jueves, 31 de enero de 2008

LA VITROLERA

—¿Me hacés un favor, pibe? —dijo el tipo que acababa de pararse delante mío. Yo también estaba parado, como todas las noches, espiando por las ventanas del local de baile "Música y mimos", sin animarme a entrar.

—Te doy una propina si entregás esto a alguien — dijo. "Esto" era un enorme ramo de rosas. Me lo puso delante, para calcular si me quedaba campo de visión. Algo veía –tengo 13 años pero no soy tan chico—. Entrar al baile... Yo soñaba con eso, con ver a esa gente elegante, de risa fácil y deslumbrante, flotar, girar, volar por la pista, hacerme soñar. El local en Alem 400 o 500, plena recoba, Babel comercial de día, bacanal desenfrenada por la noche. Dijo propina, me pareció.

—¿Qué propina?¿Para qué?

—Tenés que darle este ramo a Antonella, la vitrolera. Y una carta —me explicó—. Yo todavía estaba oscilando entre el deseo y la vergüenza. El aprovechó. Me enderezó el cuello de la camisa, me peinó con un diminuto peine que extrajo de un bolsillo, me levantó el pantalón, me dio el ramo y me puso la carta en un bolsillo. Comprobó el resultado, estaba presentable.

—¿Señorita qué?¿Por qué no va Ud.?¿Y la propina? Tenia más preguntas, pero por ahora me alcanzaba con las hechas.

—Antonella. La más linda de la orquesta. Yo no voy porque... me da vergüenza. Se van a burlar, un grandote con un ramo. Quiero impresionarla bien. Dale, te espero aquí con la propina.

Entré sin titubeos y encaré al grandote que siempre me prohibía acercarme a la puerta. El ramo me protegía. —¿La señorita Anto....?

—Arriba. Al lado de la vitrola. No toqués nada.¡Anto, un admirador!

Todos en el salón me miraban, se reían. Por una amplia escalera se accedía a un tablado alto abierto a la pista. Subí mas rojo que las rosas. Antonella ya me esperaba. Le entregué el ramo, ya no tenía cómo ocultarme. Antonella me miraba fijo, yo como estatua.

—¡La carta!¿no te dio una carta? —por fin me gritó en voz baja—. Se la entregué y volví a mi pose. Ya no me estaban mirando tanto, dedicadas al ramo y la carta. Las chicas de la orquesta eran como diez mujeres, jóvenes, muy decoradas, cacareando sin parar. Algunas dejaban ver "sus encantos" (creo que se dice así). Yo ya sabía de eso, de espiar a las mujeres de la pensión cuando se bañaban, pero nunca los tuve tan cerca.

—¡Que rico chico!—, decían, acercándose y pellizcándome la mejilla —decile que se quede, Anto, necesitamos un cadete—, agregaban, sonreían, yo sonreía como un estúpido.

Antonella garabateó algo en la carta y me la devolvió —Dásela al Sr. Humberto y esperá contestación— dijo, tierna, dándome un cachete y una moneda. Me jugué: recorrí la pasarela femenina, con mi mejor sonrisa. Conseguí ocho besos y dos monedas. Descendí triunfante la escalera. El ropero me abrió la puerta. Iba a dejarle una moneda, pero recapacité.

—Dale, dale! —el tipo me arrancó la carta. La leyó, garabateó y me la devolvió. Me la arrancó de nuevo—. Decile que no voy a faltar —No me moví hasta recibir las monedas. Me pesaba el bolsillo. Entré, entregué un "dice el Sr. Humberto que no va a faltar", salí y me fui a casa, tintineando como un cascabel. Hoy la vieja no se va a cabrear.



La noche siguiente yo ya estaba en la puerta cuando él llegó. Entramos juntos. Ni lo saludé al bisonte. Escondete, me dijo Humberto. Primero fui a visitar a las chicas, que me mimaron, me dieron masitas, pero minga de monedas. Pero paciencia, soy joven, eso para cuando sea "cafishio", como dicen en la pensión. Después busqué a Humberto, que estaba con Anto, en una mesa cerca de las columnas. Me aburrí: cuchicheaban, se miraban en silencio. Lo esperé a la salida, caminamos juntos hasta las vías. —Gracias, pibe, por el favor —me dijo al despedirse. Me enteraba más en el piso de la orquesta: estaban muy enamorados —decían—; un poco precipitados, como todos los jóvenes. Cuando Anto habló de irse, en el trabajo se enojaron.

Esa noche entré —tenía entrada libre, como cadete de la orquesta— y me ubiqué cerca de la mesa que siempre ocupaban.

—Si no te dejan ir nos escapamos, qué importa —decía apasionadamente Humberto—. Transformo el café-bar de la cortada en una whiskería. Vas a tener que seguir trabajando un tiempo —vamos a hacer la clientela con los que tenés aquí—, pero con tres o cuatro gilas que enganchemos te pongo de ejecutiva—. No era un gran cambio, pensaba Antonella, pero por lo menos me salvo del servicio gratis al grandulón. Con el Beto es diferente, es tan lindo.

—Nos vamos, pibe —me decía Humberto, mientras caminábamos bajo un cielo oscuro y tormentoso—. Por fin se me hizo, tanto tiempo. La plata para el local la mejicaneo este viernes, ni sabrán quién fue. La Anto es una bestia de trabajo, gusta y está muy metida, yo sabía que iba a entrar.

Nos separamos al llegar al terraplén. Me quedé mirándolo cruzar las vías, por entre los vagones abandonados. Dónde está el romanticismo, pensaba yo. Un silbido me alertó. No sé por qué me pegué contra el árbol. ¡Humberto!, gritó alguien. Humberto se dio vuelta. Del vagón asomó alguien con un cuchillo, que buscó la espalda del pibe. En un instante eran tres los que se ensañaban, bajo un fondo de alaridos, que luego fueron gemidos, luego silencio.

Me aferré al árbol cuando los tres asesinos pasaran a mi lado, comentando.

—Se creía que me podía soplar a mis putas y yo tan tranquilo —dijo el que parecía el jefe, un grandote, parecía.

Cuando se alejaron, con mucho cuidado, me acerqué al cadáver. Los ojos muy abiertos, como buscando algo. Lástima. Un muchacho tan emprendedor, pero —claro— la competencia era feroz. Pobre, capaz que la quería a la Anto.

—Pobre Anto, capaz que lo quería al Humberto — comentaban en la orquesta—. También, se fue de boca. Andaba ofreciendo puestos a todas. Voy a ser madama, decía.

—Bueno, me equivoqué, el pibe me hizo el verso pero no pudo ser. El patrón no me fajó "para no arruinar la mercadería". Pero al menos me aumentaron la comisión, para que no me vaya —se consolaba, en las charlas, Antonella.

Muerto el perro... todo volvió a la normalidad, las sonrisas de neón, la alegría en burbujas. Yo seguí de cadete pero de mimoso nomás. Para cafiolo, me di cuenta, me faltaban estudios.

Por algún tiempo se podía encontrar a Antonella sollozando en algún rincón. Un tiempo.



--
Carlos Adalberto Fernández

¡DON NICOLÁS QUE NOS LA DAS !

Aquella mañana la tertulia del casino de mi pueblo estuvo más animada de lo normal. Don Nicolás, a quien ya supongo que conocen ustedes de otras historias de Villabermeja traídas por aquí, había bajado del cortijo a arreglar algunos asuntillos pendientes en el ayuntamiento.

Como es normal por estos pagos, la mesa que suelen ocupar los señores agricultores está situada en lugar privilegiado: junto a la ventana situada frente a la entrada del mercado.

-Buenos paisajes –solía afirmar Don Nicolás.

La frase iba acompañada de una sonrisilla libidinosa provocada por la zagala de turno que, cesta al brazo, pasaba en ese preciso momento camino de la compra diaria. Era entonces cuando, por una vez al día, don Nicolás sentía hervir por sus venas una sangre desvaída que, en el resto de la jornada sólo encontraba en la horchata su más cercano elemento de comparación.

Esta mesa, como puedes adivinar, amigo lector, es testigo privilegiado de todos los aconteceres locales y nacionales. Aquella mañana pasaron por ella varios de los temas humanos y divinos de más rabiosa actualidad. Ésta, contemplada desde aquellas mentes privilegiadas por la diosa Fortuna, que no por la sabiduría, era vapuleada con toda la fuerza de que son capaces unas cabezas expuestas miles de horas al sol.

Y como una cosa es predicar y otra dar trigo. Al hablar de temas económicos la sangre se le subía a la cabeza a don Nicolás en menos que canta un gallo. Así que nuestro amigo, cuando llegó la dolorosa –le tocaba pagar la ronda-, allá que soltó su perorata. Que para eso llevaba rumiándola más de dos semanas. Desde su última trompa en el casino, para ser exactos.

-Si yo, viejo agricultor andaluz, les dijera que el señor Pascual, el catalán ese canoso y de ojitos tipo puñalada trapera, me cae bien…

-¿El rojo ese? –preguntó don José Antonio, más próximo a los principios fundamentales del movimiento y a aquello de que somos una unidad de destino en lo universal que a cualquiera de las veleidades autonómicas que nos regaló la democracia.

-Bien que lo bautizó su padre con ese nombre, don José Antonio –interrumpió irónico el señor Concejal de Hacienda, que por mor de su cargo, y a pesar de ser de izquierdas, era admitido en la tertulia con profundo pesar de más de uno.

-Pues sí señores. Me cae bien y, además, me da en la nariz que es de los pocos políticos sensatos que hay. Lo que pasa es que la gente siempre anda buscando tres pies al gato. Y así, claro está, nos va como nos va.

En aquel momento no se produjo una revolución nacional-sindicalis ta sobre la marcha porque, al fin y al cabo, quien más, quien menos, tenía sus trampillas con don Nicolás y no era cuestión de despertar sus instintos recaudatorios. Así que amigos y deudos prefirieron morderse la lengua en aras de seguir ocultando más de una conducta poco ejemplar. Que más de una vez los malos humos de don Nicolás se habían destapado sacando a relucir, a plena luz del día, las deudas de sus contertulios. Y como algunas procedían de cercanas noches de picos pardos en la capital, no era cuestión de que brillasen en todo su esplendor ante oídos que más parecían lenguas viperinas propias de la prensa del corazón, ustedes me entienden. Que las parientas son las parientas y una canita al aire no tiene por qué volar más de lo debido…

-¿Y dice usted que le cae bien un tipo que, además de rojo, es nacionalista? –insistió incrédulo don José Antonio.

