viernes, 31 de julio de 2009

El Abuelo y la mansión del monte

A Fanny Jaretón

A ninguno de los sobrinos le gusta que se vaya de visita a casa del Abuelo y se les obligue, por una estúpida convención de familia, a festejarlo y conversar con él. Es un viejo descocado. Regañón, bueno para dar extraños consejos, y filosofar sobre las muchas puertas por las que fluye el tiempo, en superposición y conexión con el Hoy / Ahora / físico. Todas las múltiples versiones de futuro de las que habla se relacionan a una singular versión del espacio.

El no ha perdido la costumbre de su hablar vibrante. Para emocionarlo sólo basta que se le plantée el tópico del tiempo. El misterio de los universos futuros que se comunican mediante la emoción con el presente físico. «Cuanto más poderso es un futuro probable, más fuerte la urgencia de elegirlo». Cree que la fuerza de voluntad es la mayor de las virtudes.

En su casa, nunca puso luz eléctrica. No le interesa saber del mundo ni por radio ni televisión. El Abuelo medita, o piensa deliberadamente, en los futuros o realidades, que le cuadran. Pone mucha energía en tales pensamientos y ha advenido con tal poder atractivo que atrae luz de entidades cuya luminosidad es interior y habla de Tejas de Fuego y su tejado es luz. Para el Abuelo, cuyos ojos son todavía centelleantes, «la luz está dentro del cuerpo», no fuera. En la oscuridad, puede ver más eficientemente que un búho.

Además de que vive en otro tiempo, en cierto arcaísmo caprichoso, su casa está muy distante del Pueblo. «En un monte lejano, oscuro y sinuoso», como dice la madre. Sin embargo, por voluntad de su último hijo, recientemente fallecido, un día al año se le dedicaba para ir a verlo y que no muera solo. Es el día de su cumpleaños. Y el abuelo cumplió los noventa inviernos.

Siempre se tuvo la impresión de que el Abuelo, por su aislamiento y las crisis económicas del país, se habría arruinado. Y, peor juzgado, se le tiene por miserable. Hay un cierto fastidio porque no se acaba de morir. Es más, se comenta que él los enterrará a todos. Su salud es envidiable. Sigue estruendoso como si llamara a las gallinas, o animales en sus traspatios, en lo más oscuro de esas noches del monte.

Hace 40 años, su casa fue una mansión, siempre bien cuidada, digna de un hacendado y extrañamente, ya por la viudez, no la vive mas que él. Uno que otro vecino lo visita. El Alcalde le paga para que informe si ha muerto. Hay quienes alegan que él habla con el Diablo desde que murió la Judía / su mujer. «La única que aprendió cómo el aire controla la vista; el éter, el sonido; y la emoción de la voluntad, abre los tiempos».

El terreno de su propiedad es vasto. Desde hace diez años, cuando se descuidó la costumbre de visitarlo, acentuado por el hecho de su viudez, sobre lo que los sobrinos discuten es la riqueza que él pueda dejar y a quiénes. Otros hijos del Abuelo desparecieron; pero el Abuelo no es quien asegura que haya sido así; él lo que dice es que se han ido a dimensiones que él llama «Los Devachanes», mansiones de riqueza y reposo en los futuros probables. Y se ha lanzado a buscarlos, a viajar en el tiempo y, cierto es, están en otros devachanes que no son a la semejanza de éste, su casa construída y bendita por la bondad de este monte.

«Ese un viejo solitario y excéntrico».

«Es debido a la muerte de sus hijos y su esposa que se deschavetó».

Ahora, sí, ahora... los sobrinos se desvelan por lo que tiene él como dinero guardado. Han rastreado si paga los impuestos y averiguaron que tiene los impuestos pagados por anticipados hasta una fecha qye supone que él vivirá varios siglos. Paga con rocas de oro, estupendamente cotizadas por evaluadores. «Una pepa de oro se engarzó a un cuarzo, con ribetes diamantinos y una forma de huevo, que él llama el primer huevo de Seb en sus corrales».

