martes, 28 de agosto de 2012

CASTILLITOS



Fede no había venido la semana pasada al bar. Y hoy, ya medianoche, todavía
sin aparecer. Yo no estaba inquieto, pero me llamaba la atención. Todos los
sábados, al cerrar la aventura del viernes, no importa por dónde lo
llevaran sus incursiones, nos encontrábamos en el bar del Negro, para
cerrar la jornada. Si no, cualquiera de los navegantes de Corrientes me
pasaba un mensaje.
—Che, Sobaco Culto, el Fede no viene, después te cuenta. Pero me encargó
que tome el café que le debías.
Ya me iba a contar. Seguramente algún balurdo, denso, que le justificara
flagelarme un rato por mi “neurooptimismo” **, mi confianza en el amor, en
un mundo en paz, siempre inminente.

Ahí entra. Peor que otras veces, parece. No devuelve los saludos. Se
despatarra en su silla y sin mirarme, se queda en guardia. Yo ni mus, no
pienso darle pié. Al rato cambia de táctica.
—¡Vos y tu paz! “¡Paz y amor! Unamos las manos”, por este lado, “pan, paz y
trabajo”, por el otro. ¡Infelices! ¿Y la cirugía? Hay que amputar, viejo,
sin misericordia. Son todos ilusos, o falsos, una manifestación por mes,
tomados de las manitos, todos satisfechos, y la pústula creciendo.
Estaba cargado. O algo había desminuido, si fuera posible, su homeopática
confianza en el género humano; o había rebotado con una mina.