-Verán ustedes, resulta que hay gente que lo único que quiere es sacarnos los cuartos, gente que vive del cuento sin dar un palo al agua y luego viene protestando porque quiere más, y más, y más... vaya, que no se hartan ni en un verde, como decimos por el pueblo.

-Hombre, visto así… -concedió don Domingo, famoso en la villa por tener el puño más apretado que los dientes de un tigre sobre una tierna gacelilla.

-Pues bien mirado, lo mismo dice el señor Pascual –continuó don Nicolás-. ¿Que ellos son más ricos que los demás? Pues para eso han conseguido que miles de andaluces y extremeños se largaran para allá cuando aquí, nosotros, con visión de futuro, invertimos nuestros capitales en empresas radicadas en Cataluña. ¿O no?

-Dinero llama a dinero, don Nicolás –concedió, aunque a regañadientes, don José Antonio.

-Ahí le duele al gobierno –se envalentonó nuestro cacique-. Miren ustedes, yo vivo de mi cortijo y de unas faneguillas de tierra de nada. Y entre lo que saco de los olivitos, el monte bajo y el secano me costeo el lujo de decir que no necesito nada de nada. Entonces… ¿a cuento de qué tengo que pagar impuestos?

Como de criticar al gobierno se trataba -deporte nacional por excelencia que todos dominamos y practicamos- , la unanimidad amenazaba con hacer de aquella la más aburrida de las tertulias.

-Bien dicho, don Nicolás. Que ya está bien de tanto paro y de tanta educación para esa gente –olvidó don José Antonio las veleidades pro-catalanistas de su amigo mientras señalaba al líder local del Sindicato de Obreros del Campo, que tuvo la desgracia de pasar por allí en ese momento.

-Que luego –ratificó don Domingo-, aprenden a leer y escribir y lo primero que se les ocurre es hablar de aumento salarial, de convenios y de toda esa parafernalia que nos ha traído la democracia.

-Pues lo mismo pensará don Pascual, pienso yo –continuó don Nicolás su marcha triunfal-. Que cada perro se lama su herida. Y a quien Dios se la dé, san Pedro se la bendiga, que ya lo dice el refrán.

-Menos impuestos y más trabajar –ratificó don José Antonio-. Que ya lo he dicho miles de veces: con tanta democracia se fusila poco en este país.

En ese preciso instante, el reloj de las casas consistoriales sonó anunciando las dos de la tarde. Aquellas campanadas resonaron en las cavidades del cerebro de don Nicolás despertando alguna de las neuronas que deambulaban por aquellos vírgenes prados. Miró su reloj y, momentos después, le llegó limpia, sonora y elocuente una voz familiar:

-Don Nicolás, antes de cerrar las dependencias municipales, a ver si tiene usted tiempo de llegarse un momento por la Secretaría del Ayuntamiento –invitó el señor Concejal de Hacienda con su mejor voluntad.

-A pagar más impuestos ¿no?

-Pues no señor. Se trata de que hay que completar unos datos para la solicitud de algunas subvenciones que tiene pendientes de cobrar. Que con las ayudas de la Comunidad Europea por sus tierras de olivar, más las que recibe por colocar paneles solares en el señorío, más lo último que le han dado en el Ministerio de Agricultura por los olivos que secaron las heladas de este invierno… algún documento se debió traspapelar –explicó no sin cierto sonsonete cargado de ironía…

-¿Quién habló, que la casa honró? –la frase vino de una mesa cercana. Un viejo médico de cabecera, conocido por su republicanismo histórico, sonreía ladinamente mirando al techo mientras concluyó-: que ya lo dice el pueblo: la avaricia es como el fuego, cuando más leña se pone, más arde.

Dicen que don Nicolás estuvo más de dos meses sin pisar el casino local.



Manuel Cubero

miércoles, 30 de enero de 2008

Georgie

Georgie, se llamaba. Vivía, como yo (como mis padres y yo) en una pensión señorial de un edificio de Corrientes y Alem, plena esquina, vista al centro.

Viejo inmueble de departamentos de categoría, se había transformado en varias pensiones familiares administradas por propietarios venidos a menos.

La dueña de donde yo vivía había heredado el departamento y –con una jubilación decorosa y los alquileres- lograba un ingreso que le bastaba. Se daba el lujo de seleccionar cuidadosamente a la clientela: un peletero, un bodeguero una familia venida de Mendoza, esperando la finalización de su casa en V. Devoto, y Georgie.

Georgie era –especialmente para un chico de trece años como yo, en el mil novecientos cincuenta y pico- increíble. Alta, delgada, siempre elegante, distante. De lujo. Con una piel que le daban sus fines de semana al aire libre ("me voy al club", decía el sábado a la mañana, "vuelvo el domingo por la tardecita"). Con una suficiencia que daban sus salidas nocturnas de martes y sábado, prudentes pero infaltables (siempre se iba en coche, siempre un coche la dejaba en la puerta). Con un dominio del lenguaje que sólo da una educación superior allá, en su Santa Fe natal o en el exterior y que la habilitaban para su actual puesto de secretaria ejecutiva (diríamos ahora) en una importadora- exportadora. Estaba en la pensión, en Buenos Aires, de laburanta, en camino para algún lado más acorde a su categoría y su espíritu. Y –posiblemente- a su edad, 30 y pico, de creer en los comentarios, cuando ella no estaba, de los pensionistas.

—Ya le queda poco tiempo —comentaban—. Soltera a esa edad es peligroso. Cada vez va a tener menos para ofrecer.

Nunca me gustaron las viejas chismosas de la pensión. Besito besito y arrancaban sin compasión la piel del ausente. Para mí no había jovencita alzada que no se evaporara cuando Gorgie estaba presente. La chica de la familia de Mendoza, doce años, si podía, le mordía la yugular ahí, justo, donde yo soñaba darle un beso.



Tal vez, algo de razón tenía mamá, cuando le musitaba a papá: mandalo a jugar al nene, que ya se le está cayendo el mentón mirando a esa.



Gorgie me ignoraba. Yo tampoco hacía mucho por dejar de ser invisible. Me contentaba con observarla en silencio, admirándola, preguntándome dónde estaba, porque nunca parecía estar, su mente, donde estaba, siempre de paso.

Un día, a la tardecita, todos juntos compartiendo un mate ritual, yo paveando, una vieja dijo:

—Se está poniendo grande, Carlitos.

—Ya tiene 13 años, casi un hombrecito —mi vieja, hinchada de orgullo, aprovechó.

—Está pegando el estirón, las chicas se van a pelear por él —apoyó otra. Siempre odié a las viejas chupamedias.

Y remachó otra, no se cual:

—Qué le parece, Georgie. ¿Va a ser buen mozo el chico?

Georgie me dirigió la mirada. Yo, tragame tierra. No me miró, quien sabe qué miraba.

—Un hombre, para ser atractivo, debe ser alto, enjuto y prieto —instruyó. No fue uno, fueron tres calificativos que demolieron mis esperanzas de figurar –con el tiempo- en el ranking. Eso, si lograba entender qué significaban enjuto y prieto.

La charla languideció. Una dijo claro, para no quedar mal. Se fueron todos. Sólo yo quedé –y durante años- preguntándome cómo se puede ser un hombre alto, enjuto y prieto.

Nadie entendió. Yo, que vivía observándola, entendí. Era su contraparte masculina. De su mismo linaje. También de paso en la tierra. Y además pintón. Nunca supe si ese era su sueño, o sólo un recuerdo melancólico de algo que quién sabe si alguna vez fue.



Un día, repentinamente, dijo;

—Me voy. Vengo a despedirme. Después mando a buscar mis cosas; ahora me llevo lo íntimo —. Un hombre calvo, gordo, que irradiaba poder y riqueza, la acompañaba y se la llevó, en un coche insolente.

No supe si alegrarme por vos, Georgie. Si llegaste o seguís de paso.



En cuanto a mí: ¿alto, enjuto y prieto?

Nada que ver. Ni lejos.

Carlos Adalberto Fernández

martes, 29 de enero de 2008

DESAFIO

Recuerdo una vez cuando como Miguel un joven maestro, quería demostrar que se podía llevar el mundo de sus alumnos por delante, el no sabía que yo era uno de esos alumno que se quería llevar el mundo de sus maestros por delante.
El me dijo con voz de sargento -Sagardía venga frente al pizarrón-
-No me haga eso, no me avergüence creo que no es bueno- le dije.
-¡Venga mierda? Escriba; no debo hablar en clase- replico él.
Escribí 26 veces y el timbre sonó como salvador, mi rostro enfriándose lentamente soltó la tiza. Mientras el rostro de Miguel se quemaba por la bronca.
Queriendo salir corriendo del lugar, Miguel se quedo en el aula y para evitar mi salida al recreo me sostuvo del guardapolvo.
Cuando todos salieron comenzó mostrarme cuan rudo podría ser, pero el no sabía cuan rudo era yo.
Yo era uno de esos que se llevaba el mundo de los maestros por delante, pero había que comenzar por hacerle perder los estribos, para que no piensen bien.
Y fue así como poco a poco Miguel comenzó a llevarse mi mundo con su enojo.
Nos encontramos con miradas desafiantes, éramos dos que se querían llevar el mundo del otro por delante.
Su mundo era más pesado que el mío, pero lo liviano del mío me hacía ágil, así que con mi mundo podía moverme más rápido.
Comencé a llevarme su mundo de un lado a otro después de haberle tirado el borrador en la frente. Él me había golpeado en la mano y la cabeza con la regla de metal que guardaba en su escritorio, lleno de ira corrí hasta el pizarrón y con fuerzas de un muchacho me volví un gigante defendiendo mi mundo y le lance el borrador, haciéndo caer su mundo gigante, que en el suelo, se veía pequeño y lleno de sangre.
Éramos dos que nos queríamos llevar el mundo del otro por delante, sin querer rendirse ante el peligro que tenía en frente.
Un mundo dictador detrás del otro, tratando de alcanzar sus pies, unos pies llenos burlas e ironías, cargados de risas y carcajadas.
Un mundo que se desmayó de tanta sangre que junto con el corría sin darse cuenta que en cualquier momento sucedería.
los dos mundos se detuvieron.
Eran dos que se querían llevar el mundo del otro por delante. Uno murió, y ya no había mundo que llevarse.
Dos mundos que quedaron muertos por que ya no había desafíos.
Frente al pizarrón se escribe. No es bueno hablar en clases por que sino alguien muere.
"Amaos los unos a los otros con fraternal amor"
"Que bueno es, que los humanos vivan juntos y en armonía”.
Juan Ricardo Sagardía
SANTOAMOR

Reglas establecidas

-Sólo le pido un poco de bondad señora, por usted, por sus quejas infundadas voy a perder el trabajo...



