miércoles, 23 de abril de 2008

EPÍLOGO

Dice el maestro que el día del Corpus es muy importante, y que ese día reluce como el sol:
-Tres jueves hay en el año que relucen como el Sol: Jueves Santo, Corpus Cristi, y el Día de la Ascensión.
Y debe ser verdad, porque hacía un calor... Este año, han puesto una película del oeste. Yo creo que esa película es la qe tiene la culpa de todo. Porque si no llegan a ponerla, no pasa nada. Pero claro, tuvimos que ir todos los niños de las escuelas a la procesión. Bueno, también iban los de todas las hermandades, los niños de Primera Comunión, el alcalde... todo el pueblo, vaya. Y como se hacía tan larga, dijo Perico:
-La película va a empezar antes de que acabe la procesión.
-Entonces no podemos verla... -dije yo.
-¿Y si nos escapamos al llegar a una esquina, como hace el “Botija” los domingos cuando vamos a misa?
-Eso, eso -Aceptó el “Pulga” en voz bajita-. Si al “Botija” no lo pillan...
Y así lo hicimos. Al llegar a una esquina, muy cerquita del cine, echamos todos a correr y nos escapamos. Sacamos nuestras entraditas y nos metimos en el cine. Todo muy bien. Pero claro, el “Botija”, cuando se escapa, se escapa sólo. Y nosotros nos habíamos escapado media clase. Menos mal que la película era buenísima. Colt5 45. Entre tanta tarea, cartas y visitas de las madres al maestro, esa película es lo único bueno que nos ha pasado hasta fin de curso.
El Viernes, al llegar a la escuela, don Francisco se puso en la puerta con la regla en la mano, cuando yo fui a entrar, me puso la regla en el pecho y me empujó, suavemente, hacia fuera... Después, al entrar Perico, como vio la regla dirigirse a su pecho, ni se molestó en intentar entrar. Y así, de uno en uno, nos fuimos quedando todos en la puerta. Y eso que no hubo chivatazo ni nada... Anda que no sabe nada don Francisco cuando quiere.
-¿Por qué os habéis quedado en la puerta? -pregunto don Francisco.
Como si el no lo supiera...
-Es que al llegar a la esquina del callejón que da a la taquilla de cine, pasó el tío del saco y os secuestró. ¿Verdad? -continuó- ¿No tenéis nada que decir?
Y como mi madre dice que calladitos estamos más guapos, pues no abrimos la boca en todo el día. ¿Para qué? De esa manera sólo nos castigó ese día sin comer.
...
Días después llegó una carta del colegio: había aprobado. O sea, que en septiembre me vine interno al colegio. Mis padres se pusieron muy contentos. Yo no sé si porque me voy a convertir en un hombre de provecho, o porque se iban a librar de mí. Y la “Petro”, mi vecina, siempre tan graciosa:
-Al final, hasta mi limonero va a dar más fruta -comentó, entre risas, la graciosa.
-Tienen sus problemas estos diablillos, pero capacidad para de abrirse paso en la vida les sobra –presumió don Francisco con mi padre días después de comenzar las vacaciones.
Perico, se fue a otro colegio, y el “Pulga” y “Rompehigos”… En el pueblo no ha quedado ninguno de la pandilla.
¿Habrá sido este verano el último verano feliz de mi vida?
............ ........
Manolo Cubero
Postdata.-
Aquella pandilla de diablos se disolvió en diversos lugares. Cincuenta años después se han vuelto a juramentar para abrazarse una vez al año mientras el cuerpo dé fuerzas. Pero la necesidad de cambiar las algarrobas por un plato de cocido los obligó a abandonar su terruño para darle la razón a don Francisco: supieron defenderse en la vida. Si uno de ellos se convirtió en empresario catalán, otro alcanzó una cátedra en la Universidad Autónoma de Madrid, o fueron Directores de institutos, Jefe de Servicio en la Administració n Pública, jefe de mantenimiento regional en alguna multinacional de las telecomunicaciones. ..
Y, sobre todo, fueron capaces de esconder una amistad en la distancia que floreció medio siglo después.



