sábado, 31 de enero de 2009

ESE VIEJO ALMACÉN

Versión libérrima de
Sentimiento gaucho
Tango 1924
Música: Rafael Canaro / Francisco Canaro
Letra: Juan Andrés Caruso


Igualito, El mismo viejo almacén, los mismos adoquines, los faroles, la recova. Alguien me detiene en la entrada.
— ¿Cuándo la perdiò?
— ¿Cuándo perdí la qué? –los patovicas eran alfeñiques al lado de este megatipo. Que raro. Capaz que el gallego cambió de ramo-. ¿La qué? Repetí.
— La fe. Ud. Se puso en esta cola –El doble ancho me señaló el cartel: "Salón exclusivo de La Fe Perdida. Presentar comprobante para ingresar".
— Yo, si es por eso, ya soy vitalicio. La fé, la perdí o me la robaron hace años.
— ¿Constancia de denuncia?
— ¿Lo qué? Pero, oíme, ¿vos no sos Palito, el del kiosco del tano?
— Soy Pablo. Era Palito, hace tiempo. Ahora me doy cuenta. Ud. es Matias, el de la mesa permanente. Disculpe, el tiempo pasa.
— Oime, ex Palito, ¿No está el yoyega, el Pepe?
— El señor Pepe falleció, hace tres años. Ahora está el hijo, el Sr. Pepe. Pero pase, ya conoce el lugar. Yo le aviso al Sr. Pepe.
§
Lúgubre, casi tenebroso, mesas oscuras y gastadas, gente oscura y gastada. MI mesa, gastada y oscura, en el lugar de siempre. El vaso, la botella abierta, el cenicero lleno de puchos, uno encendido, como siempre. Paso por entre las mesas, molesto a los clientes encorvados sobre el mantel de papel, el sombrero ocultando los ojos. Algunas toses profundas entre pitadas. Una mustia lámpara sobre cada mesa, con una pantalla oscura y gastada iluminando, en el centro, el vaso; en penumbras una botella. Cada tanto una mano repta desde el borde de la sombra, inclina la botella, que luego vuelve a su penumbra. La mano toma ahora el vaso, que desaparece comido por la sombra del sombrero, vuelve con el vaso vacío, toma el cigarrillo desde el borde de la sombra, desaparece, vuelve al cenicero. Al rato una tos cavernosa, ahogada, interminable. Silencio. El hombre piensa, evoca, maldice. Una mano repta desde el borde…
En una mesa, la tos se hace prolongada, de extremaunción. Entre espasmo y espasmo, la voz dice un "¡Mariantonia!" cada vez más ahogado, Desde el otro lado de la mesa incursiona una mano. Toma la botella. La sombra del sombrero desaparece y la botella se estrella sobre la cabeza del cliente, que deja de toser. Dos paquebotes levantan al ex cliente, retiran el vaso, el cenicero, pasan un trapo rejilla oscuro y gastado, colocan mantel de papel, botella hasta la mitad, vaso, cenicero, cigarrillo encendido, hasta la mitad. Me siento en esa mesa, tomo la botella…
