lunes, 15 de junio de 2009

COSAS DEL NEGOCIO

Cuando llegó al pueblo, don José deslumbraba a las mozas de Villabermeja por su negra cabellera y por su verbo fácil más que por su flamante y recién estrenado título de abogado. Don José era vecino de Alamillo, pero como en su pueblo ya había dos abogados pensó, acertadamente, que entre la sabiduría de sus paisanos y la poca confianza en la justicia que éstos tenían, poco porvenir tenía si montaba allí su bufete.

Total, que dispuesto a ejercer una profesión de la que ya dijo algún paisano mío aquello de que "Dios te dé muchos pleitos, aunque los ganes", don José tomó sus bártulos y, una mañana de otoño, allá por el tiempo en que las ranas criaban pelos y él los tenía como el azabache, se presentó en Villabermeja dispuesto a hacer fortuna.

Los primeros meses fueron de toma de contacto con la realidad bermejina. Una toma de contacto que, si bien le dio pocos disgustos, le deparó aún menos cuartos. Cuatro pleitos que no llegaron al juicio, tres mediaciones en compraventa de unas fincas y dos asesorías testamentarias lo tuvieron más tiempo en la taberna de Blas que en su despacho.

-Al menos han servido para darte a conocer –lo consoló su padre una tarde en Alamillo después de rellenarle la cartera con diez billetes de los grandes y un gran dolor de corazón.

Y era cierto, a los dos meses de llegar, don José ya era conocido en diversos ámbitos populares de Villabermeja. Aunque, en un principio, aquellos conocimientos prometían poco en orden a su futuro profesional, no era menos cierto que alguno de ellos podría llegar a solucionar más de un problema económico. Don José había comenzado por ser el culpable de que las mozas casaderas del pueblo asomaran sus rizos por la puerta de la taberna cada dos por tres:

-Blas, ¿ha visto usted a mi padre?

Sus miradas, engañando a la palabra, se clavaban en el rostro del joven letrado. Luego, su figura desaparecía mientras una risita nerviosa se filtraba por las rendijas del establecimiento. Y como la envidia cochina suele ser un pecado bastante común entre los mortales, más de un joven bermejino dio en cavilar un escarmiento que si no ponía en fuga al nuevo rival, al menos sirviese para hacer ver a las mozuelas que la admiración de la ignorancia nació. Como para eso no había mejor remedio que una cura de humildad, he aquí que don Nicolasito que, al igual que su padre, estaba perfectamente equilibrado en riqueza e inteligencia –lo que le sobraba de la primera le faltaba de la segunda- tuvo la feliz ocurrencia de preparar una trampa a don José que acabaría con todo su éxito entre el sexo contrario.

Dice mi abuelo, que fue contertulio de don José por aquellos tiempos, que asno con oro alcánzalo todo. Y algo así debió pensar don Nicolasito. Lo cierto es que aquella broma supuso un cambio radical en la vida de don José, aunque no en el sentido de lo deseado por el joven cacique.

Vea usted si no.

Pensando que donde no hay pleito no hay juicio, con el fin de dejar en ridículo a don José, el muchacho no tuvo mejor ocurrencia que simular un enfrentamiento con su padre por un quítame allá esta finca que heredó de su tía doña Cuaresma, perdón, quise decir doña Rosario.

Doña Cuaresma se había hecho acreedora de tal nombre cuando apenas tenía quince años. Entregada a la oración y a la penitencia heredó la "Finquita", un terreno en el que pastaban varios cientos de vacas. Y como la gracia de Dios fue la única gracia que doña Cuaresma tuvo en toda su vida, la buena mujer murió soltera, virgen y sin más heredero que don Nicolasito.

Al decir de don Nicolás, las vacas de su cuñada tenían un problema: la superficie de la "Finquita" era tal que había reses que no se conocerían ni de vista aunque estuviesen buscándose durante treinta años caminando sin parar.

El caso es que como don Nicolasito era alérgico al trabajo, dejó en manos de su padre la administració n de la herencia. Y como no hay maldad que el pueblo no eleve a realidad incuestionable, el joven hizo llegar a oídos de don José el bulo de que don Nicolás quería vender la "Finquita" a sus espaldas.

Una vez abonado el terreno, el buen mozo no tuvo mejor idea que hacerse el encontradizo con el abogado. El encuentro, como es lógico, tuvo lugar en Casa Blas delante de una botella de vino del país. Como quiera después de dos botellas don Nicolasito tenía ya su nivel de sangre en el alcohol bajó a unos porcentajes mínimos, olvidó que abogado y doctor, cuanto más lejos mejor, y acabó firmando un contrato según el cual, en caso de que don José consiguiese paralizar la venta de aquel predio un tercio de la "Finquita" pasaría a ser de su propiedad. Primera conclusión: el supuesto intento de venta nació tan paralítico como el cerebro de don Nicolasito. Y como los contratos son para cumplirlos, el negocio tuvo una segunda conclusión en el bolsillo de don José: por obra y gracia de la escasa cantidad de sangre que el día de marras circulaba disuelta en el alcohol por las venas de don Nicolasito, un tercio de la "Finquita" pasó a sus manos.

Y para que nunca más ocurriese desaguisado de tal calibre, don Nicolás, aprovechando el viejo escudo nobiliario que pervivía cubierto por mil capas de cal sobre el dintel de la puerta de su casa, mandó labrar bajo él una frase lapidaria que, esperaba, nunca olvidarían sus descendientes:

Con los descuidados medran los abogados.

Manolo Cubero

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