jueves, 30 de abril de 2009

NO TIENE RETORNO

Del llbro "Mundos orilleros"
Hay guapos y guapos





Las calles están húmedas, pegajosas, como inundadas de sangre.
—Mejor me calmo, se dijo, veo todo fúnebre, como mi suerte. Su traición no me dio para optimismo Me cuerneó en público, con la platea llena.

Palpó el metal. El frío lo apaciguó, le transmitió el letal impulso de la venganza sin recodos, la ejecución final.

—Acá no estuvo, Chino, está escondida, sabe que la buscás —el dueño del quilombo no quiere lola. Ni los clientes preguntan. Total, últimamente no daba mucha ganancia. Y ahora.... Que sea lo que sea, pero afuera.
—¿Y el Rosales? No le reprocho la encamada. Si me la pedía la entregaba con moñito. Pero así, de sotavento... Diga que la cara no tiene espacio para otro tajo, pero ya veremos.
Apuró la grapa que solícitamente le sirvieron y se retiró. No pensaba hacer líos por una puta.
¡Una puta!¡Qué pendejo que fui! —pensaba, mientras se encaminaba al bar del bajo—. Nunca me engrupí con salvarla, pero me ilusioné –gil- con un mundo aparte, ella y yo, en el calor de la piecita. Pero se veía venir, el vicio era mas fuerte que ella.
En el bajo, los perros se atropellaban revolviendo la basura. La luna, viciosa, no perdía detalle del desenfreno de los instintos, en los rincones oscuros.
Con el Rosales no tardó mucho. La garganta no tenía marcas. Hasta ahora. Decí que un degüello no es limpio, mucha sangre, justificó.
Le dejó el cuchillo puesto. Palpó. Lo de ella, frío, indiferente, brilló al sacarlo Esto es tuyo, Rubia, repasó.

Subió la escalera del conventillo. No había nadie. A la vista. Un coro de alientos entrecortados se elevó al cielo, hasta la luna se tapó con una nube tétrica y lujuriosa.
—¡Chino! ¡No sé qué hice! Estaba, no sé, loca, vos me conocés, si vos...
No pudo seguir. Desorbitada, trémula, siguió con la mirada la mano del Chino buscando en su cintura
—¡No!
Pero ya era tarde. El metal refulgió por un instante, anunciando el final. Después voló hacia su destino
—Esto es tuyo —el Chino sentenció fríamente—. Quedate con el llavero, para que no te ilusionés con mi vuelta. No tiene retorno.
La Rubia lloraba.
-- Carlos Adalberto Fernández---- E-Mail ----cafernandez. ar@gmail.com---- Blogs, sitios personales ----http://cadal. wordpress. com/http://carlosaferna ndez.blogspot. com/ (Museo)
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viernes, 24 de abril de 2009

YO TE ACOMPAÑO

De Profundis

—Voy a morir, ¿verdad? —La pregunta de Ana, débil pero clara, flotó en el silencio del consultorio. Miguel la tomaba firmemente de la mano. Aguardaron.
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El doctor, compasivo y distante, respondió:

—Hemos agotado todos los esfuerzos para curarla, o al menos para detener o aminorar el avance del mal. Les aseguro que hicimos todo lo humanamente posible. Lo lamento.

—-Cuándo... cómo...—murmuró Miguel, como si se hablara a sí mismo.

El doctor avanzó con cautela:

—Pronto. No más de un mes. Al principio se mantendrá como ahora, algo débil, lúcida, algunos dolores. Luego ya no podrá levantarse, perderá la relación con la realidad, se debilitará vertiginosamente —Anunciar crudamente el seguro final era menos doloroso, pensó.

Largo silencio. El médico tenía la paciencia de un monje.

—¿Tiene que permanecer internada? —fue la pregunta de Miguel—. Pensar en los últimos momentos, pasados en la frialdad paradójica de un lugar de salud, sobrecoge. Le pareció percibir, mientras decía esto, un gesto de afirmación y alivio por parte de su esposa.

—No. Que use, en lo que pueda, el tiempo que queda. Esto depende más de Uds.; cada paciente lo encara a su modo.



Los siguientes días los ocuparon en planear el viaje. Pasarían juntos, inseparables, en el mejor lugar posible, todos los momentos, hasta el último. Acordaron en ir a una hostería en Córdoba, en cuyas cabañas se habían conocido, años atrás.

Prepararon su equipaje final. Seleccionaron las cosas que les ayudaran a evocar momentos sensibles de la pareja.

Comunicaron a familiares y amigos la decisión. Sólo dijeron que tomarían una semana de vacaciones, antes de la internación. Podían darse el lujo: alquilaron un vehículo que los dejó, en pocas horas, en la entrada de la cabaña. Era de tarde, ya estaba refrescando.