— ¡Eh! ¡Con cuidado! —Desde las profundidades de las gastadas y oscuras maderas del piso, o desde debajo de la mesa, me gritan. Algo me agarra un pie. Miro. Acurrucado debajo de la mesa, abrazando una botella, un vaso y un cenicero lleno, un tipo –huesos, algo de piel, ojos de sapo- me mira desafiante pero asustado —. No deschavés, gil. Hace rato que estoy aquí, es como si la mesa fuera mía. Si te sentás con cuidado podemos charlar, de paso vigilás. Cualquier cosa mové el pie derecho.
— Oime, esqueleto gordo, Traigo mis propias pálidas, compañeras de una vida. Sé quién sos. Te veo y no siento emoción alguna. Como no quiero faltarle al tango, si tenés una cruel confesión y me hacés lugar, te escucho -. Hago una señal y en un momento nos preparan el piso, con botellas nuevas, ceniceros limpios, una picada. La luz, al principio no veíamos un carajo, pero desde otro bar nos aportan un candil.
Percha vacía me mira fijo. Comienza.
— ¡Se me ha ido, che! Sólo tres años duró lo nuestro. ¡Bah, lo nuestro! ¡Yo aporté laburo, tres changas, algunos choreos, la latita en la escalera del subte! No digo que la tenía como reina, pero con los préstamos que pedí, unos meses sin fumar, pudo presentarse sin vergüenza en la pista del Social y Deportivo, se ganó el Mireya de oro y un contrato como bailarina del Pindonga Tango Ballet. ¡Qué orgullo, che! Brillaba en la pista. Bueno, dicen. Yo nunca pude verla. A las cuatro largaba el puesto de sereno, corría a casa, limpiaba todo, preparaba la comida y a eso de las seis, cuando sentía la puerta del coche que la traía hasta la casa, saludándose a los gritos con los tipos, le servía el plato. Entraba tarareando y bailando, comía y se metía en la cama. Después te cuento, me decía y quedaba frita. Cuando al anochecer yo volvía del lavadero de coches, me esperaba el cartelito. "Sinforoso: El churrasco más a punto, no me gusta seco. La ensalada sin vinagre. Cambiá las sábanas. Después te cuento". Nunca me contó.
— Yo no me quejaba, che. Gracias que la veía, dormida. Algo de celos, sí. "Tontito", me decía mientras se pintaba los labios, agarraba la cartera, me tiraba un piquito, "No te valorás, no sabés cuánto valés. Dale, Sinfo, no te olvidés de plancharme la camisa".
Cuando tuve el accidente pedí permiso en el depósito, compré unas flores y corrí a casa. Vamos, a los alaridos en la cama, la ropa tirada por todos lados, el tipo jadeando, eso de que era una visita social no te lo cree nadie. Pero me pasé. Perdí la cabeza, o sea la perdió él, papilla se la dejé con el cenicero de mármol que me prestaron por un tiempo en la mansión de Olivos. Yo, a cafúa. A ella la echaron del Club, me hicieron fama de malevo posesivo que en cualquier momento volvía, Todos le rajaron. Al final, pobre mujer, sola, indefensa, se fue con el hombre que la supo seducir. ¿Vos la culparías?