Según esta cáfila de especuladores, ni sus propios padres dejarán para ellos alguna herencia, como la del abuelo. Alguno que otro, en estos años, ha ido como espión y le lleva un regalo, alguna bagatela y conversa con él... «¿Es cierto que el monte guarda una mina? O es mentira del señor Alcalde». Es inútil que se le saque información distinta a la que él gusta para explayarse: por ejemplo, el día que una lluvia de culebras color bronce llenó los campos. «Eso es una leyenda y, supuestamente, data de los tiempos de los indígenas que hoy no existen, los días del exterminio». El anciano dijo que las culebras le hablaron («como nadie me visitaba ni me hablaba ninguno, comencé a hablar con ellas, a veces de año en año regresan y, para mi sorpresa, me respondieron; dan sus secretos» y, entonces, lo pensaron desquiciado o embustero. Lo adjudicaron a la muerte de su esposa. Su esposa se llamaba Nachash, que significa Serpiente en hebreo. Y el dominio del tiempo, sí... sus espiritualidad exótica, ayuda a que se le piensa más loco.

El no da cuenta sobre la verdadera extensión del monte donde vive y si realmente es suyo; él prefiere decir que el Monte es sagrado. Deja que vengan científicos e ingenieros de minas. Nunca hallan ni los fósiles de la serpiente de bronce que ante teólogos y antropólogos él ha descrito con lujo de detalles... Muchas bendiciones acaecen donde el Abuelo pisa, con la gente que le habla con verdad, sin mala voluntad. Pero a muchas millas, a la redonda, se sabe que él toma por ciertas las leyendas sobre el Monte de las Serpientes y del demonio que vendría a convertirlas en cisnes. «El viejo es chiflado, sí. Pero es inofensivo y generoso».

Otro de los sobrinos, que murió hace dos años, uno después que su padre, se infartó al saber que aún la casa en que vivió, como un bueno para nada, fue un regalo del abuelo a su padre y que, en el negocio familiar de abarrotes, el dichoso Abuelo figura como socio inversionistya y, al parecer, dio todo el dinero. «Ese abuelo miserable es rico». Obsesionado con la riqueza del Abuelo, se murió de un coraje. «De codicia», diría el Abuelo. Dijeron que ese día vino y le pagó el entierro y unas misas.

«El Abuelo nos está enterrando a todos», dijo otro que, por primera vez, se plantearía si será probable que una cierta granja de Gallinas de Seb y de Cisnes de Kalanhansa, en el Monte de las Serpientes, sea lo que al Abuelo le permite su generosidad, porque, aún siendo sobrinos ingratos y presumidos [dizque con el beneficio de ser muy urbanos, hijos de la Gran Ciudad], cuando iban al campo a verle, no iban por amor. Sus padres no regresaban con las manos vacías: Lkenaban sus camionetas con costales de frutas, viandas y verduras; y siempre había un pretexto para plantear al Abuelo una emergencia, una deuda, un problemilla que no era suyo, un capricho para el menor o el mayor... Y no era que el negocio familiar de abarrotes fuese tan mal.

Como dijera su hijo: «Del negocio de abarrotes nos dio carrera nuestro padre y nos pagó hasta las bodas; pero, así como generoso, el Anielo lo es con otros, debiera ser con su hijo, Mamá. ¿Qué puede esperarse de un vejete que rechaza la luz eléctrica porque piensa que, con la voluntad, el interior del cuerpo irradiará más luz que los volcanes?».