Marcos López, el encargado de un coqueto edificio de un barrio de clase alta, intentaba conciliar con la gruñona del 8vo piso. Desde que esa mujer había enviudado hacía cinco años, su vida era un caos; problema tras problema era todo lo que escuchaba de la amargada y pudiente mujer. No sabía por qué extraño mecanismo esa “gentil” señora casada se había transformado en esta fiera agriada y molesta del presente. Todo le molestaba: si la luz del palier quedaba prendida, si eran las seis y cinco minutos y él no estaba en la entrada del edificio y miles de pequeñeces más.

Pero lo peor para el empleado era cuando encerando los pasillos y puertas del piso de la viuda en cuestión, ésta tenía la maldita costumbre de dejar entreabierta la puerta –según ella por su problema de claustrofobia; López estaba seguro que lo hacía para espiarlo cuando hacía sus quehaceres. Esto, si bien era molesto no era lo peor ya que la dama en cuestión “Vaya a saber si por arteriosclerosis o qué” pregonaba a diestra y siniestra que él la espiaba abriéndole la puerta, seguramente con alguna copia que tenía – incluso, llegó a decir, que estaba casi segura de que le faltaban valiosos objetos de su departamento.

Las quejas fueron en aumento de tal manera que se buscó conciliar ambas partes; buena parte del edificio confiaba en López pero la mujer tenía varias propiedades más en el inmueble, por lo tanto su influencia era grande.

El pedido del Consejo de Administració n fue muy claro: López sólo limpiaría el pasillo de la señora cuando ésta durmiera la siesta y en ese intervalo la señora estaba “obligada por las reglas de convivencia establecidas” a mantener su puerta cerrada con llave. Era la última oportunidad para el encargado, si existían más quejas, debería ser despedido.



-A mi no me interesa ni usted ni la supuesta enfermedad de su mujer López, usted es un empleado y debe respetar las reglas de subordinación al propietario: yo le pago el sueldo ¿entendió?

Allí terminó el intento de comprensión con la mujer por parte del encargado.



Esa tarde –como lo hacía de acuerdo a las benditas reglas establecidas –enceraba el piso, cuando sintió el chirrido de la puerta de servicio de la mujer.

Ahogando un insulto al recordar que era el franco de la mucama se apresuró en su tarea para no chocarse con la vieja insufrible.

Allí la vio.

La mujer se deshacía en el intento de un gesto de súplica, alargaba su brazo derecho apoyando los dedos en el picaporte en tanto su otro brazo señalaba el pecho; apenas podía gemir.

Era obvio que estaba sufriendo un ataque cardíaco –ya había tenido dos preinfartos.

López observó la escena de súplica: él podía salvarla y ella le debería la vida.

Se acercó a la puerta y le tomó la mano que estaba apoyada en el picaporte, con ternura la retiró; luego le cerró la puerta en las narices ante la desesperada mirada de la mujer.

-Respetemos las reglas establecidas señora. Hay que convivir.

Y siguió con su tarea.





Liliana Varela 2008

__._,_.___

domingo, 27 de enero de 2008

El ascensor

-Buen día –le dije peinándome las cejas con los dedos gordo y
chiquito.
-Buen día –me respondió sin levantar la vista.
Su diminuta pollera y sus largas piernas cubiertas con medias
de red me hicieron pensar que le gustaba la joda, pero no quise
empezar a pensar pavadas.
-¿Te acerco? ¿Qué piso te queda bien? –dije y me lustré el
zapato en el pantalón.
Ella se mordió el labio disimuladamente como diciendo: "¡Qué
pedazo de marmota!".
-No, está bien. Ya apreté.
-Ah, bueno. Qué suerte la tuya –le dije y no pude aguantar la
carcajada-. Disculpá, me la dejaste picando.
Pulsé el botón del sexto y suponiendo que no iba a querer
conversar, me puse a chiflar demostrándole que no me importaba.
No habían pasado ni dos pisos, cuando el ascensor se detuvo.
-¿Qué apretaste picarona? –le dije con mirada cómplice.
-¡Yo no apreté nada! ¿Qué voy a apretar? –dijo haciéndose la
disimulada.
-No sé. Algo tenés que haber apretado. No se va a parar así
porque sí. ¿Qué es lo que te proponés?
-Corrasé, pedazo de pelotudo. Lo último que quiero es estar
acá con usted –dijo y comprendí el tipo de juego que quería jugar.
Anda cada loca suelta...
Se acercó a la puerta y empezó a tocar todos los botones.
Al tenerla cerca, no pude evitar percibir su perfume.
-Mmm. ¡Qué rico! ¿Qué es María Estuardo?
-¿El qué?
-El perfume.
-Callesé. Hágame el favor. ¿Qué se piensa? ¿Qué está en un
boliche? ¿No se da cuenta que nos quedamos encerrados?
-Sí. Ya veo. Culpa tuya. Que no sé qué habrás tocado. Ahora
aguantatelá. ¿Yo qué querés que haga?
-Nada, no quiero que haga nada. Pero por lo menos quedesé
callado, alejesé de mi lo más posible y no me haga poner más
nerviosa –dijo a los gritos.
-¡Qué carácter! –dije en voz baja para evitar el cachetazo-.
Mirá. Quien sabe cuantos días vamos a pasar acá adentro. Así que
mejor llevémonos bien. ¿De qué signo sos?
En ese momento ella perdió la poca compostura que le quedaba
y empezó a tocar el botón de la alarma en forma intermitente, a la
vez que gritaba: "SOCORRO, AUXILIO, QUE ALGUIEN ME AYUDE".
Ahí me di cuenta que la cosa venía en serio. El ascensor no
se movía ni para atrás ni para adelante.
-SÍ. A MI TAMBIÉN –grité para que viera que yo no era su
enemigo, que estaba a su lado y que la iba a apoyar hasta el final.
-¡PERO SERÁ POSIBLE! –seguía gritando y pateando la puerta.
Saqué un pedazo de pastafrola del maletín y le encajé un
mordisco. Mi ansiedad por devorarme esa deliciosa confitura me hizo
olvidar que estaba acompañado.
-Uy. Disculpá. ¿Querés un cacho? La hizo mi mamá. Caserita,
caserita –le dije ofreciéndole el último mordisco.
Ni siquiera me contestó.
-Ahora es otro cantar –dije y me limpié las migas del bigote
con la manga.
Con la panza llena, empecé a gritar con más energía.
-SOCORRO. AYUDENNOS. ESTAMOS ACÁ EN EL ASCENSOR. SOMOS YO Y
UNA SEÑORITA. ACÁ EN EL ASCENSOR. NOS ESTAMOS AHOGANDO. ACÁ EN EL
ASCENSOR DE ESTE EDIFICIO. HELGUERA 753 ENTRE MORÓN Y VALLESE.
-Callesé. Ridículo. Ya saben que estamos en el ascensor. ¡Qué
novedad!
Por lo visto, la única que podía gritar era ella.
-Perdoná. Estoy un poco nervioso. No te lo quería decir para
no preocuparte. Pero soy claustrofóbico.
-¡La puta madre que lo parió! –lo único que me faltaba.
-Me falta el aire. Me ahogo. Se me bajó la presión. Estoy
mareado.
-Siéntese.
-Sí. Mejor. ¿No me abanicás un poco?
Sacó una "Gente" del bolso, se sentó a mi lado con las
piernas cruzadas como provocándome y empezó a darme aire.
-Ahhhh. ¡Qué lindo airecito! Gracias. Sos muy buena conmigo.
No me voy a olvidar nunca lo que estás haciendo por mi.
Miré mi reloj. Había pasado media hora.
-AYUDENNOS. QUE EL SEÑOR QUE ESTÁ ACÁ ES CLAUSTROFÓBICO –
grito mientras con una mano me abanicaba y con la otra pateaba la
puerta.
-Menos mal que estamos juntos por lo menos, ¿no? De a dos se
hace más llevadero.
-Sí. No sabe cuanto me alegro. La puta madre que los parió
¿qué mierda esperan para sacarnos?
Habría pasado media hora más. Yo seguía sentado. Ahora con
una terrible descompostura. Como por obra de magia, el ascensor
retomó la marcha.
-¡Por fin! –dije. Y al levantarme de golpe, se sintió un
repiqueteo que no era de tambor. Segundos después, un aroma que no
era a sahumerio invadió la totalidad del ascensor.
La señorita puso cara de repugnancia y mirándome fijamente
dijo: "Usted es la persona más desagradable que conocí en toda mi
existencia".
Dicho esto, se fue de mi vida para siempre.
Ya pasó casi un año desde aquel día y todavía no se me fue la
bronca. De no haber comido ese guiso de lentejas, ahora tendría novia.

Emiliano Almerares

lunes, 21 de enero de 2008

FLACA

Cuento)

Me miró, pero esa contemplación no era indicio de situación
para
preocuparme.
No eran sus formas las que estimulaban mis apetencias. Debía buscar
en otras causas las verdaderas razones por las que me sentía
atraído. Tal vez, revisando un poco más mis impresiones podría
encontrar una correcta clasificación para este afecto. De todos
modos, ésta era una cuestión irrelevante. No todos empiezan a
indagar con minuciosidad cuando experimentan alguna emoción
particular.
Ella seguía observándome sin poder comprender lo que pasaba, ni
tener idea de las cavilaciones que entretenían mis pensamientos.
Su piel era frágil. Demasiado blanca y sensible. Una suave presión
la ponía al rojo, aunque recuperaba el enfermizo color original
cuando cesaba el contacto.
Olía bien. A frescura o algo especial parecido. Sus brazos eran
débiles. Las piernas muy delgadas. Los fláccidos glúteos
colgaban de
su cintura con formas poco graciosas. Parecían guirnaldas alargadas;
esas que se colocan en el árbol navideño como relleno a los
verdaderos elementos decorativos. Sus senos, muy pequeños y
aplastados, no permitían desplegar ninguna fantasía. Había que
poner
mucha voluntad para experimentar la sensación carnívora e
instintiva
de querer penetrarla con urgente deseo. Tal vez no sea esta la forma
correcta de expresar la ansiedad posesiva, pero tampoco puedo
encontrar una mejor. Con tan escasa oferta de buenas formas, esas
que atraen y que gran parte de sus pares tienen generosamente
distribuidas, era imposible imaginar una noche desbordante de
lujuria y placer. Sería preciso disponer de una elevada cuota de
delirio para suponer que, ya sin ropa, aflorarían formas tentadoras
y desconocidas que despertarían el salvaje deseo. No confiaba casi
nada en la posibilidad de esa sorpresa.
Creo que lo que yo estaba buscando era una experiencia única, con
una mujer indescifrable y poco interesante para otros, con la que
podía llevar adelante el proyecto personal de satisfacer mis
apetencias morbosas de humillarla. Esa parte enferma de mi
personalidad me molestaba, pero lograba calmarla ejecutando acciones
de este tipo.