Y, si acaso algún día quisiera volver a mi lado otra vez, yo la he de perdonar.
Si por celos a un hombre se puede matar se perdona cuando habla muy fuerte el querer a cualquiera mujer.

Ahora dicen que me está buscando. Lo echo, echo está. Además, tengo miedo. Tengo miedo de su llanto atrapante como su risa. La quiero como a mi madre pero me sobra bravura. Si golpean a la mesa, no digas que estoy.
§

Me partió el corazón. Ya no le quedaba para mucho. Allí mismo, debajo de la tercera mesa a la izquierda, lo miré.
Este amor no merece morir así, pensé. Decidì; este amor no va a morir así, en el anonimato. Le compré ropa nueva (la vieja la puse en una canasta que decía "Venia con esta ropa"), Lo empaché de inyecciones: calcio, yodo, multivitamínicos, lo dejé como para tirar un tiempito más, con cenicero nuevo y limpio, tinto berreta pero de marca, lupines, Todas las noches iba al almacén del gallego. Siempre el mismo verso, me decía.

Y si llama ella no le digas que estoy. Di que me he ido.
Pero, ¿Vendrá alguna vez? Decime.

Con el puré de vitaminas impedía que se fuera, por unos días. La noticia se corrió. Cada vez venía más gente. Lloraban, aplaudían, nos pedían autógrafos. Hice acordonar un caminito alrededor de la mesa, Se vendían fotos, ceniceritos de mármol con foto de Sinfo. Como con el glacial Perito Moreno, ya tenía fecha de derrumbe. Llegaron contingentes de turistas, tuvieron que cerrar Paseo Colón.
Pero el Sinfo ya estaba en las últimas. El gallego lo trasladó a una piecita interior. Unas mesas, un caminito pegado a la pared, reproducía a escala la escena original, en la que –dicen- De Niro protagonizaba la película que estaban filmando.
En el escenario íntimo, sólo él, respirando trabajosamente, un médico, el gallego y yo. Y los espectadores, claro, no más de 50 personas por función, De repente. la puerta se abrió Una mujer asoma tímida. No encuentra a quien busca. Pero Sinfo, desde debajo de la mesa, grita "¡Maricarmen!
¡Que momento! La emoción nos embargaba. "Por fin llegaste. Te esperaba. No quería irme sin entregarte la camisita, bien planchada", dijo él.
La premio Mireya de Oro, bellísima, lloraba en brazos del Sinfo. "No me dejes sola" suplicaba, mirando a las cámaras.
— Esa ropa… espero que te haya alcanzado la plata que todos los meses te depositaba en la cuenta, no quería que pasaras penurias por mi ausencia.
— No te preocupes, querido Sinfo, no te vayas, quedate conmigo, yo te cuido en el tiempo libre.
— Ya es tarde, Maricarmen, me estoy yendo.
— Entonces no te olvidés de dejarme las cuentas bancarias, los derechos de publicidad, venta, comercializació n de las fotos, ceniceros, discos y cds y todas las novelas, crónicas y películas basadas en tu historia. Casualmente aquí traigo un documento, firmalo y listo. Quiero que te vayas tranquilo, yo acá cuido tu memoria.
— Todo lo que quieras, mi amor, mi ensueño. Vamos que no queda tiempo-. Sinforoso se incorporó trabajosamente. Apoyado en Maricarmen, que tenía fuerzas para todo, se acercaron a un armario. Sinforoso extrajo de entre sus ropas una llave con la que abrió el candado. Le entregó la llave a Maricarmen, emocionada hasta la taquicardia. Del armario Sinforoso extrajo una caja con cerradura, la abrió. "Vení Mireya", le dijo a la mujer "Acercate que quiero que seas la primera en ver". La tomó del hombro y los dos se inclinaron sobre la caja.
El disparo nos sobresaltó a todos. Maricarmen miró extrañada a Sinforoso. El segundo disparo convirtió la sorpresa en terror. Después no expresó más nada, sólo la inexpresividad de la muerte. Sinforoso giró poniéndose de frente a nosotros, con Maricarmen colgando como un trapo de su brazo izquierdo, En la mano derecha tenía el revólver de la sorpresa.
— Creí que ya no llegaba a verla. La esperé, en noches interminables tratando de imaginar su actitud, y mi decisión. Soñaba que me pedía dejarla morir conmigo, ningún comentario sobre plata. Estúpido. Yo mismo me decía estúpido. Porque la otra actitud que imaginaba fue la que se dio: Dejá la plata, Chau. No importa. Aguanté. Me cobré. Ahora, supongo que debo pagar.
Se colocó el caño del revólver en la boca y disparó.
§
Regalé mi mesa, me despedí del gallego. Ya no iba a volver. Sinforoso me hizo recuperar la fe en los valores humanos. Miren que esperar no sé cuánto tiempo para terminar sin deudas un conflicto amoroso, poner cada cosa en su lugar antes de dejar el mundo de los vivos… Si eso no es amor, que me tiren los perros.


© Carlos Adalberto Fernández

jueves, 29 de enero de 2009

Montañas del Espasmo

Lo había lastimado. Lo sabía.

Tantos años acumulando dolor e impotencia, ahorrando energía robada al tan necesario sueño, sacrificando el presente en pos del incierto futuro.

Sus músculos pregonaban la fuerza de miles de fibras contrayéndolo todo, incluso la rabia.

Se había convertido en una eficiente máquina de asalto, un arma mortal que destruía todo a su paso sin detenerse en detalles ni opciones.

Nadie jamás lastimaría su coraza; su pecho amurallado estaba dispuesto a resistir miles de embates sin acusar tan siquiera un roce.



Pero ahora, esa defensa, esa herramienta que convertía su humanidad en impenetrable le había traicionado.

