—¿Me hacés un favor, pibe? —dijo el tipo que acababa de pararse delante mío. Yo también estaba parado, como todas las noches, espiando por las ventanas del local de baile "Música y mimos", sin animarme a entrar.
—Te doy una propina si entregás esto a alguien — dijo. "Esto" era un enorme ramo de rosas. Me lo puso delante, para calcular si me quedaba campo de visión. Algo veía –tengo 13 años pero no soy tan chico—. Entrar al baile... Yo soñaba con eso, con ver a esa gente elegante, de risa fácil y deslumbrante, flotar, girar, volar por la pista, hacerme soñar. El local en Alem 400 o 500, plena recoba, Babel comercial de día, bacanal desenfrenada por la noche. Dijo propina, me pareció.
—¿Qué propina?¿Para qué?
—Tenés que darle este ramo a Antonella, la vitrolera. Y una carta —me explicó—. Yo todavía estaba oscilando entre el deseo y la vergüenza. El aprovechó. Me enderezó el cuello de la camisa, me peinó con un diminuto peine que extrajo de un bolsillo, me levantó el pantalón, me dio el ramo y me puso la carta en un bolsillo. Comprobó el resultado, estaba presentable.
—¿Señorita qué?¿Por qué no va Ud.?¿Y la propina? Tenia más preguntas, pero por ahora me alcanzaba con las hechas.
—Antonella. La más linda de la orquesta. Yo no voy porque... me da vergüenza. Se van a burlar, un grandote con un ramo. Quiero impresionarla bien. Dale, te espero aquí con la propina.
Entré sin titubeos y encaré al grandote que siempre me prohibía acercarme a la puerta. El ramo me protegía. —¿La señorita Anto....?
—Arriba. Al lado de la vitrola. No toqués nada.¡Anto, un admirador!
Todos en el salón me miraban, se reían. Por una amplia escalera se accedía a un tablado alto abierto a la pista. Subí mas rojo que las rosas. Antonella ya me esperaba. Le entregué el ramo, ya no tenía cómo ocultarme. Antonella me miraba fijo, yo como estatua.
—¡La carta!¿no te dio una carta? —por fin me gritó en voz baja—. Se la entregué y volví a mi pose. Ya no me estaban mirando tanto, dedicadas al ramo y la carta. Las chicas de la orquesta eran como diez mujeres, jóvenes, muy decoradas, cacareando sin parar. Algunas dejaban ver "sus encantos" (creo que se dice así). Yo ya sabía de eso, de espiar a las mujeres de la pensión cuando se bañaban, pero nunca los tuve tan cerca.
—¡Que rico chico!—, decían, acercándose y pellizcándome la mejilla —decile que se quede, Anto, necesitamos un cadete—, agregaban, sonreían, yo sonreía como un estúpido.
Antonella garabateó algo en la carta y me la devolvió —Dásela al Sr. Humberto y esperá contestación— dijo, tierna, dándome un cachete y una moneda. Me jugué: recorrí la pasarela femenina, con mi mejor sonrisa. Conseguí ocho besos y dos monedas. Descendí triunfante la escalera. El ropero me abrió la puerta. Iba a dejarle una moneda, pero recapacité.
—Dale, dale! —el tipo me arrancó la carta. La leyó, garabateó y me la devolvió. Me la arrancó de nuevo—. Decile que no voy a faltar —No me moví hasta recibir las monedas. Me pesaba el bolsillo. Entré, entregué un "dice el Sr. Humberto que no va a faltar", salí y me fui a casa, tintineando como un cascabel. Hoy la vieja no se va a cabrear.
La noche siguiente yo ya estaba en la puerta cuando él llegó. Entramos juntos. Ni lo saludé al bisonte. Escondete, me dijo Humberto. Primero fui a visitar a las chicas, que me mimaron, me dieron masitas, pero minga de monedas. Pero paciencia, soy joven, eso para cuando sea "cafishio", como dicen en la pensión. Después busqué a Humberto, que estaba con Anto, en una mesa cerca de las columnas. Me aburrí: cuchicheaban, se miraban en silencio. Lo esperé a la salida, caminamos juntos hasta las vías. —Gracias, pibe, por el favor —me dijo al despedirse. Me enteraba más en el piso de la orquesta: estaban muy enamorados —decían—; un poco precipitados, como todos los jóvenes. Cuando Anto habló de irse, en el trabajo se enojaron.
Esa noche entré —tenía entrada libre, como cadete de la orquesta— y me ubiqué cerca de la mesa que siempre ocupaban.
—Si no te dejan ir nos escapamos, qué importa —decía apasionadamente Humberto—. Transformo el café-bar de la cortada en una whiskería. Vas a tener que seguir trabajando un tiempo —vamos a hacer la clientela con los que tenés aquí—, pero con tres o cuatro gilas que enganchemos te pongo de ejecutiva—. No era un gran cambio, pensaba Antonella, pero por lo menos me salvo del servicio gratis al grandulón. Con el Beto es diferente, es tan lindo.
—Nos vamos, pibe —me decía Humberto, mientras caminábamos bajo un cielo oscuro y tormentoso—. Por fin se me hizo, tanto tiempo. La plata para el local la mejicaneo este viernes, ni sabrán quién fue. La Anto es una bestia de trabajo, gusta y está muy metida, yo sabía que iba a entrar.
Nos separamos al llegar al terraplén. Me quedé mirándolo cruzar las vías, por entre los vagones abandonados. Dónde está el romanticismo, pensaba yo. Un silbido me alertó. No sé por qué me pegué contra el árbol. ¡Humberto!, gritó alguien. Humberto se dio vuelta. Del vagón asomó alguien con un cuchillo, que buscó la espalda del pibe. En un instante eran tres los que se ensañaban, bajo un fondo de alaridos, que luego fueron gemidos, luego silencio.
Me aferré al árbol cuando los tres asesinos pasaran a mi lado, comentando.
—Se creía que me podía soplar a mis putas y yo tan tranquilo —dijo el que parecía el jefe, un grandote, parecía.
Cuando se alejaron, con mucho cuidado, me acerqué al cadáver. Los ojos muy abiertos, como buscando algo. Lástima. Un muchacho tan emprendedor, pero —claro— la competencia era feroz. Pobre, capaz que la quería a la Anto.
—Pobre Anto, capaz que lo quería al Humberto — comentaban en la orquesta—. También, se fue de boca. Andaba ofreciendo puestos a todas. Voy a ser madama, decía.
—Bueno, me equivoqué, el pibe me hizo el verso pero no pudo ser. El patrón no me fajó "para no arruinar la mercadería". Pero al menos me aumentaron la comisión, para que no me vaya —se consolaba, en las charlas, Antonella.
Muerto el perro... todo volvió a la normalidad, las sonrisas de neón, la alegría en burbujas. Yo seguí de cadete pero de mimoso nomás. Para cafiolo, me di cuenta, me faltaban estudios.
Por algún tiempo se podía encontrar a Antonella sollozando en algún rincón. Un tiempo.
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Carlos Adalberto Fernández
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