Manuel Cubero
http://manuel- cubero.bogspot. com/

jueves, 10 de abril de 2008

Calle 16-a /cuento/



La calle 16-a empieza sin terminar, estropeada, agrietada con hoyos por doquier, el cemento brotado, roto, suspira en las piedras que le sobran, calle enclavada en los suburbios de la ciudad de Cancún. Los edificios están maltratados por el paso del tiempo y el óxido de mar, algunos pintados de azul o rosa tienen cercas de metal improvisadas. En medio de dos viviendas hay un parque básico, sencillo, algunos columpios viejos, sube y baja escalonados con asientos de madera, una llanta que sirve de asiento, y dos caminos de adoquín sin acabar.

Elo juega en ese parque entre algunos árboles buscando flores, 5 años, mestizo, rasgos de páramo africano, cabello chino enraizado, trae apenas una blanca sonrisa que quiere salir, brinca entre los columpios, como sí la nada no tuviera explicaciones, como sí él y el aire no necesitarán más que respirarse, momento donde se disfruta de la soledad inocente; él corta otra flor, ya trae un manojo que se cuenta por docenas, y su madre Martina cubana de Matanzas le llama para comer, trabaja en la zona hotelera dando masajes 25 dólares la hora, pero no le atiende, sigue en su afán, el calor y las paredes no dejan de exhalar testigos.

Elo mira alrededor, no queda ni una sola flor, sabe que ha cumplido su tarea, camina hacia su izquierda, su madre le vuelve a llamar de manera más imperativa, son las 6 de la tarde, es hora de cenar, pero él voltea hacia otro lado, su objetivo es la casa de la Güera, mujer sin nombre, delgada, ojos verdes, alicaída, adolorida, los sueños terminaron por acabarse cuando perdió a su hijo hace 6 años, ya no mira, nada mas respira.

Elo camina fuerte, como soldado de la vida, como ángel sin recuerdos, llega al portón azul; se encomienda mirando al cielo, toca, pero nadie responde, ve que la puerta está abierta, y entra muy despacio, mientras tanto la tarde transita pesada, tarda, pero el viento se atreve, se mueve, nadie reclama.

Elo como sombra sale rápido del portón, tropezándose cae al piso, empieza a balbucear, su madre se asoma y lo ve, corre hacía él, lo alza entre sus brazos, y Elo aprieta sus ojos, se llenan de lágrimas. Martina ve hacia el frente, el portón abierto, deja a Elo en la acera, va, se asoma con miedo y se queda pasmada, impávida, termina por recargarse en la puerta, reacciona inhalando muerte y corre hacia la esquina tomándose del vestido blanco.

Elo sin saberlo esta solo, es un nuevo sentimiento, se levanta con enojo y ve el manojo de flores en su mano, los avienta al piso y se queda en el borde de la acera, trata de entender que fue lo que paso, él quería a la Güera, fue su primer instinto, su primer dolor, y llora como sí ese momento no se fuera a ir nunca, lo sabe.

Martina regresa trastabillando, y ve a Elo, lo toma entre sus brazos, entonces la gente se empieza a asomar, salen de las casas, y ella les recrimina, no quiere que los buitres se aparezcan, no quiere que los fantasmas salgan lastimados.

Se alcanzan a ver unas luces intermitentes matizando la calle, azules, rojas, se estaciona una patrulla y los policías entran a la casa, salen y hablan por la radio; se recorre el tiempo, y el cuadro no termina por pintarse cuando llega la ambulancia, los paramédicos entran con una camilla y una bolsa gris, nadie se inmuta, el movimiento podría ser impertinente en el destino.

