lunes, 23 de febrero de 2009

La voz

La mató porque hablaba demasiado. Ya no la soportaba.
Durante treinta años, los siete días de la semana la había escuchado hablar: de sus gustos, de los vecinos, de sus actividades durante el día, de los programas de televisión.
Sólo había logrado descansar de su voz cuando trabajaba, pero últimamente y debido a su jubilación (efectuada antes de tiempo por causas de enfermedad) todo había empeorado.
No sólo debía soportarla de día, también lo despertaba en las noches hablando dormida.
Ya era imposible vivir con ella. Por eso la había matado; no porque no la quisiera (a su manera la quería) pero el sólo hecho de que ella abriese la boca y su chillona voz difundiera sus vibraciones por el aire, era razón suficiente para destruir todo sentimiento marital que él sintiese por ella.
Nadie pudo percatarse del asesinato. Una caída, sólo una caída de las escaleras, un golpe en la nuca y ya…
¿Quién iba a creer que un esposo asesinase a su mujer luego de 38 años de casados?
Además no existían intereses económicos de por medio ni mucho menos románticos.
Ahora podía hablar: decir todo lo que sentía por primera vez en su vida, investigar las reacciones de extraños ante sus palabras, opinar sobre cualquier tema que le viniese en gana.
Podía incluso entablar conversaciones con sus hijos, mirándolos a los ojos; no como antes, cuando solo monosílabos requeridos por su esposa se intercalaban en la conversación filial.
A veces la extrañaba pero el mero recuerdo de su histriónica voz la hacía olvidarla de nuevo.


Aquella madrugada lo despertó el sonido del teléfono, con furia y preocupación a la vez, atendió.
--Hola…Hola --su voz fue aumentando en volumen y gravedad
Del otro lado del tubo un sonido reconocible lo angustió.
--Joaquín…soy yo…¿por qué Joaquín? ¿Por qué?
Colgó el teléfono temblando. Debía estar paranoico. ¡No podía ser que hubiese escuchado la voz de su mujer! Pero estaba seguro que era su timbre, su forma de hablar…
La razón le dictaba que no era lógico su pensamiento. Su mente le estaba jugando una mala pasada…eso debía ser.
Esa noche ya no pudo dormir.
Ni las siguientes noches. El teléfono sonaba todas las noches hasta que lo descolgó, pero aún descolgado seguía sonando.
--Papá, bien sabes que mamá murió…no puedes haber escuchado su voz. Ha de ser que la extrañas – le decía su hija.
¡No, no! Sus hijos se equivocaban. El no estaba loco; él la escuchaba hablar; debían creerle.
¿Acaso su mujer había regresado del más allá para vengar su muerte? Quizás ella no había muerto realmente y estaba tramando algo.

--Joaquín –le había dicho su yerno—perdone que sea rudo pero supongamos que fuese ella…¿cómo iba a hablar? ¿Olvida usted que con la caída se le destrozó un trozo de lengua?. Si hubiese sobrevivido no podría hablar ¡y no quiero creer que un hombre inteligente crea en fantasmas!




Consejos, puros consejos…Psicó logos, visitas a todo tipo de loqueros; nada le resultaba.
Nadie le creía: él la escuchaba hablar…ellos debían creerle, debían escucharla también.

Cuando destrozó el teléfono contra la pared -que permanecía en ese instante descolgado- se decidió: grabaría la voz de su mujer; nadie más lo tildaría de loco.
Removió cielo y tierra buscando esas viejas cintas de tape que su mujer siempre tenía. A ella le gustaba –como si no fuese suficiente- grabar su voz en medio de los chillidos familiares y luego torturarle sus oídos una y otra vez.

Apretó Record disimuladamente escondiendo entre almohadones el grabador. Fantasma o no ella no debería ver qué era lo que él se traía entre manos.

--Ahora hablá bruja…hablá….-comenzó a gritar como poseído-

Hubo sólo silencio.
Se desplomó cuando vio el espectro de su mujer frente a él, con la boca entreabierta… vacía, sin lengua, sin palabra articulada al aire…




--Esto te va a hacer bien papá; descansa.
Su hija le acomodaba el almohadón. Esa madrugada lo habían hallado inconsciente con un grabador entre sus manos.
--No te preocupes Papá, el médico dijo que la hemiplejia que tienes puede ser reversible; aunque no puedas más que mover los párpados…vas a recobrar el movimiento de a poco —dijo su hija mientras le daba un beso — sé que extrañas a mamá. Nos dijo el psicólogo que esto te ayudará a superar un poco su partida, aguarda…



Los ojos abiertos de Joaquín -casi sin movimiento- parecían llenarse de lágrimas mientras la voz de una mujer sonaba desde un grabador cantando el feliz cumpleaños, riendo y hablando sobre su familia.



