domingo, 21 de diciembre de 2008

TOCALA DE NUEVO, SAM



Cuento melancólicamente porno



Lo que te voy a contar lo viví yo -sudaca, argentino- en un tugurio de Nueva York.

Se llamaba –me contaron- Samantha. Y era en su juventud el más conocido tragasables de los alrededores. Es una historia como aquí la rubia Mireya, sólo que en tiempo de trolo.

Los machos se peleaban por ella (sí, ella, dije), hubo hasta duelos legendarios, a pistola no a cuchillo como aquí. Y no era, dicen, que como travestido fuera un minón que qué te importa después de un rato y unas copas. Rasgos angulosos, piel arrugada, pelambre como carpincho, su atractivo le venía de adentro y... me refiero al alma. Digo ella porque se lo merece, décadas de feminidad vocacional, sin necesidad de cirugías ni hormonas envasadas. Era felina, una pollerita que dejaba ver hasta el cruce unas piernas que ni la Marlene, medias caladas, tacos desafiantes, tenía lo suyo, que atraía a putañeros de alrededores.

Moraba, ejercía en un burdel oscuro, en un sótano que oficiaba como templo de jazz. Son como santuarios escondidos, de un culto pagano, o simplemente alguna boludez que los demás no entenderían.

Siempre sentada en la barra, luego en un banquito al lado del piano, oía Samantha y se encaminaba a la piecita del fondo. En su camino repartía saludos y besitos y (igual que al circunstancial solicitante) la gente la miraba con una sonrisa cómplice. Faltaba que gritara que vivan los novios.

El tiempo pasó y tuvo que colgar el instrumento de trabajo. El principal. Además estaba demasiado fea, era un acto de coraje encamarse con ella. Pensó en retirarse pero no la dejaron. Los clientes, los habitués y hasta los cultores de jazz la convencieron que era parte del decorado. ¿Te Acordás de Indiana Jones y ... esa película donde buscaban el Santo Grial? ¿Te acordás del Templario, que todavía estaba de guardia porque en la cueva no entraba ningún viento, si no quedaba esparcido en el aire? ¡Por qué estaba ahí y no llamaba al geriátrico a que lo busquen? No tengo la menor idea, pero así se siente en esos templos.

Adaptada a las circunstancias, paulatinamente, cambió su vestimenta por un guardapolvos dejado por algún lustrabotas, adoptó las pantuflas como anfitriones permanentes de sus pies, limitó y depuró sus oficios a los de mayor contenido esencial y mayor carga simbólica, como una misa económica. Inclusive después tuvo que dejar el sexo oral; con la mitad de los dientes la cosa se hacía peligrosa.

Pero esas manos... esos dedos sabios, ubicuos, inclaudicablemente curiosos.

Ahora lo llamaban Sam, ni hacía de travesaño, ya no importaba lo que era. Se acercaban prudente y respetuosamente, se sentaban al lado de su banquito, susurraban Tócala de nuevo, Sam, y él giraba, arremangado, una toallita colgada del brazo (en invierno usaba uno de esos aparatos de las peluquerías de antes, para calentarlas) . Los clientes de siempre. Los pocos que quedaban, no se si iban por calentura o por nostalgia.

Y ahí mismo, en un rincón, al lado del piano, con una delicadeza que ni la Samantha original, decía con permiso, extraía y comenzaba la sagrada eucaristía en homenaje a ese pequeño desvalido, ya difícilmente arrogante, ocasionalmente necesitado. Los ojos cerrados pero como mirando el cielo (o las telarañas), un cigarrillo en la boca, nada los diferenciaba de los otros parroquianos.

Yo estuve ahí, una de esas noches. No sé qué es lo que ví, qué es lo que imaginé o me contaron. Había oscuridad, jazz, gritos, humo, gente en otras cosas, y yo con vergüenza de mirar. Pero por un momento, me pareció, todo se detuvo, hubo como un resplandor, luego un Gracias Sam y todo siguió.

Te aclaro: mientras me dé, voy a apuntar para donde me indicó mi papá, pero aprendí a respetar todos los cultos, con su belleza insondable, hermética. Si a alguien le gusta, por algo será.

Esto fue hace tiempo. Capaz que ya murieron todos los oficiantes. O una nueva autopista terminó con la calle, con el bar. Ya se sabe, las especies difícilmente sobreviven fuera de su hábitat natural.

Por eso, la otra vez que volví a ver Indiana, en la escena del Templario no pude evitar un lagrimón. ¡Puta con el progreso, como arrasa con la biodiversidad!

Carlos Adalberto Fernández

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