Los policías preguntan sí alguien conoce a algún familiar, y dicen sin sobresaltarse que no, que sabían era prostituta, pero que no le conocían familia, y Elo se enoja, el sabe que nunca la vieron reírse o hablar, los mira con odio y entre sollozos les responde que ella tiene una madre que vive en Mérida, se llama Teresa…en esa pausa como designio de la cordura las personas empiezan a retirarse, hablan, susurran, otros siguen su camino sin inmutarse, se acabo la fiesta. Elo reacciona limpiándose las lágrimas, olvidaba algo, recoge una a una las flores, y al terminar, orgulloso las pone en arriba de la bolsa gris, las flores eran para ella.

Andrés V.Elizondo
9 de Abril 2008

Saludos desde la Rivera Maya...Andrés.

miércoles, 9 de abril de 2008

Pensamientos

No he ido a casa de tus padres, me faltó valor para afrontar la situación. Siempre he defendido que lo correcto es dar la cara ante lo que se presenta delante de ti, pero no pude. Quería ir, darles dos besos, hablarles, pero alguna cosa me retuvo. Nunca se me dieron bien este tipo de vivencias, no se que decir ni como empezar, es algo que me supera, llámalo cobardía o poca fe.

Me imagino la escena y sólo de pensarlo me da mucha tristeza y rabia, unos padres totalmente destrozados por los acontecimientos vividos, llego yo y que les digo, ¿hola soy amiga de su hijo? Y si se ponen a llorar que hago, como les consuelo si no es posible. Han enterrado a su único hijo, han perdido toda ilusión y esperanza, todo absolutamente y por más que digas no hay consuelo.

Soy una persona muy sensible y sentimental, me gusta quedar bien ante la gente y seguir mis principios. Si se hubiera tratado de una persona anciana no habría dudado en ir a su casa y hablar con la familia, lo que propiamente se dice dar la cara. Pero la cosa cambia cuando te encuentras ante la juventud que dan los veinticinco años.

Esto no tendría que pasar, los hijos han de enterrar a los padres y no al contrario porque es cruel. Demasiado dolor para un corazón que a pesar de todo ha de seguir latiendo.



Actualmente



Han pasado los meses, y a casi un año de tu fallecimiento me sigo acordando, faltan tres meses para mi boda y sabías que estabas invitado a ella junto con los demás amigos, de echo durante la cena les di la invitación que recogieron encantadas.

La vida sigue, el mundo no se acaba aquí. A pesar de las circunstancias cada persona tiene su camino y los golpes que te das a lo largo de este hay que superarlos, creo que aunque sigo pensando en ti, cosa que por otro lado es normal, pienso que lo he llevado bien. Tus amigos hemos superado la tristeza que da perder a alguien del grupo, a veces nos acordamos desde la añoranza y rememoramos vivencias y situaciones graciosas, pero cada vez hablamos menos de ti, la vida a echo que nos acostumbremos a que ya no estás. La única pena que tenemos todos, es que al ser de Galicia tus padres te llevaron allí y nosotros que estamos en Barcelona no pudimos ir a despedirnos antes de tu incineración, en este sentido tenemos todos un gran vacío.

Escribo esta historia porque yo no quiero olvidarte, no quiero ser una de estas personas que olvidan a sus amigos. Quiero que pasen los años y deseo que al volver a leer esta historia vengan a la mente pensamientos positivos, necesito escribir mis sentimientos en un papel porque no quiero perderlos, soy muy amiga de mis amigos.

Hoy sólo puedo desearte buena suerte estés donde estés, y que dios te bendiga siempre querido amigo.

Recibe un abrazo y no olvides que te quiero mucho.





Fin.


Erika Martínez Rodríguez

martes, 1 de abril de 2008

LAVAR LA AFRENTA

—Que ya no se usa —le dijeron. —Las traiciones amorosas se lavan con una puteada, una patada en el culo, si hay oportunidad, y a otra cosa; te podés enterrar para toda la vida.
—En todo caso, si la bronca te exige sangre, dejame a mí —dijo El Pardo–, en silencio, sin huellas, le corto el aliento para siempre. Y vos seguís tu vida.
–Y los demás, qué te importa. No te importó hasta ahora. Siempre te hiciste cargo de tus elecciones. Pasá de largo.