Ahora me miraba con reproche. Tenía sus motivos. Tanto había yo
insistido para conseguir su predisposició n y ahora estaba
distraído, demorando el desenlace.

Me acerqué y la tomé de la mano para llevarla al dormitorio. No
hubo
besos ardientes ni caricias apasionadas. Nunca los hubo. Ambos
sentíamos una atracción apática. Esa que no necesita de las
manifestaciones corrientes que la mayoría de las personas considera
debe darse en estos casos. Los dos entendíamos que nuestro encuentro
era una conducta natural de los humanos, que consiste en disfrutar
del cuerpo del otro entregando el propio. Sé que este punto está
en
rebeldía con el pensamiento ordinario de mucha gente. No obstante,
ambos coincidimos en que las cosas bien podían ser de esta manera y
lo estábamos llevando a la práctica conforme a nuestras
convicciones. Así estaba pactado. Nada nos tentaba a comportarnos
con hipócrita simulación

Comenzó a desvestirse al borde de la cama mientas yo la observaba,
esperando sentir la manifestación corporal necesaria para esa
primera escaramuza sexual.
Debía ser paciente. No era fácil estimularse con un cuerpo
femenino
parecido a un arenque. Imaginé que cuando se quitara la última
prenda tal vez pudiese apreciar un pubis velloso y renegrido,
refugio de un sexo carnoso y ardiente que hospedaría al mío. Hice
mal en pensar semejante estupidez. Era ralo y desteñido. Por su
transparencia se podían apreciar las formas angulosas de los huesos
de la pelvis, apenas cubiertos por una delgada capa de piel.

No soy persona de revertir mis decisiones aunque sentí que, por una
vez, podía defraudar mi estilo. No lo haré -me dije, autoritario-
para despejar con rapidez esa idea.

Me recosté a su lado.
Sin titubear apagué la luz. Era preferible imaginar a ver.

Deslicé mis manos sobre sus hombros para acariciarlos con
delicadeza. Las retiré con urgencia cuando experimenté la
sensación
de estar tocando el arco de una percha.
Cuanto más tiempo pasara, las cosas se pondrían peor. Debía
apurarme. Ahora mi preocupación era cómo tomarla. ¿De qué
forma
manejar a ese Pinocho enjuto?
Mis ochenta y pico de kilos tendrían un efecto poco saludable para
tan frágil organismo.
Indagué su intimidad con poco recato. Noté que estaba preparada
para
recibirme y eso produjo el estímulo esperado.
Me subí sobre ella. Ya dentro, comencé a balancearme con ritmo.
Por momentos sentí crujir sus huesos, sometidos al duro trajín de
la
acción, ahora descontrolada por mi apasionamiento.
Más ruido a huesos ponían música apropiada al desenfreno.
Poco después se terminaron los gemidos y quejidos. Todo se volvió
sereno.
Le dije cariñosamente: ¡Flaca, estuviste fantástica! La ingrata
no
me respondió. Permaneció con los ojos cerrados, sin respirar, para
asustarme.

Jorge S. Ruppel
Junio de 2003

jueves, 17 de enero de 2008

RAMÓN

Ramón -"Madruga" para los amigos-, es analfabeto. De acuerdo con las estadísticas oficiales, mi amigo Ramón, "Madruga" para los amigos, no sabe leer ni escribir, así que, cosas de la suerte, usted no lo encontrará nunca presidiendo una mesa electoral en un caluroso día del mes de junio, ni disfrutando de otros privilegios que tenemos los leídos y escribidos, como él llama a quienes tenemos la fortuna de saber interpretar esos signos llamados letras.

Claro que, en compensación, nunca podrá conocer a través de la publicidad las inmensas ventajas que nos brinda la colonia "Olfmen" en orden a la conquista de la parte contraria, como Ramón llama a su parienta.

Cuando hace unos días salí a pasear al campo, al llegar a unos eucaliptos adiviné en la distancia la inconfundible figura de Ramón, "Madruga". Nada anormal, macizo, tosco, pegado a su cigarrillo de liar y, entre las mínimas volutas de humo, una mirada que se clava inocente en tu rostro hasta hundirse allí donde nunca podrías imaginar.

Deportista convencido, yo iba vestido para la ocasión, traje ligero de ciclista, jinete sobre bicicleta de montaña y porte orgulloso de quien se sabe preparado para la vida moderna.

Sus ojillos, socarrones, me examinaron de arriba abajo como quien contempla al tonto del pueblo.

-¿Un cigarrillo? –ofreció.

-Gracias, Ramón, ya sabe que fumo poco.

Me senté sobre un peñasco e iniciamos una larga charla. Como de costumbre hablamos de la mar, los esteros, la pesca... y de unas nubecillas que apenas esbozaban su presencia ligera y efímera precediendo la puesta del Sol. La punta de su cuchillo salió de entre la hojarasca señalando aquellas hilachas que apenas manchaban el azul intenso de la tarde.

-¿Sabes qué dicen? –su sonrisa se incrustó en mi frente adivinando la respuesta.

-¿Quién?

-Esas –miró fijamente hacia las nubecillas.

-Ah, no sabía yo que las nubes hablasen ya tan de pequeñas –ironicé.

Ramón ni se inmutó ante mi humorada. Ya conocía mis salidas y sabía, además, que estaba muy lejos de cualquier intención maliciosa de esas que se gastan los supuestos listillos con la gente inocente como él. "Madruga" se limitó a hundir de nuevo la navaja en el suelo, fijó sus ojos en ella, la volvió a sacar, la cerró y se la guardó en el bolsillo mientras se levantaba parsimoniosamente.

-Ya sabes que "a quien madruga, Dios le ayuda" –dijo-. Me voy. Las siete, hay que estar pronto en la cama.

Miré mi reloj: las siete.

-¿Tú sabes leer? Yo también –respondió a mi mirada.

-¿Y tu reloj? –pregunté.

-El mejor –contestó señalando un rayo de sol que escapaba entre las nubecillas dibujándose en el horizonte.

-Vaya, hombre. Menos mal que no está nublado, que si no, todo el día es madrugada para ti –continué haciéndome el gracioso.

Ramón me miró con esa cara que pone quien piensa aquello de que "el que ríe el último ríe dos veces". Aunque para mí que ya comenzaba a reírse de mí. O sea, que si no le fallaban sus cálculos, iba a reírse al principio y al final.

-Ah –llamó mi atención mientras recogía los cuatro cachivaches que siempre lo acompañaban-. Que dicen esas –señaló hacia el cielo- que "a gran seca, gran mojada".

-¿Qué quieres decir? –pregunté con una expresión de ignorante que hizo sonreír de nuevo a "Madruga".

-Pues lee allí –señaló al estrecho surco multicolor que comenzaba a dibujarse en el horizonte-: "arco a poniente, amarra la barca y vente". Así que si tanto sabes de letras, aprende a leer también lo que el cielo escribe.

El bueno de Ramón, emprendió su camino de vuelta a casa mientras yo, montado en la "jaca" de montaña continuaba mi camino en dirección contraria. Este Ramón, haciendo honor a su apodo, se acuesta con las gallinas y se levanta con el gallo, me dije sin conceder a sus palabras más importancia.

El caso es que una hora después, entrando por las primeras casas del pueblo empapado hasta los tuétanos, lo primero que me crucé fue la mirada socarrona de Ramón tras la cristalera de la taberna. Se asomó a la puerta y se limitó a gritarme por encima de los truenos:

-¡Eh, Manuel! Cada uno aprende a leer donde le interesa.

Entonces recordé las palabras de Ramón cuando, días antes, sentenció: "más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena". Estaba claro, su casa es el campo.

Y también:

"Asno que entra en dehesa ajena, volverá cargado de leña".


Manuel Cubero

martes, 15 de enero de 2008

" La Viuda "


Todo había terminado. Al fin se sentía completamente libre, dueña de su propio albedrío.

Allí, parada frente al féretro de su difunto esposo, sentía que una paz casi indescriptible se había posesionado de ella.

Cuando le dieron la noticia esa mañana no podía creerlo : su esposo había fallecido de un derrame cerebral generado por una golpiza recibida durante un asalto al salir de su trabajo.

Percibía las voces apagadas de consuelo como si se encontrase dentro de

una botella de vidrio; le llegaban frases sueltas de diálogos ajenos a las cuáles ella parecía responder mentalmente.

--pobrecita —decían— perder a sus padres y su esposo en menos de un año.



¡ Qué sabían ellos sobre lo que sucedía en su interior ! ¡ qué podían imaginar los demás sobre los grandiosos sentimientos de paz y libertad que la embargaban en ese preciso momento !

Nada... ellos no sabían nada de su vida íntima; no conocían cómo había sido su niñez y adolescencia, y mucho menos su matrimonio.

Nueve meses atrás, cuando sus padres murieron en un accidente automovilístico , ella sintió que Dios le otorgaba un regalo bajo la forma de un milagro .

Había sido hija única de un matrimonio formado por una madre docente y un padre médico; sobre ella se había centrado toda la responsabilidad de mantener la honorabilidad y el prestigio familiar.

No se le permitía traer malas notas a la casa, y si lo hacia, éstas eran castigadas con severas reprimendas --que consistían en semanas enteras sin postre, salidas y obviamente la total indiferencia paternal--; en cambio las buenas notas eran premiadas con una caricia filial, un buen postre y por supuesto los halagos de parientes y amigos a los que sus padres participaban prontamente de las novedades. Pero el precio pagado por esos premios era muy grande : no tener amistades, estudiar todo el día, no ir a ninguna actividad social de sus pares, ni obviamente recibir a ninguna relación social --aunque fueran simples compañeros de colegio-- si ello implicaba malgastar el preciado tiempo de instrucción debida.