En la paz, y en el amor, no es que no creyera.
—La gente cree en la paz, en el amor y esas meritorias boludeces —me dijo,
comenzando la catarsis—. Pero también cree en la gente, y ahí cagó la
gente, no sé si me entendés. Para mejorar, para curarte, para la paz y el
amor, no tenés que estar muy infectado. Si la gangrena está avanzada,
cagaste, viejo, cagaste.
El lenguaje escatológico era síntoma de una crisis grave, o por lo menos
insoportable para los amigos presentes, o sea yo.
—¿Te enojó que tu mamá te haya venido a buscar? —fustigué, para eso están
los amigos. Se comentaba un encuentro –en este bar, creo—, con una veterana
con más veredas que Rivadavia. Después se fueron juntos. Yo lo creo, porque
el Fede era un calentón, de esos que, pasando la medianoche, “si es mujer
mejor, si no, lo que venga”.
—La puta que te parió —reaccionó educadamente, mostrando gran estabilidad
emocional—. Pero tienen razón, tus alcahuetes, esa mina me abrió el
precipicio. ¿Trajiste la palita y el balde? Para que hagas tus castillitos,
con la mierda que eche.
Pedí otro vino, me acomodé, preparándome para el aluvión.
*
La mina, esa jovata, me miraba desde la vereda. Se veía cansada, dudando
entre levantarme o tirarse en mi mesa, que no la joda. Al fin entró,
esquivando al mozo, y se metió en el baño. Cuando salió le dije al petiso
que la interceptaba “esa señora está conmigo, mozo, sírvale lo que pida”.
Una grapa. El petiso se alejó, yo veía cómo temblaba de la risa En diez
minutos, no más, todo Corrientes y el Bajo ya estaba enterado. El Fede
enganchó una pende.
Del baño, además, salió revocada. Estaba patética.
—Apuro el licor y vamos, ¿eh, cariño? —licor, decía.
—Me encantaría, pero no hoy.
—¿Entonces? —no le gustó la idea de estacionarse otra vez en la vereda.
—Charlemos. Soy escritor, ¿sabés? —mentí. Soy curioso, que es sólo el
principio—.¿Cómo anda, tu vida?
—¿Qué vida? —Para colmo ni un cliente, y este morboso. Pero con tal de
seguir sentada. Además tenía ganas de hablar, de reclamarle a la vida—. Mi
cafiolo me está echando.
—Consiguió una pupila tosca, inepta, pero carne joven —apreté. Mientras no
se le diera por gritar en el bar... Ya iba por la segunda grapa—. ¿Vos
creés que yo quería ser puta?¿qué soñaba ser baboseada, manoseada,
ensuciada por unos mangos? A mí me tiró la necesidad, la miseria, y algún
inescrupuloso con labia —no mentía, no le quedaban ganas.
Yo, como siempre en estos casos, me sentía culpable, representante de una
mitad de la humanidad, inmoral por naturaleza, por genes. Estaba perdida,
le quedaba poco. Y en descenso, limpiando baños, se masoqueaba.
¿Y familiares? No. ¿amigos? No. Me boicoteaba todo, o no le quedaba nada.
*
El Fede estaba cada vez más posesionado por su relato, como arrastrado al
naufragio previsto, inevitable.
*
—Veni, quiero mostrarte algo. Un salvavidas. No tengas miedo, ya no como
jovencitos. Vení, nene.
Al final la seguí. Al salir del bar imaginé el volante repartido en todos
los puestos de Corrientes: “El Fede pinchó. Joven princesa oriental
confiesa: Me hizo mujer”.
Pero, caminando por las calles oscuras, vacías, la realidad me entró en
razón. ¿Qué le esperaba, a la vieja?¿Qué solución podía sacar, de qué
galera? Estoy acompañando a un condenado a muerte. Ni curiosidad me
quedaba. Pero ya no podía abrirme.
Si hubiera una salida se salvaría, pensaba. Podría recuperar la confianza
en el género humano, amar. Tiene razón Sobaco. El amor cura. Yo soy el
incurable. Pero ahora necesitaba creer en algo.
La escalera, el pasillo de la pensión, agonizaban bajo la luz mortecina,
parecía una catacumba. Abrió la puerta, una de tantas.
—Entrá. Ponete cómodo. Ya vengo —Se perdió detrás de una cortina. Al rato
volvió, acompañada. Una... nena, trece, catorce años. Repintada, un vestido
minúsculo, transparente, mostraba un cuerpecito aún incierto, desolado.
Imitaba la sonrisa cansada de las putas trasnochadas.
—¿Tu hija? —pregunté, por decir algo, el abismo a la vista.
—MI nieta, una de ellas. Son muchos hijos, me traje ésta. A mi me salva y
ella aprende —Le dio como vergüenza, por ella, no por la nena— Está como
nueva. Por ser vos, hoy, paga la casa.
Me escapé. Encima mío el cielo temblaba, anunciando el fin del mundo. ¡La
gangrena! ¿Qué podía hacer?¿Matarla, pobre víctima incurable del virus de
la vida?¿Y con la nieta, sacarla de ahí, y venderle un futuro de arco iris?
Yo le vi la carita, ya cruzó la barrera.

Eso fue la semana pasada. Ayer no aguanté más. No hay salida, pero tampoco
podía quedarme quieto. No me soportaba. La encontré, a la vieja. Un
esperpento. Despeinada, los pelos blancos de punta, la piel, por primera
vez en años, sin pintura, cadavérica, la mirada vidriosa.
No se asombró. Como si me esperara. Se tiró en la silla.
—Ya no está —me dijo—¿Qué va a ser de mí? No pudieron salvarla.
—¿Qué pasó? —pregunta imbécil, inevitable.
—Algún degenerado, un pervertido, dicen. Yo le decía, la calle es
peligrosa, ella tan chica...
—...
—Ya murió.
*
—¿Muerta, la nena?¿Tan joven? Trece, catorce años, en el comienzo, con todo
el futuro por delant... —La mirada acerada de Fede, su rictus terrible, me
congelaron. Otra frase estúpida y me mataba. Y tenía razón.
Seguimos así, en silencio, quietos, sin mirarnos, no sé cuanto.

*© Carlos Adalberto Fernández*

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