sábado, 31 de enero de 2009

ESE VIEJO ALMACÉN

Versión libérrima de
Sentimiento gaucho
Tango 1924
Música: Rafael Canaro / Francisco Canaro
Letra: Juan Andrés Caruso


Igualito, El mismo viejo almacén, los mismos adoquines, los faroles, la recova. Alguien me detiene en la entrada.
— ¿Cuándo la perdiò?
— ¿Cuándo perdí la qué? –los patovicas eran alfeñiques al lado de este megatipo. Que raro. Capaz que el gallego cambió de ramo-. ¿La qué? Repetí.
— La fe. Ud. Se puso en esta cola –El doble ancho me señaló el cartel: "Salón exclusivo de La Fe Perdida. Presentar comprobante para ingresar".
— Yo, si es por eso, ya soy vitalicio. La fé, la perdí o me la robaron hace años.
— ¿Constancia de denuncia?
— ¿Lo qué? Pero, oíme, ¿vos no sos Palito, el del kiosco del tano?
— Soy Pablo. Era Palito, hace tiempo. Ahora me doy cuenta. Ud. es Matias, el de la mesa permanente. Disculpe, el tiempo pasa.
— Oime, ex Palito, ¿No está el yoyega, el Pepe?
— El señor Pepe falleció, hace tres años. Ahora está el hijo, el Sr. Pepe. Pero pase, ya conoce el lugar. Yo le aviso al Sr. Pepe.
§
Lúgubre, casi tenebroso, mesas oscuras y gastadas, gente oscura y gastada. MI mesa, gastada y oscura, en el lugar de siempre. El vaso, la botella abierta, el cenicero lleno de puchos, uno encendido, como siempre. Paso por entre las mesas, molesto a los clientes encorvados sobre el mantel de papel, el sombrero ocultando los ojos. Algunas toses profundas entre pitadas. Una mustia lámpara sobre cada mesa, con una pantalla oscura y gastada iluminando, en el centro, el vaso; en penumbras una botella. Cada tanto una mano repta desde el borde de la sombra, inclina la botella, que luego vuelve a su penumbra. La mano toma ahora el vaso, que desaparece comido por la sombra del sombrero, vuelve con el vaso vacío, toma el cigarrillo desde el borde de la sombra, desaparece, vuelve al cenicero. Al rato una tos cavernosa, ahogada, interminable. Silencio. El hombre piensa, evoca, maldice. Una mano repta desde el borde…
En una mesa, la tos se hace prolongada, de extremaunción. Entre espasmo y espasmo, la voz dice un "¡Mariantonia!" cada vez más ahogado, Desde el otro lado de la mesa incursiona una mano. Toma la botella. La sombra del sombrero desaparece y la botella se estrella sobre la cabeza del cliente, que deja de toser. Dos paquebotes levantan al ex cliente, retiran el vaso, el cenicero, pasan un trapo rejilla oscuro y gastado, colocan mantel de papel, botella hasta la mitad, vaso, cenicero, cigarrillo encendido, hasta la mitad. Me siento en esa mesa, tomo la botella…
— ¡Eh! ¡Con cuidado! —Desde las profundidades de las gastadas y oscuras maderas del piso, o desde debajo de la mesa, me gritan. Algo me agarra un pie. Miro. Acurrucado debajo de la mesa, abrazando una botella, un vaso y un cenicero lleno, un tipo –huesos, algo de piel, ojos de sapo- me mira desafiante pero asustado —. No deschavés, gil. Hace rato que estoy aquí, es como si la mesa fuera mía. Si te sentás con cuidado podemos charlar, de paso vigilás. Cualquier cosa mové el pie derecho.
— Oime, esqueleto gordo, Traigo mis propias pálidas, compañeras de una vida. Sé quién sos. Te veo y no siento emoción alguna. Como no quiero faltarle al tango, si tenés una cruel confesión y me hacés lugar, te escucho -. Hago una señal y en un momento nos preparan el piso, con botellas nuevas, ceniceros limpios, una picada. La luz, al principio no veíamos un carajo, pero desde otro bar nos aportan un candil.
Percha vacía me mira fijo. Comienza.
— ¡Se me ha ido, che! Sólo tres años duró lo nuestro. ¡Bah, lo nuestro! ¡Yo aporté laburo, tres changas, algunos choreos, la latita en la escalera del subte! No digo que la tenía como reina, pero con los préstamos que pedí, unos meses sin fumar, pudo presentarse sin vergüenza en la pista del Social y Deportivo, se ganó el Mireya de oro y un contrato como bailarina del Pindonga Tango Ballet. ¡Qué orgullo, che! Brillaba en la pista. Bueno, dicen. Yo nunca pude verla. A las cuatro largaba el puesto de sereno, corría a casa, limpiaba todo, preparaba la comida y a eso de las seis, cuando sentía la puerta del coche que la traía hasta la casa, saludándose a los gritos con los tipos, le servía el plato. Entraba tarareando y bailando, comía y se metía en la cama. Después te cuento, me decía y quedaba frita. Cuando al anochecer yo volvía del lavadero de coches, me esperaba el cartelito. "Sinforoso: El churrasco más a punto, no me gusta seco. La ensalada sin vinagre. Cambiá las sábanas. Después te cuento". Nunca me contó.
— Yo no me quejaba, che. Gracias que la veía, dormida. Algo de celos, sí. "Tontito", me decía mientras se pintaba los labios, agarraba la cartera, me tiraba un piquito, "No te valorás, no sabés cuánto valés. Dale, Sinfo, no te olvidés de plancharme la camisa".
Cuando tuve el accidente pedí permiso en el depósito, compré unas flores y corrí a casa. Vamos, a los alaridos en la cama, la ropa tirada por todos lados, el tipo jadeando, eso de que era una visita social no te lo cree nadie. Pero me pasé. Perdí la cabeza, o sea la perdió él, papilla se la dejé con el cenicero de mármol que me prestaron por un tiempo en la mansión de Olivos. Yo, a cafúa. A ella la echaron del Club, me hicieron fama de malevo posesivo que en cualquier momento volvía, Todos le rajaron. Al final, pobre mujer, sola, indefensa, se fue con el hombre que la supo seducir. ¿Vos la culparías?