Sus padres manipulaban su vida entera; cómo obrar, cómo comer, vestirse, "cómo vivir". Inclusive había quedado muy en claro que en la casa era tabú mencionar el tema "novios" o "futuros esposos" ya que ese era un tema que sus padres considerarían tratarlo en el momento que lo creyeran adecuado y por supuesto sin ningún tipo de consulta hacia ella.

Por eso un día su padre trajo a cenar a la casa a un colega suyo que trabajaba en la clínica paterna ; era un médico recibido hacia escasos tres años pero según su padre, estaba considerado como una gran promesa Hipocrática.

Ella se prendó inmediatamente de Andrés – era el primer hombre con el cual podía conversar sin la oposición de sus padres-- era dulce y tierno con ella y la escuchaba, tomando en cuenta sus pensamientos, como nunca nadie lo había hecho.

Sabía que él la amaba y la complacía en todo; además era el instrumento perfecto para huir de los verdugos paternos. Con Andrés sintió que sería libre, dueña de sus propios actos: pero obviamente se equivocó.

Al principio su matrimonio fue ameno y la convivencia era muy buena, pero luego Andrés se llegó a convertir en un verdugo aún más severo que sus padres, y más nocivo, ya que era más joven que ellos.

No sólo debía hacer lo que él decía, sino vestirse como él quería, ir donde él se lo permitía. Un verdugo aún más dominante que los anteriores era el encargado ahora de manipular su vida para siempre.



Pero hoy, allí en ese cementerio, ni Andrés ni sus padres se encontraban; se sentía por primera vez en toda su vida, con un poder total y omnipotente sobre su persona.

Dios había obrado un segundo milagro para ella.

Los meses iban pasando y ella salía, se divertía, iba a todos los lugares donde jamás la hubiesen dejado ir sola; pero lamentablemente no tenia amistades y tampoco sabia como entablarlas, además los lazos familiares con sus pocos parientes eran muy débiles... no tenia a nadie.


Y un día, sin quererlo, se dio cuenta de la realidad, la increíble realidad: no sabía estar sola; ni sus padres ni Andrés le habían enseñado a vivir consigo misma, estaba acostumbrada a que otros dictasen su obrar.

Con tremenda amargura admitió que extrañaba a esos verdugos, que aunque fueron los que la llevaron a esta soledad actual, eran los únicos que la conocían a la perfección y con los cuales podía conversar y sentirse acompañada.

Se sumergió así en la nostalgia total, no podía dormir y comenzó a deprimirse; le fueron recetadas píldoras para el insomnio, con lo cual Morfeo se apoderó de su vida y la hizo más feliz, ya que cuando dormía soñaba con sus padres y con Andrés ; pero cuando estaba despierta la soledad se convertía en un tormento que la asfixiaba; se golpeaba contra las paredes y muebles del dormitorio queriendo calmar --o al menos intentar atontar esa soledad del alma--. Al dormir sentía que la puerta se abría y, veía entrar a sus padres y Andrés, entonces todo cambiaba: ya no estaba sola, era nuevamente feliz.


Aquel día otra vez la puerta se abrió; allí estaban los tres esperándola para realizar un paseo, ella les entregó la mejor de sus sonrisas.

La madre miró al padre y exclamó:

--Es increíble el caso de esta paciente, fue traída por la familia entre gritos y retorcijones hace un mes. Cuando está sola hay que ponerle el chaleco de fuerza para evitar que se lastime contra las paredes, pero cuando nos ve parece calmarse y entregarse con alegría a la sesión de electroshock.



Ella salió del cuarto. Sus padres y Andrés la volvían a llevar a pasear como otras tantas veces, calmando así su soledad; volvía a ser feliz otra vez.

Fin

Liliana Varela

jueves, 10 de enero de 2008

QUE ANTIGUO, EL VIEJO

Ya era pasada la medianoche. Fermín Rivero, en cumplimiento de un destino señalado por la muerte del viejo Rivero, su padre, se encamina al bar aguantadero del Gordo Lezama, Mientras, piensa, recuerda.

Qué antiguo, el viejo, Qué boludo. Si sabía que le iban a pasar por encima, que su chapa de "hombre de honor" ya servía sólo para guardarla en el fondo del ropero, y mirarla, de vez en cuando, a escondidas. Quedó atrás la época en que se temía su guapeza y se respetaba su palabra.

¿Para qué se quedó, entonces, al descubierto, esperando que los del Gordo Lezama lo vinieran a buscar, a preguntarle si les iba a decir dónde se escondía Robledo? En vez de esconderse él mismo, porque de viciosos que eran los del Gordo lo iban a volver a apretar.

Pero esconderse en un buen lugar, no como Robledo, que si lo encuentran es porque eligió mal el escondite. O el confidente, que si el viejo se lo dice a los perseguidores es porque Robledo se lo dijo, como si en el fondo necesitara que lo encontraran y terminaran de una vez con su miserable vida de rata fugitiva.

El viejo podía haberse ido, silenciosamente, a Salta por ejemplo, a un pueblito, que nadie lo iba a encontrar. Ni siquiera lo iban a buscar, que estos son malos de ciudad, de zaguanes fantasmales, de bares tenebrosos, pero si los saluda una lechuza no les alcanza el papel higiénico.

Pero no. Eligió quedarse, frente alta, estupidez al frente, a que lo ajusticiaran en un rincón ignoto, dejando un hijo que debía ponerse la escarapela del honor y que ahora estaba cagándose de frío por no deshonrarla.

El baño era frío, maloliente, oscuro. Fermín Rivero se había encerrado en el cubículo en que se guardaban las cosas de limpieza. El Gordo siempre pasaba por el bar, con algunos de su pandilla, tomaba algo y cerraba el boliche. Era cuestión de paciencia, los fantasmas que bailaban en su cabeza no le iban a dejar aburrirse. Seguro que el viejo, desde el infierno, lo estaba mirando a él, a la escarapela.

–Vos sos joven, no podés entender —le dijo su padre una vez—. Vivir para vos es abrirse al futuro. Para mí es diferente. Tengo algo que me acompaña, me pesa, me justifica haber vivido, me duele haber perdido. No puedo separarme de mi memoria, no estoy sólo.

Llegó el Gordo. Con dos, tres más. Vienen de algo feo, porque están gritones, insolentes. Uno vino al baño. Orinó como si se hubiera roto el dique. Está chupado. Festejan algo. Están felices, los depredadores.

—Capaz que de mi viejo, al que balearon sin parpadear, ya ni se acuerdan —imagina Fermín Rivero—. Lo habrán dejado al aire, para los caranchos. Ni tumba le puedo dar. Sólo venganza..

—Dicen que siempre se muere sólo, que no hay muerte digna –siguió el viejo–. Puede ser. Pero en el instante anterior, igual que en las noches de vela solitaria, no estás sólo. En el escenario iluminado, abierto como boca de lobo, sabés que en el medio de la platea, sólo, frío, esperando tu gesto final, está él.

–¿Quién?

–Vos. Tu memoria. Tu conciencia.

–Pero entonces estás sólo.

–No, porque estás ahí, en el lugar del espectador, midiendo y pesando lo que hiciste y lo que estás haciendo, como único actor, en la escena

Que era difícil, mi viejo. Me dejó el bocho lleno de cosas, que no me las puedo quitar. Desde que tuve esa conversación, y más seguido desde su desaparición, sueño que un ojo flotando en la oscuridad, perfora mi nuca. Me cagó, el viejo. Al final, ¿no somos todos ratas? Nosotros no creamos este mundo, no elegimos el animal que nos toca en suerte. El ojo critica porque seguro que nunca pasó miedo.

Lo habrán acribillado, a mi viejo. La justicia del Gordo no tomó en cuenta balanzas, escenarios, honores, ratas o personas. Es más simple que mi viejo, el Gordo. Poder, manija, son sus valores. Si sos el fuerte, ordená, si no, bajate los lompas. Mi viejo –su muerte, su ejecución inmisericorde- iba a servir de ejemplo de lo poco que le importaba al Gordo el honor y la vergüenza de los que jugaban al héroe.

La charla, en la mesa del Gordo, languidecía. Ya se estaban por ir.

Fermín Rivero preparó el arma. Salió del cubículo, abrió lentamente la puerta del baño. El Gordo se estaba acomodando el saco, los compinches apuraban el último trago.

Sabía que el ojo (o su padre) estaba ahí, vigilando. Miró la mesa. El Gordo y sus secuaces estaban por irse.

Fermín Rivero levantó el revólver y comenzó a disparar.

Cuando volvió el silencio se acercó lentamente. Los secuaces estaban secos. Se acercó al Gordo. Boqueaba.

—¿Sabés quién soy yo? Soy el hijo de Rivero, Vine a vengarlo. Y a que me digas donde lo dejaste, para darle una sepultura cristiana.

—¿Por qué?¿Murió?

—No te hagás el boludo que no te queda tiempo.

—Para qué te voy a mentir, si estoy en las últimas. Me vino a ver, me dio la ubicación de Robledo y algunos datos más. Estuvo piola, tu viejo. Se iba para el norte, me dijo, esto ya no era para él. Le tiré unos pesos.

—¡Y la puta..! —gritó Fermín Rivero, los ojos inyectados en sangre—. Se sentó en una silla, entre los muertos y el Gordo, acercó una botella abierta y tomó despaciosamente, en silencio, sólo los estertores del Gordo.

Cuando la botella se vació la estrelló contra el mostrador, se levantó, apoyó el caño en la frente del Gordo, tal vez todavía vivo.

—A vos... acá te devuelvo la guita —dijo, y apretó el gatillo.

Se encaminó hacia la calle mientras mascullaba

—¡Qué jodido, el Viejo! Que no salga de Salta, que le pincho un ojo.

--
Carlos Adalberto Fernández
---- E-Mail ----
cafernandez.ar@gmail.com
----------------------------
http://carlosafernandez.blogspot.com/
http://cadal. wordpress. com/

lunes, 7 de enero de 2008

Un cuento...¿o un sueño?

Una madrugada, hace ya tiempo, yendo por una calle solitaria de un
barrio marginal, encontré a una niña sentada en el escalón de una
casita baja, vestida con un camisón pese al frío, llorando
desconsolada. No tendría más de seis años.