Él yacía en el suelo: y de ella era la culpa.

Pensó en la esencia del escorpión, en el involuntario reflejo que la llevaba a defenderse de todo movimiento agresor, en la cima a la que sus pasos la habían conducido.

Se inclinó hacia él, aunque más no fuese para tocarlo…siquiera para decirle que quería que siguiera intentando acercarse a ella.

Un grito la paralizó



-¡¡Nunca más te abrazo por sorpresa!!.. ese karate de mierda me va a romper los huesos un día -bramó la voz masculina.


Liliana Varela

http://lilianavarel a.blogspot. com

viernes, 23 de enero de 2009

LA GUERRA DE DANI

Dani es un niño normal. Dani, como todos los niños de su edad, tiene, además de un balón y una bicicleta, un cajón lleno de juguetes en el que esconde los más sorprendentes cacharros. Algunos de ellos, incluso, se encuentran ya perdidos en el olvido desde su más tierna infancia.

Uno de sus juguetes preferidos era la escopeta de corcho que, al disparar, hacía un ruido similar al de las escopetas de verdad. Y, de noche, hasta se veía una pequeña lengua de fuego. Ni qué decir tiene que esta mínima llamarada hizo más de una vez las delicias de sus amigos cuando, encerrados en su cuarto, apagaban todas las luces para verla mejor.

Dani solía jugar a la guerra con los amigos del colegio. Lo pasaban fabulosamente bien, pues debéis saber que nuestro amiguito vive en una pequeña aldea, perdida entre montañas y riachuelos. Sus batallas encontraban en aquellos parajes un lugar ideal para correr, saltar de una orilla a otra del arroyuelo, esconderse en las trincheras improvisadas con dos pedruscos detrás de un viejo árbol carcomido, escalar peñascos que, en sus mentes inocentes, se trocaban en abruptas montañas...

Ni siquiera para vestirse de camuflaje encontraban el más mínimo problema:

-Arrancamos un par de matojos y un puñado de hierbas para hacernos un gorro.

Con él se asomaban por encima de las retamas y veían perfectamente al enemigo sin que éste se percatase de su presencia...

Cuando sucedió nuestra historia, la primavera estaba tomando posesión de aquellos paisajes. La nieve dejaba paso, lentamente, al verdor de las hierbecillas que comenzaron tímidamente a manchar el blanco e inmaculado paisaje. El calorcito de un sol radiante aprovechaba la limpieza del aire para enviar su leve ardor de manera engañosa. Los inocentes rostros de Dani y sus amigos tenían ya unos tonos colorados y sanos que eran la envidia y el orgullo de sus mamás.

El sábado los dos "bandos enemigos" gozaron de lo lindo durante toda la tarde, hasta que el sol, agotado, decidió abandonar aquellos parajes en busca de lugares menos umbríos en los que seguir empleando sus aún débiles fuerzas.

Como tantas otras veces la batalla terminó cuando, a lo lejos, oyó la voz de su hermano que venía con la buena nueva:

-¡Daniiii! ¡La merienda...!

La guerra entró automáticamente en un armisticio que, como de costumbre, suspendía las hostilidades entre la alegría de los contendientes. Los chiquillos hicieron un alto con el fin de reponer fuerzas antes de reiniciar la incruenta e inocente lucha.

Al anochecer, cuando Dani entró en casa, el padre leía la prensa. Su rostro, naturalmente risueño, evidenciaba una profunda preocupación.

-Esto será un desastre –comentó en voz baja mientras sus ojos se posaron en el arma inocente dormida en brazos de Dani.

-Las guerras... –musitó su madre- sabemos cuando comienzan, pero nunca cuando acabarán.

-¿Vamos a tener una guerra? –fueron las palabras de Dani, alborozado al oír a su madre-. Yo quiero ser un soldado. Seré el más valiente de mi ejército...

-Prefiero un hijo cobarde antes que un hijo muerto –confesó su madre con sinceridad.

-No hijo. No habrá guerra –intervino su padre-. Esperemos que la sensatez se imponga a la soberbia y la locura de algunos gobernantes.

