lunes, 21 de enero de 2008

FLACA

Cuento)

Me miró, pero esa contemplación no era indicio de situación
para
preocuparme.
No eran sus formas las que estimulaban mis apetencias. Debía buscar
en otras causas las verdaderas razones por las que me sentía
atraído. Tal vez, revisando un poco más mis impresiones podría
encontrar una correcta clasificación para este afecto. De todos
modos, ésta era una cuestión irrelevante. No todos empiezan a
indagar con minuciosidad cuando experimentan alguna emoción
particular.
Ella seguía observándome sin poder comprender lo que pasaba, ni
tener idea de las cavilaciones que entretenían mis pensamientos.
Su piel era frágil. Demasiado blanca y sensible. Una suave presión
la ponía al rojo, aunque recuperaba el enfermizo color original
cuando cesaba el contacto.
Olía bien. A frescura o algo especial parecido. Sus brazos eran
débiles. Las piernas muy delgadas. Los fláccidos glúteos
colgaban de
su cintura con formas poco graciosas. Parecían guirnaldas alargadas;
esas que se colocan en el árbol navideño como relleno a los
verdaderos elementos decorativos. Sus senos, muy pequeños y
aplastados, no permitían desplegar ninguna fantasía. Había que
poner
mucha voluntad para experimentar la sensación carnívora e
instintiva
de querer penetrarla con urgente deseo. Tal vez no sea esta la forma
correcta de expresar la ansiedad posesiva, pero tampoco puedo
encontrar una mejor. Con tan escasa oferta de buenas formas, esas
que atraen y que gran parte de sus pares tienen generosamente
distribuidas, era imposible imaginar una noche desbordante de
lujuria y placer. Sería preciso disponer de una elevada cuota de
delirio para suponer que, ya sin ropa, aflorarían formas tentadoras
y desconocidas que despertarían el salvaje deseo. No confiaba casi
nada en la posibilidad de esa sorpresa.
Creo que lo que yo estaba buscando era una experiencia única, con
una mujer indescifrable y poco interesante para otros, con la que
podía llevar adelante el proyecto personal de satisfacer mis
apetencias morbosas de humillarla. Esa parte enferma de mi
personalidad me molestaba, pero lograba calmarla ejecutando acciones
de este tipo.

Ahora me miraba con reproche. Tenía sus motivos. Tanto había yo
insistido para conseguir su predisposició n y ahora estaba
distraído, demorando el desenlace.

Me acerqué y la tomé de la mano para llevarla al dormitorio. No
hubo
besos ardientes ni caricias apasionadas. Nunca los hubo. Ambos
sentíamos una atracción apática. Esa que no necesita de las
manifestaciones corrientes que la mayoría de las personas considera
debe darse en estos casos. Los dos entendíamos que nuestro encuentro
era una conducta natural de los humanos, que consiste en disfrutar
del cuerpo del otro entregando el propio. Sé que este punto está
en
rebeldía con el pensamiento ordinario de mucha gente. No obstante,
ambos coincidimos en que las cosas bien podían ser de esta manera y
lo estábamos llevando a la práctica conforme a nuestras
convicciones. Así estaba pactado. Nada nos tentaba a comportarnos
con hipócrita simulación

Comenzó a desvestirse al borde de la cama mientas yo la observaba,
esperando sentir la manifestación corporal necesaria para esa
primera escaramuza sexual.
Debía ser paciente. No era fácil estimularse con un cuerpo
femenino
parecido a un arenque. Imaginé que cuando se quitara la última
prenda tal vez pudiese apreciar un pubis velloso y renegrido,
refugio de un sexo carnoso y ardiente que hospedaría al mío. Hice
mal en pensar semejante estupidez. Era ralo y desteñido. Por su
transparencia se podían apreciar las formas angulosas de los huesos
de la pelvis, apenas cubiertos por una delgada capa de piel.

No soy persona de revertir mis decisiones aunque sentí que, por una
vez, podía defraudar mi estilo. No lo haré -me dije, autoritario-
para despejar con rapidez esa idea.

Me recosté a su lado.
Sin titubear apagué la luz. Era preferible imaginar a ver.

Deslicé mis manos sobre sus hombros para acariciarlos con
delicadeza. Las retiré con urgencia cuando experimenté la
sensación
de estar tocando el arco de una percha.
Cuanto más tiempo pasara, las cosas se pondrían peor. Debía
apurarme. Ahora mi preocupación era cómo tomarla. ¿De qué
forma
manejar a ese Pinocho enjuto?
Mis ochenta y pico de kilos tendrían un efecto poco saludable para
tan frágil organismo.
Indagué su intimidad con poco recato. Noté que estaba preparada
para
recibirme y eso produjo el estímulo esperado.
Me subí sobre ella. Ya dentro, comencé a balancearme con ritmo.
Por momentos sentí crujir sus huesos, sometidos al duro trajín de
la
acción, ahora descontrolada por mi apasionamiento.
Más ruido a huesos ponían música apropiada al desenfreno.
Poco después se terminaron los gemidos y quejidos. Todo se volvió
sereno.
Le dije cariñosamente: ¡Flaca, estuviste fantástica! La ingrata
no
me respondió. Permaneció con los ojos cerrados, sin respirar, para
asustarme.

Jorge S. Ruppel
Junio de 2003

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