Me detuve a mirarla, suponiendo que en cualquier momento se abriría
la puerta de la casa y alguna mujer metería a la niña dentro. Pero
pasó un rato y nada sucedió. Me acerqué con prudencia a la pequeña y
con la mayor dulzura que pude le pregunté que si se había perdido.
Ella respondió que no, que estaba en la puerta de su casa, pero que
se habían olvidado de ella. Llamé a la puerta, y al no obtener
respuesta entré con la niña de la mano... la casa estaba vacía,
sucia, todo revuelto, una bata tirada en la entrada.

Asustada, saqué el móvil con la intención de avisar a la policía
para que se hiciera cargo de la criatura. Pero ella me tapo con su
manecita el teléfono, y me dijo sonriente que, si la llevaba a donde
debía ir, no tendría que llorar nunca más. Yo la miré con la
concentración y distancia con que miramos los mayores a los niños
incomprensibles, temiendo que pataleara, echara a correr, se
escapara o se pusiera a pegar gritos.

Entonces ella sonrió aún más y se pueso a dar saltitos y a reir y a
decirme que yo la tenía que llevar. -¿Pero dónde?- Pregunté,
esperando que me diera la dirección de algún familiar. -Al hospital-
respondió.

No sé cómo pudo convencerme, el caso es que caminamos hasta llegar
al hospital. -¿Por quién tengo que preguntar?- le dije. -Por nadie,
ahora ya sé ir yo- y dando saltitos de alegría me llevó sin soltarme
nunca la mano y por las escaleras hasta la séptima planta.

Entamos en una habitación, una mujer anciana, tendida en una cama,
intubada, nos miró y agitó penosamente una mano para llamarnos. La
niña corrió hacia ella y se unió a una mujer joven y a otra madura
que estaban junto a la anciana y que indudablemente serían de su
familia por lo mucho que se parecían. -¿Dónde te habías metido?-
dijo la mujer madura tomando cariñosamente a la niña en brazos -
¿Acaso crees que podríamos irnos sin ti?, ya llevamos retraso...

La anciana cerró los ojos, y una máquina empezó a pitar.

-¡Oiga! ¿Qué hace usted aquí?- La voz de la enfermera me sobresaltó.

-He venido a traer a esta niña con estas señoras...

- ¿Qué dice? Aquí sólo hay una enferma. ¡Váyase!

La enfermera se dirigió presurosa a la cama de la anciana.

La nena me sonrió y, con la manita, me dijo adiós y me lanzó un
beso.

La máquina empezó a emitir un sonido continuo.


Blanca Barojiana

sábado, 5 de enero de 2008

El gato

Cayó de rodillas ante el altar agradecida y satisfecha. Por fin Isis le había enviado la señal esperada durante tanto tiempo. Vestía las ropas de sacerdotisa aunque no lo era; en su frente estaba pintado el emblema del Ankh o cruz egipcia que simbolizaba su triunfo de la vida sobre la muerte, además llevaba puesta una corona con el Uraeus —símbolo que sólo podían usar faraones y algunos sacerdotes— y que denotaba su capacidad clarividente.

--gracias Isis, diosa de la magia por el don otorgado, gracias también a ti, Anubis dios de la muerte y principal del Amenti, y a ti diosa Menkeret, subordinada de Anubis en el infierno, y por último a ti Seth dios del caos y el desorden...

Se incorporó sigilosamente aún con la cabeza inclinada frente a los dioses. Una voz la sobresaltó:

--Taleph ¿qué haces aquí con estos emblemas? pueden descubrirte y culparte de sacrilegio.

Taleph sonrió burlonamente y pasó sus brazos por el cuello del hombre.

--no te preocupes, he conseguido el poder de Isis; nuestro plan puede cumplirse, yo seré faraona y tú dejarás de ser el sacerdote principal para convertirte en mi faraón.

El la miró extrañado y a la vez asustado por la situación; era Intheck el sumo sacerdote, el profeta del faraón, el que menos debía conspirar contra el hijo de Ra. Pero estaba enamorado de la hermana menor del faraón y aunque estuviese prohibido el sólo mirarla, él se había enamorado de ella y ella de él.

--Vete rápidamente —dijo asustado Intheck— puede venir el faraón en cualquier momento.

--te esperaré esta noche donde siempre -exclamó ella yéndose— para arreglar los preparativos.



Se dirigió por un pasaje secreto que sólo ella y su hermana conocían, hacia su habitación, se cercioró de que nadie la viera, menos su hermana por supuesto; el solo hecho de estar investida de esa forma podía asegurarle la misma muerte.

Entró a sus habitaciones, se desnudó y lavó el emblema de su frente. Llamó a sus esclavas para que le diesen un baño; mientras las súbditas la bañaban ella soñaba despierta imaginando cómo realizaría su tan mentado plan.

Le había tocado ser la menor de tres hermanos; su hermano mayor Thioppes era el faraón y su hermana Tampshe--quien se había desposado con Thioppes— la faraona; por lo cual no había lugar en el poder para ella; debía esperar que ambos faraones murieran, sin contar por supuesto con que tuviesen descendencia. ..entonces sí jamás llegaría a ser reina.

Pero Taleph no estaba dispuesta a esperar, eso no era para ella. Presentía desde pequeña que los dioses la mimaban más que a sus hermanos y esto lo descubrió el día que un viejo profeta le contó en tono confidencial que ella tenia poderes clarividentes mucho más poderosos que sus hermanos y que ellos no deberían saberlo jamás puesto que podrían llegar a matarla por ello.

Desde ese día –cuando hubo tenido seis años—juró a sí misma lograr deshacerse de sus hermanos y obtener el poder de Ra .

El profeta la inició en las artes adivinatorias y clarividentes hasta su muerte hacia dos años ya; ella le juró en su lecho de agonía que concluiría lo que él había empezado en ella: y así lo hizo.

Tenia todo planeado y los dioses estaban de su lado; el favor de Isis era lo que la ayudaría a cambio de su eterna lealtad y adoración; había pactado con los dioses más importantes del Amentis o infierno; estaba decidida a todo.

Al principio había resuelto realizar todo sola, aunque se hacia más difícil, pero luego conoció al nuevo sumo sacerdote y notó que él se hallaba fascinado con ella, por lo cual lo enamoró hasta volverlo loco y totalmente obsecuente. Lo necesitaba para su plan, una vez realizado todo, mandaría matarlo y ya.

Su alma carecía de sentimientos piadosos, pero rebosaba de codicia y ambición.



Esa noche se encontró con él en su lugar secreto.

--escucha atentamente Intheck, ya que de esto dependerá nuestro futuro. Mañana mataré a mi hermano Thioppes, el faraón, y luego me suicidaré con la daga del dios Anubis; en ese momento mi alma y mi Ka viajaran a ocupar el alma de un gato, que yo misma conseguiré y que según la tradición será sacrificado para acompañar a mi y a mi hermano en el camino del Amentis hacia el juicio final donde nos espera Anubis...

--no entiendo, si tu mueres...

--calla y déjame proseguir. No moriré, la diosa Bast de los gatos me ha permitido entrar al cuerpo del animal y que sea el alma de éste el que me reemplace. Mi cuerpo será preparado junto con el de mi hermano y, mi hermana tomará el poder total; como tú bien sabes, antes de sacrificar al gato, éste deberá ser bendecido por la faraona y la diosa Bast, entonces en ese momento, tú estarás allí ... y cuando Tampshe toque al gato para la bendición, tú echarás este polvo invisible entregado a mi por la diosa de los infiernos —le sonrió mientras le entregaba una especie de bolsita de cuero —y nuestras almas, la de mi hermana y yo cambiarán de cuerpo, ella irá al gato, el cuál será sacrificado y yo iré a su cuerpo, quedando como única faraona—casi gritó eufórica—

--¿no sospecharan del polvo?

--no seas tonto—observó duramente para luego tornar abruptamente su voz en melodía melosa—pensaran que es parte del ritual, además una vez hecha la transmigració n yo seré quién avale tu accionar querido— y diciendo esto último lo besó apasionadamente—

El día señalado llegó; era el momento elegido por ella. Entró a las habitaciones de su hermano quien se hallaba recostado junto a su hermana.

Antes de que el faraón preguntara el por qué de su presencia, Taleph extrajo la daga y lo acuchilló varias veces hasta que la sangre salpicó su rostro y antebrazos por completo.La Faraona presa del pánico corrió en busca de ayuda; cuando los soldados, sacerdotes y la misma Tampshe llegaron a la cámara real, Taleph giró, los observó unos segundos y sonriendo maliciosamente, clavó la daga —aún con la sangre de su hermano-- en su propio corazón dándose muerte; en menos de dos o tres segundos el gato de la corte subió a la cama observando los cadáveres de ambos hermanos.

Se prepararon los cuerpos del Faraón y su hermana para el funeral sagrado; el gato fue bañado, adornado y luego puesto en una jaula de oro para ser bendecido antes de su sacrificio.

Todo en palacio era lúgubre; sólo el gato parecía estar feliz moviendo continuamente su cola como si danzara en un frenesí total.

Los cuerpos reales fueron colocados en las cámaras mortuorias; sólo faltaba el sacrificio del gato para poder entonces sellar las cámaras nobles.

Tres esclavos trajeron el gato ante la faraona, el séquito de la nobleza y los sacerdotes; los ojos felinos despedían una luz radiante e intensa mirando en forma penetrante a la faraona Tampshe. La ahora única faraona se levantó de su asiento:

--Antes de bendecir y sacrificar a este súbdito de la diosa Bast, debéis saber que he mandado ejecutar al sumo sacerdote Intheck por su negligencia al no haber podido profetizar un suceso tan escabroso como el cometido: helo ahí.

Dos soldados trajeron el cuerpo de Intheck en una camilla en postura mortuoria; estaba con sus ropas de sacerdote y tenía colgado en su cuello una especie de bolsita de cuero.



En ese momento el gato enloqueció como si quisiera escapar, maullaba en forma lastimosa y penetrante profiriendo rasguños hacia todas partes; hasta finalmente ser silenciado por el hacha del nuevo sumo sacerdote.


Liliana Varela

viernes, 4 de enero de 2008

Y los diablos del mal...