Y, si acaso algún día quisiera volver a mi lado otra vez, yo la he de perdonar.
Si por celos a un hombre se puede matar se perdona cuando habla muy fuerte el querer a cualquiera mujer.

Ahora dicen que me está buscando. Lo echo, echo está. Además, tengo miedo. Tengo miedo de su llanto atrapante como su risa. La quiero como a mi madre pero me sobra bravura. Si golpean a la mesa, no digas que estoy.
§

Me partió el corazón. Ya no le quedaba para mucho. Allí mismo, debajo de la tercera mesa a la izquierda, lo miré.
Este amor no merece morir así, pensé. Decidì; este amor no va a morir así, en el anonimato. Le compré ropa nueva (la vieja la puse en una canasta que decía "Venia con esta ropa"), Lo empaché de inyecciones: calcio, yodo, multivitamínicos, lo dejé como para tirar un tiempito más, con cenicero nuevo y limpio, tinto berreta pero de marca, lupines, Todas las noches iba al almacén del gallego. Siempre el mismo verso, me decía.

Y si llama ella no le digas que estoy. Di que me he ido.
Pero, ¿Vendrá alguna vez? Decime.

Con el puré de vitaminas impedía que se fuera, por unos días. La noticia se corrió. Cada vez venía más gente. Lloraban, aplaudían, nos pedían autógrafos. Hice acordonar un caminito alrededor de la mesa, Se vendían fotos, ceniceritos de mármol con foto de Sinfo. Como con el glacial Perito Moreno, ya tenía fecha de derrumbe. Llegaron contingentes de turistas, tuvieron que cerrar Paseo Colón.
Pero el Sinfo ya estaba en las últimas. El gallego lo trasladó a una piecita interior. Unas mesas, un caminito pegado a la pared, reproducía a escala la escena original, en la que –dicen- De Niro protagonizaba la película que estaban filmando.
En el escenario íntimo, sólo él, respirando trabajosamente, un médico, el gallego y yo. Y los espectadores, claro, no más de 50 personas por función, De repente. la puerta se abrió Una mujer asoma tímida. No encuentra a quien busca. Pero Sinfo, desde debajo de la mesa, grita "¡Maricarmen!
¡Que momento! La emoción nos embargaba. "Por fin llegaste. Te esperaba. No quería irme sin entregarte la camisita, bien planchada", dijo él.
La premio Mireya de Oro, bellísima, lloraba en brazos del Sinfo. "No me dejes sola" suplicaba, mirando a las cámaras.
— Esa ropa… espero que te haya alcanzado la plata que todos los meses te depositaba en la cuenta, no quería que pasaras penurias por mi ausencia.
— No te preocupes, querido Sinfo, no te vayas, quedate conmigo, yo te cuido en el tiempo libre.
— Ya es tarde, Maricarmen, me estoy yendo.
— Entonces no te olvidés de dejarme las cuentas bancarias, los derechos de publicidad, venta, comercializació n de las fotos, ceniceros, discos y cds y todas las novelas, crónicas y películas basadas en tu historia. Casualmente aquí traigo un documento, firmalo y listo. Quiero que te vayas tranquilo, yo acá cuido tu memoria.
— Todo lo que quieras, mi amor, mi ensueño. Vamos que no queda tiempo-. Sinforoso se incorporó trabajosamente. Apoyado en Maricarmen, que tenía fuerzas para todo, se acercaron a un armario. Sinforoso extrajo de entre sus ropas una llave con la que abrió el candado. Le entregó la llave a Maricarmen, emocionada hasta la taquicardia. Del armario Sinforoso extrajo una caja con cerradura, la abrió. "Vení Mireya", le dijo a la mujer "Acercate que quiero que seas la primera en ver". La tomó del hombro y los dos se inclinaron sobre la caja.
El disparo nos sobresaltó a todos. Maricarmen miró extrañada a Sinforoso. El segundo disparo convirtió la sorpresa en terror. Después no expresó más nada, sólo la inexpresividad de la muerte. Sinforoso giró poniéndose de frente a nosotros, con Maricarmen colgando como un trapo de su brazo izquierdo, En la mano derecha tenía el revólver de la sorpresa.
— Creí que ya no llegaba a verla. La esperé, en noches interminables tratando de imaginar su actitud, y mi decisión. Soñaba que me pedía dejarla morir conmigo, ningún comentario sobre plata. Estúpido. Yo mismo me decía estúpido. Porque la otra actitud que imaginaba fue la que se dio: Dejá la plata, Chau. No importa. Aguanté. Me cobré. Ahora, supongo que debo pagar.
Se colocó el caño del revólver en la boca y disparó.
§
Regalé mi mesa, me despedí del gallego. Ya no iba a volver. Sinforoso me hizo recuperar la fe en los valores humanos. Miren que esperar no sé cuánto tiempo para terminar sin deudas un conflicto amoroso, poner cada cosa en su lugar antes de dejar el mundo de los vivos… Si eso no es amor, que me tiren los perros.


© Carlos Adalberto Fernández

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