miércoles, 11 de febrero de 2009

La mano

I
Del desagüe salía una mano.
Cada vez que, al levantarse, intentaba lavar su rostro para deshacer con el agua los residuos de sus pesadillas, salía una mano del desagüe.
Al abrir la puerta cada mañana, una mano la acompañaba hasta el otro lado para abrirle el ascensor.
La misma mano, extendía su índice con ademán seguro y pulsaba la tecla B.
Allí, desaparecía.
Una vez que abandonaba el portal parecía estar sola.
Caminaba sola por las aceras.
El asfalto se confundía con los resquicios de la noche, pero la pesadilla no volvía a su mente.
A paso ligero, sin mirar hacia atrás por miedo a ver, sin mirar hacia delante por miedo a no ver; mirando hacia dentro de sí misma, deambulaba por las calles de cada día, siempre iguales y siempre diferentes.
En un edificio que le era hostil se iba dejando la piel cada mañana, eternos desconocidos que nunca la observaron, tampoco hoy percibirían su presencia.
Todo lo llevaba dentro, para qué mirar más allá de su propia mente.
Estaba allí, nadie lo sabía pero allí estaba. Ella podía sentirlo, se abandonaba a su caricia, se entregaba cada noche al roce de sus uñas, y su piel se sentía viva, su respiración se agitaba, le vibraba el alma y después, el sopor invadía sus entrañas.
Antes de caer en el sueño, notaba como unos nudillos ligeramente peludos acariciaban su sien.
Cuando llegaba el sueño, la mano desaparecía y, en su cerebro, quedaba un hueco inmenso, donde todas las pesadillas tenían cabida.
La mano volvía con el primer chorro de agua. Volvía por el desagüe de la ducha. Cuando las primeras gotas resbalaban por su barbilla y podía verla, la recibía con alborozo sabiendo que estaría con ella, dentro de ella, cada instante del día, ocupando el vacío dejado por las pesadillas de la soledad, llenando el vacío de la indiferencia de otros.
Era la mano amiga, la mano amante. La mano que guiaba sus pasos entre las brumas, la mano que la abandonaba al sueño, la mano que alentaba su propio aliento, el único afecto que la aferraba al mundo, que la invitaba a seguir, el único motivo de su existencia.
II
Llamó el vecino de abajo. El agua caía a torrentes desde su techo.
Todo parecía indicar que la inquilina del segundo había salido de viaje dejando algún grifo abierto.
El agua les había faltado tres días debido a las obras de la calle.
Dicen que nunca recibía visitas.
En el trabajo nadie la recuerda, ni siquiera saben su nombre. Se dieron cuenta de que llevaba días sin aparecer, porque ya no quedaban tazas limpias para el café en la sala de reuniones, los ceniceros estaban rebosados y en el suelo empezaba a ser evidente la falta de limpieza.
Estaba allí, su cuerpo inerte, hinchado, unas marcas en su cuello delataban que había sido estrangulada.
La puerta estaba cerrada y también las ventanas. Nadie las había forzado.
El fregadero lleno de platos sucios.
Sólo sus huellas por todas partes.
Tampoco hay señales de pelea.
Lo más extraño de todo es que el desagüe de la bañera no estaba taponado, los fontaneros tampoco han encontrado nada que pudiera estar obstruyendo la salida del agua y en los labios de la víctima aún se percibe una sonrisa de alegría, de consuelo, de esperanza, de plena felicidad, como cuando te reencuentras con un viejo amigo que en algún tiempo fue tu alter-ego.

Lena

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