Liliana Varela 2009



*De "Cuentos para no dormir" (de próxima aparición)

miércoles, 11 de febrero de 2009

La mano

I
Del desagüe salía una mano.
Cada vez que, al levantarse, intentaba lavar su rostro para deshacer con el agua los residuos de sus pesadillas, salía una mano del desagüe.
Al abrir la puerta cada mañana, una mano la acompañaba hasta el otro lado para abrirle el ascensor.
La misma mano, extendía su índice con ademán seguro y pulsaba la tecla B.
Allí, desaparecía.
Una vez que abandonaba el portal parecía estar sola.
Caminaba sola por las aceras.
El asfalto se confundía con los resquicios de la noche, pero la pesadilla no volvía a su mente.
A paso ligero, sin mirar hacia atrás por miedo a ver, sin mirar hacia delante por miedo a no ver; mirando hacia dentro de sí misma, deambulaba por las calles de cada día, siempre iguales y siempre diferentes.
En un edificio que le era hostil se iba dejando la piel cada mañana, eternos desconocidos que nunca la observaron, tampoco hoy percibirían su presencia.
Todo lo llevaba dentro, para qué mirar más allá de su propia mente.
Estaba allí, nadie lo sabía pero allí estaba. Ella podía sentirlo, se abandonaba a su caricia, se entregaba cada noche al roce de sus uñas, y su piel se sentía viva, su respiración se agitaba, le vibraba el alma y después, el sopor invadía sus entrañas.
Antes de caer en el sueño, notaba como unos nudillos ligeramente peludos acariciaban su sien.
Cuando llegaba el sueño, la mano desaparecía y, en su cerebro, quedaba un hueco inmenso, donde todas las pesadillas tenían cabida.
La mano volvía con el primer chorro de agua. Volvía por el desagüe de la ducha. Cuando las primeras gotas resbalaban por su barbilla y podía verla, la recibía con alborozo sabiendo que estaría con ella, dentro de ella, cada instante del día, ocupando el vacío dejado por las pesadillas de la soledad, llenando el vacío de la indiferencia de otros.
Era la mano amiga, la mano amante. La mano que guiaba sus pasos entre las brumas, la mano que la abandonaba al sueño, la mano que alentaba su propio aliento, el único afecto que la aferraba al mundo, que la invitaba a seguir, el único motivo de su existencia.
II
Llamó el vecino de abajo. El agua caía a torrentes desde su techo.
Todo parecía indicar que la inquilina del segundo había salido de viaje dejando algún grifo abierto.
El agua les había faltado tres días debido a las obras de la calle.
Dicen que nunca recibía visitas.
En el trabajo nadie la recuerda, ni siquiera saben su nombre. Se dieron cuenta de que llevaba días sin aparecer, porque ya no quedaban tazas limpias para el café en la sala de reuniones, los ceniceros estaban rebosados y en el suelo empezaba a ser evidente la falta de limpieza.
Estaba allí, su cuerpo inerte, hinchado, unas marcas en su cuello delataban que había sido estrangulada.
La puerta estaba cerrada y también las ventanas. Nadie las había forzado.
El fregadero lleno de platos sucios.
Sólo sus huellas por todas partes.
Tampoco hay señales de pelea.
Lo más extraño de todo es que el desagüe de la bañera no estaba taponado, los fontaneros tampoco han encontrado nada que pudiera estar obstruyendo la salida del agua y en los labios de la víctima aún se percibe una sonrisa de alegría, de consuelo, de esperanza, de plena felicidad, como cuando te reencuentras con un viejo amigo que en algún tiempo fue tu alter-ego.