-Y si ganamos... ¿no seremos más poderosos y más ricos, papá?

-No hijo, de una guerra todos saldremos más pobres. Sólo el odio y el rencor triunfan en ella...

Dani, que no quedó muy convencido de aquellas palabras, se enfrascó en sus taras escolares mientras penetraban en sus inocentes oídos las incomprensibles palabras, huecas y altisonantes, que surgían del receptor de televisión.

Era una alocución huera y ampulosa de alguien que, a juicio de su padre, no iba a jugarse ni vida ni hacienda. Palabras de guerra, negras como pájaros de mal agüero, inundaron la habitación.

Imágenes de aviones, barcos, carros de combate y todo tipo de armamento desfilaron ante la mesa durante la cena más tristes que Dani había conocido en su vida.

-Vamos, Dani, a dormir, que mañana hay que ir a la huerta. Debemos levantarnos tempranito para que no nos coja mucho calor -rogó su padre.

Dani apenas pudo conciliar el sueño esa noche, daba vueltas y vueltas hasta que... Un silbido atronador se apoderó de la oscuridad. Sus gritos, desgarrados, se perdieron entre el resonar de las detonaciones. Sólo un eco ensordecedor respondía a su desesperación.

El muchacho intentó levantarse, encender la luz, correr hacia el dormitorio de sus padres... Imposible. El pavor paralizaba todo su cuerpo.

Tras unos momentos de silencio, un destello estremecedor sucedió a aquellos primeros instantes de terror. Dani había cerrado los ojos aturdido por la luz cegadora que invadió su dormitorio.

Parecía como si las paredes se hubiesen convertido en transparentes pantallas incapaces de frenar aquella tormenta de ígneos colores. Inmensas llamaradas anunciaban un fuego destructor que se apoderó de todo el pueblo.

Cayeron sobre su cuerpo cascotes, trozos de muebles, ropa... Y luego, un ruido ronco, eterno y aterrador... Dani se hundió en una pesadilla hipnótica, sentía su cuerpo sumido en una oscura sima de tinieblas y gritos. Estos rebotaron en las paredes, subían y bajaban desde los más profundos abismos hasta la luna negra, preñada de rojizos colores que, mortecina, brillaba entre las brumas.

Pasaron largas horas. Una luz pálida, ensombrecida por extraños olores a azufre, fuego y muerte, fue abriéndose paso entre la oscuridad de la noche... Dani intentó levantarse. Sus piernas parecían más pesadas que nunca. Realizó un esfuerzo supremo y extendiendo una pierna fuera de la cama, trató de erguir su cuerpo...

-¡Mis piernas! ¡He perdido mis piernas!

Lloró desesperadamente. Sólo el silencio respondía a sus llantos.

Fatigosamente Dani se arrastró hasta el dormitorio de sus padres. Allí sólo encontró un inmenso espacio vacío y, al fondo, los restos del pijama que su padre usara la noche anterior. Algo más allá, un reloj de pulsera destrozado y sin hora...

Las últimas energías de su cuerpecillo debilitado y exánime le sirvieron para llegar hasta la alcoba de su hermano: nada.

La soledad y la desesperación se apoderaron de su corazón que, lentamente, se sumergía en un pesado sueño.

Entre sollozos y gemidos, Dani llamó a sus padres.

De nuevo, el silencio...

En unos segundos su vida se convirtió en espuma vacía que flotaba en un mundo en guerra, un mundo convertido en basura, dolor y tristeza... Eso es la guerra: basura, dolor, tristeza y muerte. Pero una muerte de verdad, una muerte definitiva y distinta de aquella que tantas veces ha vivido en sus guerras por los verdes prados, hoy regados de sangre y fuego.

Luego...

Soñó. Soñó que la calle recuperaba la oscuridad de su pacífica noche primaveral.

Soñó que allí, al otro lado del pasillo se oía el rumor de las voces de sus padres.

Soñó que las piernas volvían a moverse obedientes a sus órdenes...

