—Que ya no se usa —le dijeron. —Las traiciones amorosas se lavan con una puteada, una patada en el culo, si hay oportunidad, y a otra cosa; te podés enterrar para toda la vida.
—En todo caso, si la bronca te exige sangre, dejame a mí —dijo El Pardo–, en silencio, sin huellas, le corto el aliento para siempre. Y vos seguís tu vida.
–Y los demás, qué te importa. No te importó hasta ahora. Siempre te hiciste cargo de tus elecciones. Pasá de largo.
No entienden, piensa el Chino. Lavar la afrenta, librarse de esa furia que le nubla los ojos, requiere de la acción ceremonial que restituya, quirúrgicamente, su honor. Y el cuchillo es el frío instrumento de purificación que, ante los ojos de los otros reivindica el buen nombre.
Con bronca y junando se encamina al barrio. El paisaje ciudadano se amolda paulatinamente al aspecto requerido: luces empobrecidas, calles donde el pavimento roto se mezcla con las huellas barrosas de los vehículos, paredes descascaradas. Una luna demudada aguarda el desenlace.
Ya todos saben a qué va, con quién (quiénes) se va a oficiar la ceremonia. Inclusive le parece sentir el seguimiento sigiloso de ansiosos plateístas tempraneros, fijos en la nuca sus ojos de mosca. Nunca temió su opinión, no iba a rendirse ahora ante la chusma.
La entrada al Social y Deportivo simulaba una noche habitual. Dos parejitas haciendo tiempo para entrar, algunos varones fichando a un costado. Sólo un amaneramiento perceptible de los gestos denunciaba el artificio.
Al cruzar la puerta alguien le gritó ¡El Nicanor te está esperando!. Ese fue el disparo de largada. Todos le abrieron el camino –le señalaron el camino-, haciéndole doble fila hasta el bar.
Nicanor estaba de pié, un codo apoyado en el mostrador. Era "el tercero". No sentía un rencor especial ante él. Los hombres hacen y pagan su vida. Ahora él venía a cobrásela, era la ley del juego.
–Terminemos de una vez –dijo. –Todavía me falta alguien más para cerrar la noche.
–Está en la piecita, Chino –dijo Nicanor, contestando la pregunta no formulada. –Se va con el que gane.
–No vengo a llevarme nada, sólo a cerrar la cuenta. A vos, después de esto, no te va a interesar nada de los vivos. Y si ganás, mala suerte por el premio.
A matar o morir, se dijo el Chino mientras hacía brillar la hoja. O morir, se repitió. Desde el fondo de su alma ya se sentía muerto. Por dentro. Faltaba ver qué se hacía con el cuerpo.
La traición lo había herido de muerte. Le daba vergüenza la debilidad que lo corroía, que convertía en parodia el inminente duelo. ¿Qué afrenta, qué honor? No era cuestión de arrepentirse de sus sentimientos. Los defendió en su momento cuando lo rodearon las burlas disimuladas, los menosprecios tortuosos. Más de uno debió pagar alguna imprudente socarronería. Se hizo respetar, por lo menos de frente.
—Preparate, la Huesuda te espera —le dijo, se dijo.
El combate fue corto, esquemático. La sangre brotando del vientre, la mirada ya en despedida, un balbuceo (¿un nombre?) anunciaron el fin de Nicanor.
El Chino se quitó el pañuelo del cuello, limpió el cuchillo. Miró el cadáver, luego el infinito, por un rato.
—Vení —dijo al fin con voz apagada. Se quedó quieto, las manos juntas sosteniendo el cuchillo, los brazos estirados apuntando al cuchillo que apuntaba al suelo.
—¡Ni me hablés! —gritó atajando, cuando sintió los pasos que se acercaban. —Matarte o dejarte la vida no cambian nada para mí. Sólo una huella indeleble hará visible ante todos el precio que pagaste por tu traición-.
Repentinamente, como un relámpago, con la punta del cuchillo el Chino le tajeó la cara.
—Eso es todo, Lisandro —dijo el Chino. –Andate, y no te me crucés, que, con este mismo cuchillo, te los corto y los tiro a los perros.
Carlos Adalberto Fernández
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1 comentario:
se siente furia en las letras, rojas letras, fuerza, determinación y pasión.
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