El viaje había sido silencioso, sólo comentarios ocasionales. Ana se sentía contradictoria; necesitaba eludir la presencia ominosa del futuro anunciado. Siempre se había imaginado racional ante el hecho de la muerte. Un proyecto, una espera, levan terror –o rencor- a la idea de la muerte. Pero ella -¿ellos?- ya no esperaban nada.

Miguel observaba los cambios de semblante de su mujer. Denunciaban una lucha interna, que hacía distante la posibilidad de encarar serenamente los momentos siguientes. Encerrada en sí misma durante todo el viaje, se limitó a acompañar comentarios circunstanciales de él.

El resto del día lo dedicaron a refrescar vivencias del viaje anterior. Cansados y serenos, se acostaron en paz.



El llanto de Ana despertó a Miguel. Era de un fluir suave, continuo. Se incorporó en la cama, tomándole una mano, que ella abandonó.

—Me espanta la idea de una agonía dolorosa. No sé si los calmantes recetados ahuyentarán el dolor, y a costa de qué otros síntomas, qué consecuencias para mi lucidez, y mi valor. No quiero retorcerme entre las sábanas. No quiero que me dopen.

Miguel también temía ese desenlace; lo indignaba. Una agonía así aplastaba la dignidad humana. —-No vas a sufrir- le dijo. —No hay por qué.

Ella apoyó la cabeza en el hombro de él y cerró los ojos.

—¿Estarás conmigo hasta el final? —preguntó Ana—. Me duele dejarte sólo.

—Yo te acompaño. Hasta el final.



Desayunaron, escribieron unas cartas. En la cabaña abrieron el bolso de los recuerdos: fotos, cartas, objetos. Los fueron esparciendo sobre la cama y, recostados, comenzaron a devanar el ovillo de la memoria. Exclamaciones alegres, suspiros, varios ¿te acordás? acompañaron la travesía.

—¡Dieguito! —exclamó Ana al extraer la batita del hijo—. No pude siquiera darle de mamar.

Nunca había podido superarlo, y no era éste el momento de esquivar el puñal del recuerdo.



Desnudaron los últimos pensamientos.

—Yo sé que siempre fui cobarde —inició ella—. Siempre, como ahora, extraía toda la fuerza de tu compañía. No tengo miedo a la muerte, tengo miedo a la soledad, y no hay mayor soledad que tu ausencia. Anoche tuve un sueño, que no recuerdo haberlo tenido en hace muchos años atrás: iba, de la mano de mi padre, por un camino solitario. Una casa abandonada llamó mi atención y, como siempre, tironeando de la mano, llena de curiosidad, lo fui arrastrando hasta la puerta. Entré. En ese momento me di cuenta de la enorme negrura del lugar. Intenté tironear de la mano y me di cuenta que estaba agarrada al vacío. Detrás de mí, mi padre, y la puerta, habían desaparecido. Me desperté transpirando, el corazón el la boca.

—¿Te ha sido pesada mi dependencia? —preguntó Ana, luego de un momento.

—Nunca he sido más valiente que cuando te llevaba de mi mano —respondió Miguel—. Fui el espejo de tu mirada. Lo que querías que fuera, lo era. Sin ti....

Posiblemente me haya convertido en espejo, sin imagen propia, pensó Miguel.



—Ahora —dijo Miguel, incorporándose— , vamos al jardín.

Era de noche. La ayudó a recostarse sobre uno de los sillones, entró a la cabaña, fue a la cocina, echó agua en dos vasos y disolvió en ambos las cápsulas. Llevó ambos vasos al jardín, dio uno a su esposa, depositó al otro sobre la mesa.

—Bebe, —le dijo. Ella agotó el contenido sin apuro. Puso el vaso vacío sobre la mesa.

Él se sentó en el otro sillón, su vaso en una mano.

—¿Viste? —preguntó —. Como la otra vez, el río de leche, la Vía Láctea, cruzando el cielo, brillante y misterioso. ¿Te acordás? Aquí nos conocimos, dos almas solitarias, temerosas de las heridas de la vida, que –quién sabe por qué- inmediatamente confiamos el uno en el otro.

Ella reclinó la cabeza, él vació su vaso, tomó la mano de su esposa y continuó:

—Te vi, nos vimos, y sin conocernos comenzamos a jugar —rememoró él —.Adonde vas, te dije.

—A la loma —te respondí..

La mano de ella se ablandaba en su mano.

—¿Te acompaño?

—Si podés, alcanzame.

—¡Voy con vos!.

Y corrí detrás, y justo al llegar a la loma, estiré la mano y alcancé la tuya y........... .....

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De nada

Carlos

sábado, 18 de abril de 2009

ESCUELA DEL AMANECER

Eran las 5 de la mañana. A esa hora o ya caída la noche salgo a caminar porque igual que los vampiros detesto el sol directo y de esta manera economizo arrugas, pues no hay dinero para la plancha efectiva de la cirugía estética.

