Georgie, se llamaba. Vivía, como yo (como mis padres y yo) en una pensión señorial de un edificio de Corrientes y Alem, plena esquina, vista al centro.
Viejo inmueble de departamentos de categoría, se había transformado en varias pensiones familiares administradas por propietarios venidos a menos.
La dueña de donde yo vivía había heredado el departamento y –con una jubilación decorosa y los alquileres- lograba un ingreso que le bastaba. Se daba el lujo de seleccionar cuidadosamente a la clientela: un peletero, un bodeguero una familia venida de Mendoza, esperando la finalización de su casa en V. Devoto, y Georgie.
Georgie era –especialmente para un chico de trece años como yo, en el mil novecientos cincuenta y pico- increíble. Alta, delgada, siempre elegante, distante. De lujo. Con una piel que le daban sus fines de semana al aire libre ("me voy al club", decía el sábado a la mañana, "vuelvo el domingo por la tardecita"). Con una suficiencia que daban sus salidas nocturnas de martes y sábado, prudentes pero infaltables (siempre se iba en coche, siempre un coche la dejaba en la puerta). Con un dominio del lenguaje que sólo da una educación superior allá, en su Santa Fe natal o en el exterior y que la habilitaban para su actual puesto de secretaria ejecutiva (diríamos ahora) en una importadora- exportadora. Estaba en la pensión, en Buenos Aires, de laburanta, en camino para algún lado más acorde a su categoría y su espíritu. Y –posiblemente- a su edad, 30 y pico, de creer en los comentarios, cuando ella no estaba, de los pensionistas.
—Ya le queda poco tiempo —comentaban—. Soltera a esa edad es peligroso. Cada vez va a tener menos para ofrecer.
Nunca me gustaron las viejas chismosas de la pensión. Besito besito y arrancaban sin compasión la piel del ausente. Para mí no había jovencita alzada que no se evaporara cuando Gorgie estaba presente. La chica de la familia de Mendoza, doce años, si podía, le mordía la yugular ahí, justo, donde yo soñaba darle un beso.
Tal vez, algo de razón tenía mamá, cuando le musitaba a papá: mandalo a jugar al nene, que ya se le está cayendo el mentón mirando a esa.
Gorgie me ignoraba. Yo tampoco hacía mucho por dejar de ser invisible. Me contentaba con observarla en silencio, admirándola, preguntándome dónde estaba, porque nunca parecía estar, su mente, donde estaba, siempre de paso.
Un día, a la tardecita, todos juntos compartiendo un mate ritual, yo paveando, una vieja dijo:
—Se está poniendo grande, Carlitos.
—Ya tiene 13 años, casi un hombrecito —mi vieja, hinchada de orgullo, aprovechó.
—Está pegando el estirón, las chicas se van a pelear por él —apoyó otra. Siempre odié a las viejas chupamedias.
Y remachó otra, no se cual:
—Qué le parece, Georgie. ¿Va a ser buen mozo el chico?
Georgie me dirigió la mirada. Yo, tragame tierra. No me miró, quien sabe qué miraba.
—Un hombre, para ser atractivo, debe ser alto, enjuto y prieto —instruyó. No fue uno, fueron tres calificativos que demolieron mis esperanzas de figurar –con el tiempo- en el ranking. Eso, si lograba entender qué significaban enjuto y prieto.
La charla languideció. Una dijo claro, para no quedar mal. Se fueron todos. Sólo yo quedé –y durante años- preguntándome cómo se puede ser un hombre alto, enjuto y prieto.
Nadie entendió. Yo, que vivía observándola, entendí. Era su contraparte masculina. De su mismo linaje. También de paso en la tierra. Y además pintón. Nunca supe si ese era su sueño, o sólo un recuerdo melancólico de algo que quién sabe si alguna vez fue.
Un día, repentinamente, dijo;
—Me voy. Vengo a despedirme. Después mando a buscar mis cosas; ahora me llevo lo íntimo —. Un hombre calvo, gordo, que irradiaba poder y riqueza, la acompañaba y se la llevó, en un coche insolente.
No supe si alegrarme por vos, Georgie. Si llegaste o seguís de paso.
En cuanto a mí: ¿alto, enjuto y prieto?
Nada que ver. Ni lejos.
Carlos Adalberto Fernández
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