No entienden, piensa el Chino. Lavar la afrenta, librarse de esa furia que le nubla los ojos, requiere de la acción ceremonial que restituya, quirúrgicamente, su honor. Y el cuchillo es el frío instrumento de purificación que, ante los ojos de los otros reivindica el buen nombre.

Con bronca y junando se encamina al barrio. El paisaje ciudadano se amolda paulatinamente al aspecto requerido: luces empobrecidas, calles donde el pavimento roto se mezcla con las huellas barrosas de los vehículos, paredes descascaradas. Una luna demudada aguarda el desenlace.
Ya todos saben a qué va, con quién (quiénes) se va a oficiar la ceremonia. Inclusive le parece sentir el seguimiento sigiloso de ansiosos plateístas tempraneros, fijos en la nuca sus ojos de mosca. Nunca temió su opinión, no iba a rendirse ahora ante la chusma.

La entrada al Social y Deportivo simulaba una noche habitual. Dos parejitas haciendo tiempo para entrar, algunos varones fichando a un costado. Sólo un amaneramiento perceptible de los gestos denunciaba el artificio.
Al cruzar la puerta alguien le gritó ¡El Nicanor te está esperando!. Ese fue el disparo de largada. Todos le abrieron el camino –le señalaron el camino-, haciéndole doble fila hasta el bar.
Nicanor estaba de pié, un codo apoyado en el mostrador. Era "el tercero". No sentía un rencor especial ante él. Los hombres hacen y pagan su vida. Ahora él venía a cobrásela, era la ley del juego.

–Terminemos de una vez –dijo. –Todavía me falta alguien más para cerrar la noche.
–Está en la piecita, Chino –dijo Nicanor, contestando la pregunta no formulada. –Se va con el que gane.
–No vengo a llevarme nada, sólo a cerrar la cuenta. A vos, después de esto, no te va a interesar nada de los vivos. Y si ganás, mala suerte por el premio.

A matar o morir, se dijo el Chino mientras hacía brillar la hoja. O morir, se repitió. Desde el fondo de su alma ya se sentía muerto. Por dentro. Faltaba ver qué se hacía con el cuerpo.
La traición lo había herido de muerte. Le daba vergüenza la debilidad que lo corroía, que convertía en parodia el inminente duelo. ¿Qué afrenta, qué honor? No era cuestión de arrepentirse de sus sentimientos. Los defendió en su momento cuando lo rodearon las burlas disimuladas, los menosprecios tortuosos. Más de uno debió pagar alguna imprudente socarronería. Se hizo respetar, por lo menos de frente.
—Preparate, la Huesuda te espera —le dijo, se dijo.

El combate fue corto, esquemático. La sangre brotando del vientre, la mirada ya en despedida, un balbuceo (¿un nombre?) anunciaron el fin de Nicanor.
El Chino se quitó el pañuelo del cuello, limpió el cuchillo. Miró el cadáver, luego el infinito, por un rato.
—Vení —dijo al fin con voz apagada. Se quedó quieto, las manos juntas sosteniendo el cuchillo, los brazos estirados apuntando al cuchillo que apuntaba al suelo.

—¡Ni me hablés! —gritó atajando, cuando sintió los pasos que se acercaban. —Matarte o dejarte la vida no cambian nada para mí. Sólo una huella indeleble hará visible ante todos el precio que pagaste por tu traición-.
Repentinamente, como un relámpago, con la punta del cuchillo el Chino le tajeó la cara.
—Eso es todo, Lisandro —dijo el Chino. –Andate, y no te me crucés, que, con este mismo cuchillo, te los corto y los tiro a los perros.
Carlos Adalberto Fernández


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Carlos Adalberto Fernández
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