XIX

Todo el pueblo subía hacia la ermita para ver salir la procesión. Nosotros, desde el montón de piedras, la veríamos mejor que nadie. ¿Ya os había contado que la “Pitraca”, la madre del “Meapilas”, se viste de Magdalena el Viernes Santo? Pues, este año, la “itraca” también sale en la Procesión del Calvario, porque como dice don Ramón, el cura nuevo, que la Magdalena estaba en el Calvario al pie de la Cruz... que eso quedaba más litúrgico. Que vaya usted a saber qué es eso de litúrgico. Pero bueno, el caso es que sale, ya está.
Pues eso, que estábamos todos esperando la procesión cuando pasaron camino de la Ermita la “Señá” Paca, la “Petro”, y la “Pitraca”, que iba ya vestida de Magdalena, y con el culo más apretado que nunca. Dice el “Pilili” que su madre estaba en la iglesia cuando fue la “Pitraca” a quitarle el vestido a la Magdalena de verdad para ponérselo ella, y cuando don Ramón se dio cuenta de la diferencia que había entre un culo y otro, por poco se arrepiente de la idea.
-El año que viene, hay que hacer un nuevo vestuario a la Magdalena aunque sea más humilde que el actual -comentó don Ramón al comparar, en silencio, aquellos dos culos.
“Esta mujer se carga la túnica de la Magdalena ”, creo yo que fue lo que, de verdad, pensó el cura.
La “Señá” Paca, la “Pitraca” y la “Petro”, que no dejaban de curiosear todo lo que se movía en el camino, se nos quedaron mirando al pasar como quien está viendo al diablo en persona. Se acercaron con una cara tan descompuesta que parecía como si fuésemos a atacarlas.
-¿Qué hacéis aquí vosotros dos? -preguntaron a sus hijos.
-Nada, que venimos a ver salir la procesión.
-¿Vosotros habéis confesado el Domingo de Ramos? -nos preguntaron.
Y se hicieron de nuevas, como si no supiesen que nos habían metido a todos en la iglesia a la pura fuerza.
Ay, a propósito de esto, que no había contado lo que le pasó al “Botija” el Domingo de Ramos. La “Señá” Paca entraba con Chari en la iglesia justo detrás de nosotros, y cómo están con don Felipe como un tonto con un lápiz, allá que se pusieron a echarle una mano a los maestros... Así fue como el “Botija” cayó en las redes de Chari en el momento en que intentaba tomar las de Villadiego, que es lo que dice don Francisco cuando uno intenta irse de un sitio. Total, que “Chari” cogió del brazo al “Botija” y lo metió dentro de la iglesia.
Lo peor no es eso, sino que, como estaba despistado por la poca costumbre que tiene de entrar en la glesia, cuando empezaron los maestros a ponernos en fila para confesar, él, viendo que casi nadie se iba a la cola de don Ramón, se creyó que si se ponía en ella terminaba antes. Y se colocó detrás de Perico, que ya había sido hecho “prisionero” por don Felipe.
Con decir que casi toda la cola de don Ramón se tuvo que ir a la de don Juan porque entre los dos se tiraron confesando hasta la hora de la comunión... Cuando salimos de misa, se vino para nosotros el “Botija” y nos dijo:
-Como le digáis a mi primo Manuel, o a mi padre, que me he confesado, os vais a enterar.
-¿Qué te ha puesto de penitencia?
-A mí, como soy comunista y no creo en Dios, me da igual. No la voy a cumplir… Además, que yo no sé rezar el rosario, y si mi padre me ve entrar en misa tres días seguidos... A Perico, sí lo vimos entrar el lunes y esta mañana en la iglesia.
Bueno, sigo. El caso es que la“Petro” y sus amigas, no acababan de fiarse. Pero como habíamos confesado el domingo y, además, estaba José María con nosotros, convencidas de que íbamos a portarnos bien, siguieron su camino hacia la ermita.
-Tened cuidado, niños. Y en cuanto pase la procesión, a casa, que no sabéis cómo se pone el pueblo de borrachos esta madrugada.
Un momento después aparecieron el “Cabra” y “Bastián”, los policías municipales. Se nos quedaron mirando y se vinieron derechitos.
-Nosotros no hemos hecho nada -saltó “Rompehigos” antes de que dijeran una palabra.
-Quien algo teme, algo debe -respondió “Bastián”, que se sabe más refranes...
Y se quedaron a nuestro lado, subidos en el montón de piedras. El “Cabra”, que ya olía a vino como si acabara de salir de la bodega de Perico, se puso en plan simpático con nosotros.
-¿Ustedes se van a quedar aquí a ver la procesión? -preguntó el “Botija” que ya veía chafarse el invento.
-¿Por qué lo preguntas? -respondió “Bastián”, que sabe más que el “Cabra”.
-No. Nada. Para hacerles sitio- mintió el “Botija”.
Por si no lo sabéis, el “Cabra” es tan borracho como “Rompehigos” y de loco... bueno, más que “Choto Loco”, el tío de Perico “Vinos”. Con decir que de chico era cabrero, y una vez, que se quedó una cabra en medio de un laderón y no podía salir ni hacia arriba ni hacia abajo, hizo una cosa que no se le ocurre ni al que asó la manteca en un palo. Desde lo alto del laderón echó un lazo, cogió la cabra por el pescuezo y, encima, se cabreó cuando vio que al llegar arriba se había muerto ahorcada.
-Vaya cabra –dijo-. ¿Pues no se ha muerto del susto la hija de puta?
Y se quedó tan tranquilo. El “Botija” no sabía cómo quitarse de en medio a los dos policías.
-Mira, Sebastián, desde aquí dominamos casi todo el camino por si pasa algo –comentó el “Cabra”.
O sea, que no se pensaban mover de allí hasta que pasara la procesión. ¿A que se iba a estropear la aventura? Yo me acerqué al “Botija”.
-Oye, “Botija”, ¿y si nos quedamos tranquilos y no hacemos nada? José María, cuando se ha enterado de que el padre de Mohamed es militar y de la Guardia Mora, ya hasa se quiere hacer amigo suyo.
-¿Y los tres días que lleva dándoselas de listo?
-Es que con “Bastián” y el “Cabra” encima, es peligroso –respondí.
-Bueno, ya veremos.
A todo esto, la procesión ya había salido de la ermita y comenzaba a bajar por el camino. Como estábamos en el mejor sitio, al poco tiempo, estábamos apelotonados lo menos diez o doce personas en lo alto del montón de piedras. Hasta Manuel, el primo del “Botija” se había sumado al grupo. Bastián, que no se ha olvidado de cuando intentó quitarle la pelota, le dirigió una mirada asesina. Entonces me di cuenta de que los dos pimos estaban hablando en voz baja.
Cuando el Cristo estaba ya a punto de llegar a nuestro lado, de pronto el “Botija” y Manuel se pusieron a gritar.
-¡Mira, dos borrachos peleándose ahí detrás!
Como el “Cabra” ya estaba cieguecito de vino, se volvió tambaleándose, se apoyó en José María que estaba justo a su lado y entre que no se sostenía bien y el empujón que le dio Manuel con mucho disimulo como quien intenta sujetarlo, acabaron los dos resbalándose. Fueron a caer justo en el charco que había detrás de nosotros.
Como os podéis imaginar, aprovechando el revuelo, también acabaron en la zanja el “Meapilas”, Rubén y “Bastián” el municipal. Nosotros, como somos pequeños, no nos atrevimos a ayudarles a salir, por si nos caíamos también al agua. Así que echamos a correr y nos quitamos de en medio.

Mira que era de noche y todo; pues al momento ya sabía todo el pueblo quienes éramos los protagonistas de aquella nueva historia.
Yo ya no he visto más procesiones este año. Bueno, la del Nazareno, que pasa por mi casa, sí. A esa me dejó mi madre asomarme a la ventana.
Nos ha contado Manuel que como la Hermandad del Nazareno tiene muy poco dinero, por eso la ropa que se pone la “Pitraca” para vestirse de la Magdalena en Semana Santa, es la que tiene la Magdalena de verdad, la que está en un altar de la iglesia, vaya. Lo malo es que la madre del “Meapilas” está cada vez más gorda y como la estatua ni come, ni engorda, ni se va por ahí a jugar con gente como nosotros, pues la ropa siempre es la misma.
Este año, entre las prisas por vestirse, lo vieja que está la ropa y los kilos de más de la “Pitraca”, le quedaba todo tan apretado que el culo iba a estallarle.
-Tiene el culo más gordo que una mesa-estufa -se reía “Rompehigos”.
El caso es que cuando estaba terminando la procesión, del Viernes Santo, al subir las radas de la Iglesia , se le saltaron las costuras y se quedó con la combinación al aire. Y es que al ponerse dos días casi seguidos la ropa, entre lo vieja que está y el culo la “Pitraca”, pues pasó lo que pasó. Dicen que se lió una...
El “Botija” padre gritaba, borracho, que hasta Dios es anticlerical. Que si no, a cuento de qué iba a permitir esas cosas en un día tan señalado.


Manuel Cubero Urbano

http://manuel- cubero.blogspot. com/

En soledad

Los siento a mi alrededor, regurgitando su torpe existencia ante mis ojos, intentando vanagloriarse de su torpe humanidad. ¡cómo si me importara algo su cercanía, su fingida bondad, su piedad ante mi!.

Piensan que pueden invadir mis dominios, traspasar las fronteras que demarqué con tanto esfuerzo ¡qué ilusos!

No se dan cuenta que deseo estar aislado, que nada puede tocarme ni inmutarme.

Desde que tengo uso de razón he vivido exiliado de ellos. Es mejor así.



Al principio los oía, los sentía cerca mío, olía su esencia. Y reconozco ¡Sí, reconozco! que quería que me escuchasen, que me tendiesen su mano amiga; deseaba ser uno más de ellos. Y luché, sí, luché con uñas y dientes para ingresar en sus filas, para ser aceptado tal y como era.

Pero no sirvió para nada; no me oyeron, no me tuvieron en cuenta y el deseo se convirtió en desesperación, la desesperación en angustia , la angustia en rabia y la rabia en odio... y finalmente en indiferencia.

No los necesitaba, no los deseaba...y tampoco los odiaba.

En mi mundo no hay sufrimiento, no hay falsedad, no hay nada que yo no quiera que exista.



Una y otra vez embisten contra los muros que he construido; oigo los ecos de sus frustrados golpes que van haciéndose cada vez más lejanos hasta casi desaparecer. Ya ni me interesa si intentan o no...Ya no.





--Señora.. no se angustie. Por desgracia es común en el autismo el retroceso de los pocos pasos ganados.





La vacía mirada del pequeño no parecía abarcar el escenario donde su madre dialogaba con el doctor que lo atendía.