Lena

lunes, 9 de febrero de 2009

LAS PRUEBAS DE LA INFAMIA

Puta que hace frío… También, quién me manda hacerme el eficiente, el todo terreno. En este galpón hasta las ratas se ríen de mí. Dije "yo me hago cargo" cuando el Dr. me pidió –no me ordenó, me pidió- que hiciera justicia en su nombre, que terminara con el insolente que se permitió pastar en sus propiedades, las de él, las del hombre más poderoso del lugar, que será una mierda pero es su feudo de mierda. Y con su mujer, se permitió, con la esposa del Señor del lugar, que será una sombra al lado de cualquiera de las pupilas que aloja en sus prostíbulos, pero que es la única Señora Peñaralta.
—Vos estás a cargo, Antonio, me respondés por mi seguridad. Y ahora te pido que me respondas por mi honor. Ese sacrílego tiene que morir, de muerte atroz, de muerte ejemplar, para que todos se enteren que con la propiedad del Dr. Peñaralta no se juega. Aunque sea un hueso tirado en el camino, no se juega. Esta noche viene, el jueputa. Quiero saber quién era el que venía a picotear, como si el gallinero fuera suyo. Y digo "era" porque me lo vas a mostrar muerto. Y a ella también. Los quiero muertos, Antonio, a los dos. Y quiero las pruebas de sus muertes aquí, en mi mesa, esta misma noche. Y si fracasás, Antonio, quiero tu muerte como pago.
Ya me había dicho –muchas veces- el viejo: "Cuidate, Antonio. Ya no hay principios, no hay leyes, no hay ni siquiera códigos". Nada de lo que te enseñé tiene valor. Ni la verdad, ni el honor, ni mucho menos la palabra. La violencia, el acomodo, la riqueza, valen, por el tiempo que duran".
Hoy soy el brazo de la ley. un empleado del Dr. Peñaralta, un poderoso de turno. Soy, como se dice, un esbirro. Y le tengo que cumplir. Identificar al insolente, y ajusticiarlo. Identificar a la Luciana, decirle que por bocona el patrón se viene a enterar de lo nuestro. ¡Me mandó que me suicide, el loco de mierda! Claro, porque no sabe, lo nuestro. Alguna alcahueteada, para ganar puntos, de algún maricón que no va a asomar la cara.
Si, viejo, sí. Fui un boludo. Donde se come… Pero cómo hago, viejo, Ud. que me está mirando –sí tiene razón, no me cuidé-, cómo zafo, viejo..Olvídese de heredar su nombre, continuar su estirpe. Voy a morir joven, sin nombre, nadie que me llore, no me hable de la Luciana, que ya la estoy viendo venir, que no viene sola, viene con ese pelandrún recién llegado al barrio, ese que viene sobándola, haciéndola reir y temblar, a la guacha, que otra vez metiéndole los cuernos al Dr, dos días que me ausento y ya se buscó otro, la reventada. Yo cuidando lo nuestro, borrando huellas a cada paso, y ésta a los gritos en plena calle, que si no los paro se hacen de exibición condicionada, yo me preparo ahora que la está arrinconando, está contenta la guacha, se rie como se reía conmigo. No si yo…
—¡Alto!¡Paren ahí! —nunca hacen caso, para qué lo digo. Inmediatamente el patuquito manotea el revolver, aprieta el gatillo, salen tres balazos, para dónde, digo yo, si tres balas mías se le introdujeron sin pedir permiso en ese cuerpo que buscaba caricias y encuentra plomo.
—¡Antonio!¡No es como vos pensás, Antoñito! No sabés cómo te extrañaba, pensé que volvías mañana, pero que alegría…
El Dr me la pidió en bandeja. Ella debe pensar que soy tan estúpido como el, que con dos mimitos alcanzan, así cai yo, viejo, la miré y no me cuide, pero ella está hermosa en su julepe, la mirada le brilla, las manos le tiemblan al hurgar en su cartera, quiere darme…
—¿Cómo? La pistolita –un juguetito ridículo- dispara sus tres tiros de norma que me dan de lleno y yo -como siempre, viejo- dándome cuenta tarde, Luciana que suelta el arma, como si le diera asco, pobrecita, se inclina, me mira, no hace falta mucho oficio para darse cuenta que me queda poco.
—Si me hubieras hecho caso, Antonio, todo esto sería nuestro, en unos días. Pero vos, que los códigos, que la palabra. Este, el gringuito, a vos, ni a la altura de los zapatos, lo enganché para abrir la caja fuerte. Me llevo como para tirar un tiempo en algún otro lado. No te molestés, yo me llevo todo. Si te llegás a salvar buscame, aunque no creo
El gringo murió. Luciana desapareció. El Dr. viene corriendo, con sus esbirros –todos, mehos yo, que estoy aquí pero me voy yendo-. Tiene razón viejo, pero ya es tarde. No pida que me pongan con Ud. allá, que nos vamos a amargar la muerte. Escuche lo que dice el patrón, por lo menos alguien me recuerda.
—Y este hombre, Luciano no sé cuánto, que dio la vida por cumplir su misión, es un ejemplo del empleado que quiero a mi servicio… —todos solemnes, reconociendo mis méritos—. ¿Tendrá alguien a cargo? Lástima, le podría dar una bonificación, que el Dr. Peñaralta sabe corresponder. Bueno, otra vez será, voy a poner una placa recordatoria.


© Carlos Adalberto Fernández