Soñó que la primavera volvía a sembrar los campos de vida y color…

Soñó que los pájaros, con sus cantos, vencían aquel horrísono estallido de bombas.…

Soñó... que los gritos de dolor daban paso al canto de un gallo que, en la lejanía, rompía el cálido silencio del amanecer...

Soñó que sus alas estallaban en un cielo azul del que habían desaparecido humos y olores de guerra...

De nuevo el silencio. Agotado por todo lo que en tan breve y eterna noche ha vivido, Dani cae en un reparador sueño del que le despertará una mano cariñosamente apoyada en su hombro...

-Dani...

-¡Papá! -gritó nuestro amigo mientras unas lágrimas de felicidad brillaban en sus ojos.

Después del desayuno Dani emprendió junto a su padre el camino de la huerta. A sus espaldas llevaba una mochila. Cuando llegaron a la huerta, Dani cogió decididamente una azada, y dirigiéndose a uno de los árboles que crecen a la orilla del riachuelo. Cavó un agujero. Sacó su escopeta de juguete, la depositó en el fondo y, cuidadosamente, tratando de borrar cualquier huella, lo cerró de nuevo.



Manuel Cubero

domingo, 11 de enero de 2009

Avancemos todos mancomunados (cuento)

El Jefe de Sección se afloja en el sillón, agotado. Pasó toda la noche elaborando el Informe Mensual de Progreso, controlando valores diarios, sumando, tildando sumandos, balanceando subtotales, cuadrando totales. El número final: 2.678.417, era exacto, inamovible. Ni las entidades técnicas, ni las autoridades administrativas, ni los poderes políticos, podrán cuestionar la incorruptibilidad del valor 2.678.417.

Siete y veinte; falta una hora para el inicio normal de actividades. Va al baño, se higieniza lo mejor posible, se arregla la ropa, se pone presentable. De nuevo en su oficina, arma la carpeta de presentación del Informe Mensual de Progreso. Toma café, esperando. Se adormila.

—Gutiérrez, ¿me tiene el informe mensual? —pregunta desde el teléfono, como era previsible, a las 08:35 horas, el Jefe de Departamento— . Gutiérrez no quiere imaginar la catarata de insultos, preparada y ensayada, si la respuesta fuera negativa.

—Lo tengo, Señor —respuesta impersonal, respetuosa, triunfadora.

—Suba inmediatamente.

Gutiérrez, con la carpeta en la mano, sube por la escalera hasta el piso del Jefe de Departamento. Se presenta en Secretaría; lo introducen a la Jefatura.

—¿Algún comentario, Gutiérrez? —el Jefe de Departamento hojea el informe, mira el Valor Final: 2.678.417. Lo anota en un papelito. No se inmuta—. Gracias, Gutiérrez, déselo a la secretaria.

Dos días después vuelve el expediente, habiendo circulado, con la prontitud esperable, por Técnica, Legales y Auditoria. El Jefe de Departamento revisa las fojas agregadas. Agrega la correspondiente a su nota de elevación del Informe Mensual de Progreso a la Gerencia de División. Él mismo se ocupa de la entrega: asciende por el ascensor que lleva a los pisos de Gerencias, Comité y Presidencia. En la Gerencia de División se hace avisar; lo reciben con rapidez, el Informe era esperado.

—¿Ninguna inexactitud, ninguna desprolijidad? Mire que el Comité lo va a examinar minuciosamente antes de su distribución a las otras Gerencias, para la Asamblea —El Gerente casi amenazaba.

—Es una fotografía exacta e irreprochable de la producción del mes. No tendrán nada que objetar.

—Ud. Siempre me dice eso. Pero acuérdese cuando los otros Gerentes denunciaron una coma en lugar de un punto; el ridículo que pasé —el Gerente de División bajaba la cuchilla, todos los meses.

—No volvió a pasar, yo personalmente reviso hasta el menor detalle —el Jefe de Sección no se acostumbra, lo odia todos los meses.