Liliana Varela2007

MUY DE SU CASA

Medianoche estrellada. Pocas nubes vagando hacia el horizonte. Luces y sombras suaves visten los relieves del cementerio.

La mujer se acerca presurosa, besa la losa y se sienta sobre una base de piedra, al lado de una tumba. Unos perros escapan sigilosamente.

—Perdoname la demora. Se me hizo algo tarde en levantar las mesas y limpiar todo –dice mientras extrae de un bolso elementos para el mate—. Claro que con vos terminábamos más temprano, pero me molesta tener un empleado, en ese momento tan íntimo, cerrar todo, irnos a la pieza.... y contentos, tan viejos... ¡Qué cosa, todavía me acuerdo! Pero vengo corriendo, así estamos juntos, como antes.

Saborea algunos mates. Limpia todo en una pileta cercana, aunque deja el termo, aún con agua. Se sienta de nuevo a secar y guardar.

—Estábamos muy juntos, viejo. Sin hijos, éramos uno para otro. ¡Y vos, un pícaro! ¡Ji, Ji! Bajábamos la persiana y yo me ponía a bailar una sardana, y tus ojos brillaban, y yo reía... ¡Ji, Ji! —y ahí, sobre la tumba, la mujer se pone a bailar, y a cantar.

Los últimos perros desaparecen. El búho cambia de rama. La luna espía tras de su velo de plata; creía haber visto todo, pero una vieja bailando sobre una tumba.... tal vez en Salem...



—Bueno, eso antes —dice, mientras se sienta, algo agitada—. Las carnes ya no son jóvenes, los pechos no desafían; pero éramos esposos, marido y mujer. Vos comenzaste las salidas, las llegadas oliendo a sudores y perfumes de putas. ¡A tu edad, putas!. Si yo no era la de antes, vos tampoco, ni sacando plata de la caja, a escondidas, esas noches.

Guardó las cosas del mate en el bolso, sacó las de cama.

—No te quejés, viejo; si ni te diste cuenta. Esos yuyos que le pongo al mate, que tanto te gustan, disimuló. Te dormiste tranquilo, te mudé, y ahora seguís durmiendo aquí. Pero volviste a ser como antes, un hombre de su casa. Y de su mujer. Porque yo fuí y soy de un solo hombre, y lo soy en casa, en el cementerio y adonde mierda corresponda. Que no se elige, el destino.



Comenzó a tender la cama, al lado de la tumba del que fuera su esposo. Primero una manta gruesa, bien estirada. Algunos gatos espiaban.

—Porque vos sos viejo, pero pícaro y con alma del mismo adolescente que invadió mis entrañas por primera vez. Tenías los tutes de los lunes, con los de siempre, cada uno más viejo y más chiquilín que el otro. ¡Ji, Ji! Y yo de golpe te quité todo: la puta –sigue vivita y culeando, pero lejos-, el tute, los amigos.

—Por eso te traje al Filomeno. Hice bien; él, viudo, te extrañaba, extrañaba mis mates —pensó, un poco, luego buscó el termo—. Yo, la viuda de su mejor amigo, me ocupé de todo y ya lo tenés de vecino. No sé cómo harán, pero seguro que de noche se encuentran. Dicen que se oyen risas, por este lado.



—Con el Rodilla no pude. Me visitó, llorábamos recordando Pero cuando le ofrecí un mate, estaba por tomarlo, me miró fijo, murmuró unas disculpas y se fue. No volvió —continuó con la cama, ahora la sábana y la colcha. Tomó otro mate.

—Creo que tenemos todo a punto, viejito. No es igual, pero parecido. Y estamos juntos de nuevo, un matrimonio muy de su casa —Se quitó el batón, dejando al descubierto un camisón primorosamente bordado—. ¡Ji,Ji! No me mirés así, viejo. Respetá el lugar.

Se sirvió un mate y lo colocó junto al bolso, que puso de almohada. Se acostó, mirando a la tumba, al marido. Sorbió el último mate.

—Que duermas bien, viejito. Junto a mí, como corresponde —, murmuró tiernamente, mientras se tapaba.



—¡Ya me parecía medio loca, ésta! ¿Te acordás, la otra vez, cómo saltaba y bailaba, y decía jiji,jiji?¿Con quién habrá estado de farra, a su edad, en un cementerio? Lo repito, la gente está cada vez más loca —. El guardián observaba, entre asombrado y divertido.

—No soportó el frío de la noche. Pobre, habrá sido vieja, pero ahora deja a sus seres queridos, sin explicación posible. Aunque a esa edad ya están idos. Vamos, llevémosla a la morgue, aunque es como si ya hubiera elegido su lugar —, dijo el otro.

Carlos Adalberto Fernández

Filomena

Pintaba compulsivamente, como si la vida le fuera en ello.

Al retornar a la pensión luego de 10 horas de trabajo en la fábrica de embutidos, su único objetivo era cenar frugalmente, limpiar un poco la habitación y dedicar cuatro o cinco horas a sus cuadros.

Eso la calmaba, la hacía olvidar sus pesares y alejarse del cruel mundo en el que vivía.

Para qué recordar. Demasiado dolor le causaba el que todos la apodaran "la loca del 6B" ¡Claro! todo por ser ermitaña, por no querer codearse con nadie, por vivir a su manera.

Ella tenía sus motivos para hacerlo. Una violación brutal la había compelido al ostracismo hacía diez años. En ese entonces era una adolescente venida del interior, sola y dispuesta a salir adelante, demasiado inocente; tan ingenua como para no darse cuenta que ese hombre que le decía piropos en esa calle oscura a la salida de la fábrica iba a atacarla salvajemente y a robarle su tesoro más preciado: su alegría.

Ese terrible suceso había cambiado su vida por completo.

Le había costado horrores volver a salir a la calle, volver a trabajar –máxime cuando ella no tenía a nadie que la ayudase afectiva y económicamente; además volver a su provincia ¿para qué? nadie la auxiliaría de todas maneras: era una paria con un negro porvenir.

Miró su cuadro complacida. Recordó a la psicóloga que le ayudó a superar su trauma "debes pintar, exteriorizar tu pena, exorcizarla" había sido la recomendación de la profesional, y ella al principio, reacia, le había parecido que una ignorante como ella no podría jamás realizar una actividad así. Pero ahora, viendo el collage de técnicas utilizadas en el cuadro se sintió mejor.

Tomó la caja de materiales, le faltaba sólo uno o dos pliegues del papel que ella solía preparar para terminar la obra, luego unas pinceladas carmesí concluirían la tarea. Se habían acabado para su disgusto, debería salir a conseguir más.

Antes de salir a la calle escondió un afilado cuchillo entre sus ropas: no iba a permitir que le volviese a pasar aquel horrible suceso.





Al día siguiente Filomena sonreía complacida al terminar la obra.

Sobre la mesa el periódico consignaba en policiales un nuevo ataque nocturno: otro hombre había sido mutilado; se le habían arrancado los genitales, aunque había podido salvarse de morir desangrado al huir el atacante debido a las voces de personas que corrían en auxilio de los gritos de la víctima.



Liliana Varela 2007

miércoles, 2 de enero de 2008

A las 04:00 a.m.

Me desperté sobresaltado. Mi tiempo se acababa. ¿cómo podía haber dormido siquiera?

Sólo faltaban tres minutos para las 04:00 a.m. , sólo tres minutos para que el caos se cerniera sobre mí, para que mi existencia dejara de ser tal: ciento ochenta segundos para morir . Que ¿cómo lo sabía? : fácil, me lo habían dicho las cartas, el destino. Ya sé, muchos pensarán que es algo loco el dejar que “la lectura” de unos simples naipes digitase mi vida, pero es que jamás se habían equivocado los arcanos en ninguno de los sucesos claves de mi historia personal.

Además, yo confiaba en quién me había tirado las cartas. Era una persona de muy buena reputación ¡incluso había pronosticado el embarazo de una amiga que no podía quedar encinta a pesar de numerosas pruebas de fertilización! ¡y ni hablar de la muerte anticipada que le había leído a mi prima un mes antes de que ésta sintiera síntomas de ese tumor que permanecía escondido en su organismo!

En fin; yo tenía la fecha y hora exacta de mi muerte: 17 de marzo de 2008, hora exacta: 04:00 a.m. ¡con esos datos tan certeros no era cuestión de dudar!

Lo sabía desde hacía 9 meses. Recuerdo la palidez de la cara de la tarotista al ver el naipe de tarot de la muerte junto a la torre y al carro de la vida, no olvido su lividez al no saber cómo articular una “verdad más blanca” por así decirlo.

Yo, algo conocía de cartas ¡tampoco era un novato en esas artes! así que no había podido engañarme.

Estos meses han sido un dolor tras otro: tratar de no pensar en mi muerte, organizar mis papeles y mis trámites burocráticos, es decir: ordenar en lo posible el caos en que se mecía mi existencia.

Siempre comprendí el valor del tiempo vivido; para qué hacerme malasangre antes de tiempo: no tenía sentido. Obviamente que era angustiante el momento pero también era verdad que no podía luchar contra el destino.

La única duda era la forma de morir; ella no había podido descifrar eso.

Ya faltaban treinta segundos, sólo treinta segundos para el final.

¿Y ese olor? ¿qué era ese olor? se sentía como humo pero no podía ser.

Al asomar la cabeza por la ventana divisé que el piso de arriba estaba en llamas ¡claro, seguramente ese era el verdugo de mis días: mi final! Pero... estaban acortándose las lenguas de fuego , y la vecina gritaba hacia el interior del lugar que no se asustaran, que había apagado el fuego, sólo había humo.

Al mirar el reloj vi que las 04:00 a.m. habían pasado; ya la hora era pasado y yo seguía con vida ¡no había muerto!

¡Albricias! la mujer se había equivocado conmigo ¡Gracias a Dios! no había muerto...no moriría ese día!

¡qué importaba el humo llenándolo todo, qué importaba la falta de aire y la sensación de ahogo que sentía! ¡no iba a morir!

Me tiré en la cama jubiloso de mi suerte, fantásticamente seguro de perpetuar la vida ese día y muchos más.

Eran las 04: 15 cuando el sueño y el ahogo me vencían...mañana sería otro día ¡hoy le había ganado a la muerte!. Además tenía una hora más para dormir ya que debía atrasar una hora el reloj debido a la ley del país que sancionaba el horario de verano.



Liliana Varela 2008