Aun estaba dormilón el día, oscuro y amancebado con unas sombras azules grisáceas. Siempre encuentro otros caminantes y también a los pocos “recicladores” , esas personas que viven de lo que recolectan de las basuras. De allí toman lo que les puede servir como son los papeles, cartones, botellas de vidrio o plástico y en algunos casos afortunados, algún mueble o trasto que se llevan a su casa como trofeo. Así convierten en “dinero-quimera” esas cosas que hemos arrojado nosotros.

Caminaba animosa disfrutando un tibio viento, suave, meloso. Con paso rápido marchaba cuando alcancé a oír a lo lejos y a mis espaldas la voz “acornetada” de una mujer que voceaba:

-¡Dos por dos…! al momento contestaba una criatura,

–Cuatro

-Dos por tres, seguía la mujer

-Seis, replicaba la vocecita.

Y con este canto se iba acercando la recicladora con un acompañamiento del chirriar doliente de la rueda perezosa de su carretilla y el sonido de guacharaca, acompasado y cansino de sus zapatos viejos que salía de aquel paso que arrastraba el sueño de educar como fuera a su niña.

Esta improvisada maestra con su ambulante escuela, halaba en ese humilde vehículo a su preciada carga: una niña de aproximadamente seis años, un perrito criollo de pelo negro y la pila de basura.

Licenciada sin título, especialista del amor, sabia del alma, con una ética sutil-simple- virgen, no masticada, pero digerible, bebible, alimenticia.

Quién sabe si la sociedad algún día la pague y jubile decorosamente a esta madre, maestra y trabajadora independiente.

Pasaron cerca de mi y ni siquiera me miraron, no veían, solo vivían…


Coreaban las tablas de multiplicar, mientras el perrito dormía encima del arrume de cartones. Iban como príncipe y princesa en esa humilde carrosa,

Unos sueños burlones revoloteaban como aureola en la mente de la madre...


Ana Lucía Montoya R.

viernes, 17 de abril de 2009

QUE LOS SABIOS BUSQUEN

Quiero una expedición que rastree el cosmos, en cohetes robots y tripulados. Será misión de paz o que vayan prudentemente armados.
Que busquen huellas, residuos, restos, evidencia. Que busquen mi universo, el de mi niñez, mi adolescencia. Quiero que me lo devuelvan o traigan referencias; por qué, cómo fue, que enemigo volvió polvo lo que del polvo vino
Que vayan arqueólogos, geólogos, antropólogos, detectives por si acaso. Que las víctimas hablen, nos cuenten qué pasó, qué se hizo del zaguán, el farol, el ceibo, la luna cómplice, la viuda delirante, el curda que retaba a Dios, el taura pordiosero, la soltera eterna, los fideos del domingo, la rubia que nos enseñó a todos y murió sola, el duelo nocturnal, el sanjón y sus muertos. También lleven un poeta, un medium y dos perros, que tomen contacto con lo invisible, que se comuniquen. Yo se que había familia, barrio, esquina, algunos documentos hablan de cosas extinguidas, tal vez encuentren ruinas.
Quiero oler la magnolia, saborear un racimo y después un beso, llorar al guapo que faltó sin aviso, temblar por las carnes de la Rosa, fallar un envido y acertar una grapa, mirar los pitucos viborear un tango, el brillo helado de dos cuchillos en pugna.
No me muestren autopistas, rascacielos, ejecutivos, gente sexy, acciones en alza, carisma, rating, música house o tecno, amores ligth & fast & dry, sexo wi-fi, reality mentiras...
... Mierda…
No digan que murió, que sólo mi memoria, mi vergüenza, mi impotencia, deliran y bullen de rencor, nostalgia, soledad.
Por favor muestrenmé un barrio de antes, con sanjón y baldio y todo. Aunque sea un ratito, antes de partir.



--
Carlos Adalberto Fernández

jueves, 16 de abril de 2009

VOLVÍ

Estaba encerrada en su propia prisión, creada por ella a fuerza de callar. Sin coraje rubricaba el apartarse del andar sentada ante su música y sus silencios llenos de imágenes inventadas.
La cumparsita brotaba suavemente como eco melodioso. No estaba allí, flotaba entre tules de tristeza. Su computadora, con el clásico sonido que señala la entrada de un correo, la despertó de la nebulosa mental en que estaba sumida.
Se acercó, pocas veces recibía mensajes, había dejado encanecer sus cabellos, resaltar sus arrugas en ese postrarse ante su propia vida.
Casi tediosamente comenzó a leer:
“No sé como decirte que te extraño y te necesito. Desapareciste de golpe de mi vida. Te amo"

Ella que siempre había amado y nunca había sido amada...releyó el texto infinitas veces, su corazón se aceleraba... lloró.
Abrió la puerta de su habitación, salió a la calle. Los horneros hacían un nido en el poste de la luz, el jardín de su vecino estaba lleno de rosas, el cartero la saludó amablemente, ella esbozó una sonrisa.

Entró a la casa, se sentó frente a la computadora y tecleó: Volví.

Elisabet Cincotta
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