Logística copió el expediente, armó las carpetas, las distribuyó a las Gerencias. La Asamblea se llevó a cabo. Unos minutos después el Gerente de División hizo comparecer al Jefe de Sección.

—¿Ud. estaba al tanto de esto? —El Gerente no bramaba, sonaba deprimido. El Jefe de Sección respiró, no era para él, la cuchilla.

—Ese valor, 2.678.417. Tendría que haber sido 2.742.966,85. El mes anterior tuvimos un 2.659.821. La producción aumentó 0,0069%; tendría que haber aumentado un 0,241% de acuerdo al Plan Estratégico y la Arenga en Conmemoración del Aniversario. La tasa de Incremento de la Productividad se está desinflando. Tenemos que ir a las raíces.

—¿Al EndoPropulsor?¿ Señor?.

—Si. Al EndoPropulsor mismo. ¿Dónde, si no? Si todos los valores dan correcto, ¿dónde está la causa de la baja de Productividad? Elemental, Watson, en la baja de voluntad y sentido de colaboración de los Propulsores. Vamos ya mismo.



El Gerente de División y el Jefe de Sección bajaron en el ascensor hasta la planta baja. Por una escalera angosta descendieron hasta el subsuelo de EndoPropulsió n, donde estaban las oficinas en las cuales se observaba, registraba, inspeccionaba y documentaba la Producción.

La puertita daba acceso al EndoPropulsor, una enorme caverna de cemento y acero, poblada de plataformas -llenas de dispositivos, tableros, luces, medidores- comunicadas mediante escaleras metálicas. En el piso de la caverna, rígidamente aferrado al suelo, y conectado con las plataformas mediante poleas, engranajes y –últimamente- conexiones inalámbricas, estaba el EndoPropulsor. Una como bicicleta fija con una sola rueda, delantera, de enormes dimensiones, una cabellera de cables en la parte posterior y asiento, manubrio y pedales convencionales, con medidores al frente.

—¿Quién es el propulsor? —pregunta el Gerente.

—Pérez, Señor —informa el Jefe de Sección—; es el encargado de EndoPropulsió n.

—¿Cómo anda, Pérez? —el Gerente inicia, diplomáticamente, la conversación— ¿Cómo van las cosas?

—Apechugando. Señor. No hay mucho para divertirse. Pedaleando, o para variar, pedaleando —contesta, no con mucho entusiasmo, Pérez—. Antes teníamos música –funcional, que le decían-, pero ahora el único ruido, de terremoto constante de los motores, no es muy variado.

—Hubo que quitarla, la música. Nuestros especialistas en Productividad detectaron que distrae, desconcentra y desmotiva; el empleado se vuelve rutinario. Por otro lado, eliminando la música ahorramos en equipo y personal especializado, o sea, aumentamos la productividad, que es nuestro objetivo principal. Se dará cuenta que el nivel directivo se ocupa de los objetivos.

—Sí. También se ocupó cuando eliminó el puesto de empleado de mantenimiento. Ahora la lubricación, el ajuste y la reparación del puto propulsor –con perdón- la tengo que hacer yo —Pérez conocía el sermón mensual, y se estaba amoscando.

—Y con mucha razón, pero por favor, no se distraiga, mantenga el pedaleo en las 66 vueltas por minuto de norma —el Gerente debía esforzarse, como siempre, por imponer su autoridad—. Aquí también logramos economía en personal y equipos. El mes pasado, sin ir más lejos, la rotura de un pedal demandó, para su reemplazo y ajuste, 139 segundos; el entonces responsable de mantenimiento lo hubiera hecho en 98 segundos, pero debiendo estar permanentemente a disposición. Y aquí un comentario, más bien un reproche, Pérez; en esos 139 segundos dejó de pedalear 152,9 vueltas. Retomando el pedaleo, no a 66 vueltas por minuto, sino a la Velocidad de Recuperación de 69 vueltas como claramente lo indica el manual, en sólo 51 minutos hubiéramos retomado los valores normales. Pero el parte diario de Inspección denuncia que en esa jornada no sólo no se recuperaron las 152,9 vueltas perdidas, sino que se perdieron además 38 vueltas, sin justificación.

