viernes, 24 de abril de 2009

YO TE ACOMPAÑO

De Profundis

—Voy a morir, ¿verdad? —La pregunta de Ana, débil pero clara, flotó en el silencio del consultorio. Miguel la tomaba firmemente de la mano. Aguardaron.
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El doctor, compasivo y distante, respondió:

—Hemos agotado todos los esfuerzos para curarla, o al menos para detener o aminorar el avance del mal. Les aseguro que hicimos todo lo humanamente posible. Lo lamento.

—-Cuándo... cómo...—murmuró Miguel, como si se hablara a sí mismo.

El doctor avanzó con cautela:

—Pronto. No más de un mes. Al principio se mantendrá como ahora, algo débil, lúcida, algunos dolores. Luego ya no podrá levantarse, perderá la relación con la realidad, se debilitará vertiginosamente —Anunciar crudamente el seguro final era menos doloroso, pensó.

Largo silencio. El médico tenía la paciencia de un monje.

—¿Tiene que permanecer internada? —fue la pregunta de Miguel—. Pensar en los últimos momentos, pasados en la frialdad paradójica de un lugar de salud, sobrecoge. Le pareció percibir, mientras decía esto, un gesto de afirmación y alivio por parte de su esposa.

—No. Que use, en lo que pueda, el tiempo que queda. Esto depende más de Uds.; cada paciente lo encara a su modo.



Los siguientes días los ocuparon en planear el viaje. Pasarían juntos, inseparables, en el mejor lugar posible, todos los momentos, hasta el último. Acordaron en ir a una hostería en Córdoba, en cuyas cabañas se habían conocido, años atrás.

Prepararon su equipaje final. Seleccionaron las cosas que les ayudaran a evocar momentos sensibles de la pareja.

Comunicaron a familiares y amigos la decisión. Sólo dijeron que tomarían una semana de vacaciones, antes de la internación. Podían darse el lujo: alquilaron un vehículo que los dejó, en pocas horas, en la entrada de la cabaña. Era de tarde, ya estaba refrescando.



El viaje había sido silencioso, sólo comentarios ocasionales. Ana se sentía contradictoria; necesitaba eludir la presencia ominosa del futuro anunciado. Siempre se había imaginado racional ante el hecho de la muerte. Un proyecto, una espera, levan terror –o rencor- a la idea de la muerte. Pero ella -¿ellos?- ya no esperaban nada.

Miguel observaba los cambios de semblante de su mujer. Denunciaban una lucha interna, que hacía distante la posibilidad de encarar serenamente los momentos siguientes. Encerrada en sí misma durante todo el viaje, se limitó a acompañar comentarios circunstanciales de él.

El resto del día lo dedicaron a refrescar vivencias del viaje anterior. Cansados y serenos, se acostaron en paz.



El llanto de Ana despertó a Miguel. Era de un fluir suave, continuo. Se incorporó en la cama, tomándole una mano, que ella abandonó.

—Me espanta la idea de una agonía dolorosa. No sé si los calmantes recetados ahuyentarán el dolor, y a costa de qué otros síntomas, qué consecuencias para mi lucidez, y mi valor. No quiero retorcerme entre las sábanas. No quiero que me dopen.

Miguel también temía ese desenlace; lo indignaba. Una agonía así aplastaba la dignidad humana. —-No vas a sufrir- le dijo. —No hay por qué.

Ella apoyó la cabeza en el hombro de él y cerró los ojos.

—¿Estarás conmigo hasta el final? —preguntó Ana—. Me duele dejarte sólo.

—Yo te acompaño. Hasta el final.



Desayunaron, escribieron unas cartas. En la cabaña abrieron el bolso de los recuerdos: fotos, cartas, objetos. Los fueron esparciendo sobre la cama y, recostados, comenzaron a devanar el ovillo de la memoria. Exclamaciones alegres, suspiros, varios ¿te acordás? acompañaron la travesía.

—¡Dieguito! —exclamó Ana al extraer la batita del hijo—. No pude siquiera darle de mamar.

Nunca había podido superarlo, y no era éste el momento de esquivar el puñal del recuerdo.



Desnudaron los últimos pensamientos.

—Yo sé que siempre fui cobarde —inició ella—. Siempre, como ahora, extraía toda la fuerza de tu compañía. No tengo miedo a la muerte, tengo miedo a la soledad, y no hay mayor soledad que tu ausencia. Anoche tuve un sueño, que no recuerdo haberlo tenido en hace muchos años atrás: iba, de la mano de mi padre, por un camino solitario. Una casa abandonada llamó mi atención y, como siempre, tironeando de la mano, llena de curiosidad, lo fui arrastrando hasta la puerta. Entré. En ese momento me di cuenta de la enorme negrura del lugar. Intenté tironear de la mano y me di cuenta que estaba agarrada al vacío. Detrás de mí, mi padre, y la puerta, habían desaparecido. Me desperté transpirando, el corazón el la boca.

—¿Te ha sido pesada mi dependencia? —preguntó Ana, luego de un momento.

—Nunca he sido más valiente que cuando te llevaba de mi mano —respondió Miguel—. Fui el espejo de tu mirada. Lo que querías que fuera, lo era. Sin ti....

Posiblemente me haya convertido en espejo, sin imagen propia, pensó Miguel.



—Ahora —dijo Miguel, incorporándose— , vamos al jardín.

Era de noche. La ayudó a recostarse sobre uno de los sillones, entró a la cabaña, fue a la cocina, echó agua en dos vasos y disolvió en ambos las cápsulas. Llevó ambos vasos al jardín, dio uno a su esposa, depositó al otro sobre la mesa.

—Bebe, —le dijo. Ella agotó el contenido sin apuro. Puso el vaso vacío sobre la mesa.

Él se sentó en el otro sillón, su vaso en una mano.

—¿Viste? —preguntó —. Como la otra vez, el río de leche, la Vía Láctea, cruzando el cielo, brillante y misterioso. ¿Te acordás? Aquí nos conocimos, dos almas solitarias, temerosas de las heridas de la vida, que –quién sabe por qué- inmediatamente confiamos el uno en el otro.

Ella reclinó la cabeza, él vació su vaso, tomó la mano de su esposa y continuó:

—Te vi, nos vimos, y sin conocernos comenzamos a jugar —rememoró él —.Adonde vas, te dije.

—A la loma —te respondí..

La mano de ella se ablandaba en su mano.

—¿Te acompaño?

—Si podés, alcanzame.

—¡Voy con vos!.

Y corrí detrás, y justo al llegar a la loma, estiré la mano y alcancé la tuya y........... .....

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De nada

Carlos

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