, cariño? —licor, decía.
—Me encantaría, pero no hoy.
—¿Entonces? —no le gustó la idea de estacionarse otra vez en la vereda.
—Charlemos. Soy escritor, ¿sabés? —mentí. Soy curioso, que es sólo el
principio—.¿Cómo anda, tu vida?
—¿Qué vida? —Para colmo ni un cliente, y este morboso. Pero con tal de
seguir sentada. Además tenía ganas de hablar, de reclamarle a la vida—. Mi
cafiolo me está echando.
—Consiguió una pupila tosca, inepta, pero carne joven —apreté. Mientras no
se le diera por gritar en el bar... Ya iba por la segunda grapa—. ¿Vos
creés que yo quería ser puta?¿qué soñaba ser baboseada, manoseada,
ensuciada por unos mangos? A mí me tiró la necesidad, la miseria, y algún
inescrupuloso con labia —no mentía, no le quedaban ganas.
Yo, como siempre en estos casos, me sentía culpable, representante de una
mitad de la humanidad, inmoral por naturaleza, por genes. Estaba perdida,
le quedaba poco. Y en descenso, limpiando baños, se masoqueaba.
¿Y familiares? No. ¿amigos? No. Me boicoteaba todo, o no le quedaba nada.
*
El Fede estaba cada vez más posesionado por su relato, como arrastrado al
naufragio previsto, inevitable.
*
—Veni, quiero mostrarte algo. Un salvavidas. No tengas miedo, ya no como
jovencitos. Vení, nene.
Al final la seguí. Al salir del bar imaginé el volante repartido en todos
los puestos de Corrientes: “El Fede pinchó. Joven princesa oriental
confiesa: Me hizo mujer”.
Pero, caminando por las calles oscuras, vacías, la realidad me entró en
razón. ¿Qué le esperaba, a la vieja?¿Qué solución podía sacar, de qué
galera? Estoy acompañando a un condenado a muerte. Ni curiosidad me
quedaba. Pero ya no podía abrirme.
Si hubiera una salida se salvaría, pensaba. Podría recuperar la confianza
en el género humano, amar. Tiene razón Sobaco. El amor cura. Yo soy el
incurable. Pero ahora necesitaba creer en algo.
La escalera, el pasillo de la pensión, agonizaban bajo la luz mortecina,
parecía una catacumba. Abrió la puerta, una de tantas.
—Entrá. Ponete cómodo. Ya vengo —Se perdió detrás de una cortina. Al rato
volvió, acompañada. Una... nena, trece, catorce años. Repintada, un vestido
minúsculo, transparente, mostraba un cuerpecito aún incierto, desolado.
Imitaba la sonrisa cansada de las putas trasnochadas.
—¿Tu hija? —pregunté, por decir algo, el abismo a la vista.
—MI nieta, una de ellas. Son muchos hijos, me traje ésta. A mi me salva y
ella aprende —Le dio como vergüenza, por ella, no por la nena— Está como
nueva. Por ser vos, hoy, paga la casa.
Me escapé. Encima mío el cielo temblaba, anunciando el fin del mundo. ¡La
gangrena! ¿Qué podía hacer?¿Matarla, pobre víctima incurable del virus de
la vida?¿Y con la nieta, sacarla de ahí, y venderle un futuro de arco iris?
Yo le vi la carita, ya cruzó la barrera.

Eso fue la semana pasada. Ayer no aguanté más. No hay salida, pero tampoco
podía quedarme quieto. No me soportaba. La encontré, a la vieja. Un
esperpento. Despeinada, los pelos blancos de punta, la piel, por primera
vez en años, sin pintura, cadavérica, la mirada vidriosa.
No se asombró. Como si me esperara. Se tiró en la silla.
—Ya no está —me dijo—¿Qué va a ser de mí? No pudieron salvarla.
—¿Qué pasó? —pregunta imbécil, inevitable.
—Algún degenerado, un pervertido, dicen. Yo le decía, la calle es
peligrosa, ella tan chica...
—...
—Ya murió.
*
—¿Muerta, la nena?¿Tan joven? Trece, catorce años, en el comienzo, con todo
el futuro por delant... —La mirada acerada de Fede, su rictus terrible, me
congelaron. Otra frase estúpida y me mataba. Y tenía razón.
Seguimos así, en silencio, quietos, sin mirarnos, no sé cuanto.

*© Carlos Adalberto Fernández*