—Es que yo estaba ejecutando el plan de recuperación de mi aliento. Retirar el pedal roto, buscar ¡en la estantería el repuesto, colocarlo, etc., etc., me dejó sin fuerzas para pedalear. Para colmo el tornillo que faltaba tuve que reemplazarlo con un alambre.

—Hubiera ejecutado el Plan Alternativo de Recuperación, Pérez. Me inquieta, y sinceramente me molesta, que todos nosotros, ejecutivos, directivos, técnicos, nos estrujemos el cerebro para que Ud. no tenga que pensar, ni decidir, ni siquiera opinar; sólo vigilar el medidor de RPMs y pedalear. ¿Para qué? Para que Ud. haga lo que le plazca y se desentienda de las consecuencias. Voy a tener que elevar un informe, que no le será favorable, se lo advierto. Buenos días.

—Ma sí... Andá a laburar, gerente de las pelotas... licenciado en viñetas... —Pérez no aguantó más. En los siguientes 98 segundos pedaleó a 69 vueltas por minuto, para quitarse la bronca.

—Este Pérez, como si fuera el único que trabaja. Hasta cree ser el único que piensa —masculla el Gerente, ya en el ascensor camino a su oasis— No tiene conciencia del volumen del Presupuesto asignado a dirigirlo y controlarlo. No hay caso, para directivo se nace. Por otro lado, sin un Pérez, no tendríamos a quién dirigir. Mejor sigamos así, Avancemos todos, mancomunados. Bajo mi conducción, naturalmente.




--
Carlos Adalberto Fernández

LERDA

.
.
Yacía en mullido tálamo de hechos, adormilada, cubierta por las
hojas que se volaban del libro de la Historia. En ese letargo a
vivido siempre y ha tenido por solaz ver pasar los acontecimientos
en festivo desfile, sin inmutarse. Así, con sus ojos entornados, se
fue quedando de nuevo dormida y olvidó que "el ahora" dependía como
producto consecuente y cierto, del desaparecido "ayer".

En ese goyesco desfile se iban desnudando las personas y los pueblos
y, ella, allí, tendida, quieta, como estatua, viendo cómo se repetía
una y mil veces el hacer del Planeta, apareciendo especialmente
errores que se hubiesen podido evitar si ella estuviese bien
dispuesta.

La película que ha visto y que no recuerda, o no quiere recordar,
contiene la construcción y la destrucción de miles de ciudades, y
así, con voluntaria ceguera, ha tenido "cara a cara" a la guerra y a
la paz.

Pasaron por la puerta de su casa grandes civilizaciones que hoy solo
son un archivo en las capas de la tierra, ellas quisieron asomar su
empolvada testa para que las gentes de hoy las observasen en la
grandeza que una vez tuvieron, pero esa dura mujer nunca las tuvo en
cuenta.

Los milenios, como zombis emergieron también, uno detrás del otro de
debajo de lo que habían construido encima de su olvido. También
asomaron su faz las antiguas razas y subrazas y, con ellos venían de
cortejos todo lo que hicieron allá… lejos… en la oscuridad de los
tiempos…

De un momento a otro esa mujer vieja, aún bella ¡qué digo! siempre
bella, empezó a estirarse como gato que se sueña cazador. Se
desperezó poco a poco, bostezó y empezó a masticar recuerdos,
siempre queda en una cuasi narcolepsia…

Engulló paisajes vistos, saboreó sentires de amores idos, volvió a
gozar con frenesí en los diferentes cuerpos del amor y con la
fragancia de las flores… Miró la procesión de familiares que había
tenido y siempre dejo abandonados allá, bien lejanos… en el olvido…

Ah! Esta mujer instalada en palco de honor, quiso por primera vez
esculcar el archivo de los tiempos y convertir la vida en eterno
ahora… en esa tarea está ocupada…y lo más bello es que lo disfruta…

A esta mujer la llaman "La Memoria".



Ana Lucía Montoya Rendón