Ya era pasada la medianoche. Fermín Rivero, en cumplimiento de un destino señalado por la muerte del viejo Rivero, su padre, se encamina al bar aguantadero del Gordo Lezama, Mientras, piensa, recuerda.
Qué antiguo, el viejo, Qué boludo. Si sabía que le iban a pasar por encima, que su chapa de "hombre de honor" ya servía sólo para guardarla en el fondo del ropero, y mirarla, de vez en cuando, a escondidas. Quedó atrás la época en que se temía su guapeza y se respetaba su palabra.
¿Para qué se quedó, entonces, al descubierto, esperando que los del Gordo Lezama lo vinieran a buscar, a preguntarle si les iba a decir dónde se escondía Robledo? En vez de esconderse él mismo, porque de viciosos que eran los del Gordo lo iban a volver a apretar.
Pero esconderse en un buen lugar, no como Robledo, que si lo encuentran es porque eligió mal el escondite. O el confidente, que si el viejo se lo dice a los perseguidores es porque Robledo se lo dijo, como si en el fondo necesitara que lo encontraran y terminaran de una vez con su miserable vida de rata fugitiva.
El viejo podía haberse ido, silenciosamente, a Salta por ejemplo, a un pueblito, que nadie lo iba a encontrar. Ni siquiera lo iban a buscar, que estos son malos de ciudad, de zaguanes fantasmales, de bares tenebrosos, pero si los saluda una lechuza no les alcanza el papel higiénico.
Pero no. Eligió quedarse, frente alta, estupidez al frente, a que lo ajusticiaran en un rincón ignoto, dejando un hijo que debía ponerse la escarapela del honor y que ahora estaba cagándose de frío por no deshonrarla.
El baño era frío, maloliente, oscuro. Fermín Rivero se había encerrado en el cubículo en que se guardaban las cosas de limpieza. El Gordo siempre pasaba por el bar, con algunos de su pandilla, tomaba algo y cerraba el boliche. Era cuestión de paciencia, los fantasmas que bailaban en su cabeza no le iban a dejar aburrirse. Seguro que el viejo, desde el infierno, lo estaba mirando a él, a la escarapela.
–Vos sos joven, no podés entender —le dijo su padre una vez—. Vivir para vos es abrirse al futuro. Para mí es diferente. Tengo algo que me acompaña, me pesa, me justifica haber vivido, me duele haber perdido. No puedo separarme de mi memoria, no estoy sólo.
Llegó el Gordo. Con dos, tres más. Vienen de algo feo, porque están gritones, insolentes. Uno vino al baño. Orinó como si se hubiera roto el dique. Está chupado. Festejan algo. Están felices, los depredadores.
—Capaz que de mi viejo, al que balearon sin parpadear, ya ni se acuerdan —imagina Fermín Rivero—. Lo habrán dejado al aire, para los caranchos. Ni tumba le puedo dar. Sólo venganza..
—Dicen que siempre se muere sólo, que no hay muerte digna –siguió el viejo–. Puede ser. Pero en el instante anterior, igual que en las noches de vela solitaria, no estás sólo. En el escenario iluminado, abierto como boca de lobo, sabés que en el medio de la platea, sólo, frío, esperando tu gesto final, está él.
–¿Quién?
–Vos. Tu memoria. Tu conciencia.
–Pero entonces estás sólo.
–No, porque estás ahí, en el lugar del espectador, midiendo y pesando lo que hiciste y lo que estás haciendo, como único actor, en la escena
Que era difícil, mi viejo. Me dejó el bocho lleno de cosas, que no me las puedo quitar. Desde que tuve esa conversación, y más seguido desde su desaparición, sueño que un ojo flotando en la oscuridad, perfora mi nuca. Me cagó, el viejo. Al final, ¿no somos todos ratas? Nosotros no creamos este mundo, no elegimos el animal que nos toca en suerte. El ojo critica porque seguro que nunca pasó miedo.
Lo habrán acribillado, a mi viejo. La justicia del Gordo no tomó en cuenta balanzas, escenarios, honores, ratas o personas. Es más simple que mi viejo, el Gordo. Poder, manija, son sus valores. Si sos el fuerte, ordená, si no, bajate los lompas. Mi viejo –su muerte, su ejecución inmisericorde- iba a servir de ejemplo de lo poco que le importaba al Gordo el honor y la vergüenza de los que jugaban al héroe.
La charla, en la mesa del Gordo, languidecía. Ya se estaban por ir.
Fermín Rivero preparó el arma. Salió del cubículo, abrió lentamente la puerta del baño. El Gordo se estaba acomodando el saco, los compinches apuraban el último trago.
Sabía que el ojo (o su padre) estaba ahí, vigilando. Miró la mesa. El Gordo y sus secuaces estaban por irse.
Fermín Rivero levantó el revólver y comenzó a disparar.
Cuando volvió el silencio se acercó lentamente. Los secuaces estaban secos. Se acercó al Gordo. Boqueaba.
—¿Sabés quién soy yo? Soy el hijo de Rivero, Vine a vengarlo. Y a que me digas donde lo dejaste, para darle una sepultura cristiana.
—¿Por qué?¿Murió?
—No te hagás el boludo que no te queda tiempo.
—Para qué te voy a mentir, si estoy en las últimas. Me vino a ver, me dio la ubicación de Robledo y algunos datos más. Estuvo piola, tu viejo. Se iba para el norte, me dijo, esto ya no era para él. Le tiré unos pesos.
—¡Y la puta..! —gritó Fermín Rivero, los ojos inyectados en sangre—. Se sentó en una silla, entre los muertos y el Gordo, acercó una botella abierta y tomó despaciosamente, en silencio, sólo los estertores del Gordo.
Cuando la botella se vació la estrelló contra el mostrador, se levantó, apoyó el caño en la frente del Gordo, tal vez todavía vivo.
—A vos... acá te devuelvo la guita —dijo, y apretó el gatillo.
Se encaminó hacia la calle mientras mascullaba
—¡Qué jodido, el Viejo! Que no salga de Salta, que le pincho un ojo.
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Carlos Adalberto Fernández
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