Es verdad. Se las pasan haciendo planes con la herencia del Abuelo, porque ya el Padre no cuenta. Se murió. El que decía:

«Tarde o temprano mi padre, tu abuelo, se muere y ya que es a mí el quien él quiere o ha procurado más; único entre sus hijos que no lo dejara solo, me heredará», pero, vana espera. Se murió. Y, paradógicamente, se supuso que, anteriormente, el Abuelo enterró a seis de sus hijos. Seis tíos que ellos odiaron gratuitamente porque eran campesinos, distintos a quien se vino a la Ciudad para ser abarrotero y conocer la luz tecnológica de las centrales hidroeléctricas, las pantallas de la Televisión y los noticiarios por radio. «El Abuelo habla de viajes intergalácticos y agujeros negros y no vjo, como nosotros, cuando en tiempos de Kennedy, el hombre pisó la luna. No vio nada ni por televisión», observa un sobrino. Y el padre dijo: «Da qué pensar. Es que mamá era judía y no fue mujer de campo, hasta que se casó con él».

En su entierro, el Abuelo dijo a la viuda de su último hijo: «Este fue el único que rechazó lo más valioso que yo y su madre le quisimos dar».

«¿La hacienda? No sea mentiroso. Usted no quiso que él la vendiera y, si él no la vende, para nada nos sirve, un monte de serpientes en un villorrio de supersticiosos» .

«No hablo sobre la hacienda. Hablo sobre lo que mi viudita recopiló de las conversaciones mías con las serpientes y el mensajero del Tiempo».

Aquella mujer ignorante, incrédula, pragmática como todos ellos, volvió a reírsele en la cara y gesticuló de modo que no quedara dudas a quienes le miraban que estaban delante de un loco, viudo de una judía más loca; pero, ya suavizando su habla, le dijo:

«¡Ay, Abuelo! No nos complique la vida. ¿A quién, entre nosotros, les ha gustado el monte de donde usted no ha querido salir jamás? Dígame uno que sea campesino en esta generación, a partir de mi difunto esposo... Todos estudiaron. Son administradores, universitarios y tecnólogos en cualquier especialidad y lo hicieron para no quebrarse la espalda, con el azadón al hombro... y hasta el día de hoy ansío yo, como lo hizo su padre, ahi difuntito, que vistan de limpio desde que se levantan hasta que se van a la cama con sus mujeres... ¿A quién ve usted, entre nosotros, que le guste liarse las horas criando gallinas cagonas y alimentando cisnes, a la vera del riachuelo yendo por caminos de fango?»

«Pero el campo hace a la gente fuerte y prudente».

«Mi esposo murió prematuramente. La Ciudad no lo mató, no diga eso».

«Es el sufrimiento lo que mata».

«Pues, sí. Usted con su egoísmo mata desde el campo porque no ha soltado esos terrenos que nos habrían servido más y de una buena vez para solucionar los problemas que mi esposo se lleva a la tumba... Usted, que no ha querido ser socio de empresas que están yendo a la ruina, por falta de avales, usted que tiene la mente llena de musarañas y una actitud y tosudez arcaica que aleja a todo el mundo de su lado, usted nos mata».

«¿Qué me ocultó mi hijo? si yo se lo hubiese dado todo. Yo le ofrecí lo más valioso, la verdadera heredad y se negó a aceptarla...»

«¿Criar gallinas y pajarracos? ¿un acuario de serpientes?»

El Abuelo ahora comprende. A todos faltó la paciencia para visitarlo, oírlo y comprenderlo. Es lo mismo aquí que allá. Se burlan de él, devaluándolo y no disimulan el deseo de verlo morir. «Usted es quien debiera ocupar ese ataúd», le habían dicho cuando se personó al velatorio.

Se sintió herido, al fin. Y preparó su cosas para irse, sin quedarse para el entierro. Sabía que no era bienvenido. Ninguno de los sobrinos le dijo: «Quédate: Al menos, entierra a éste, nuestro padre, porque fue el menor y más querido de tus hijos».

Antes de que regresara al monte, uno de los hijos que había custodiado el ataúd en la noche, vio que el Abuelo puso dentro del féretro un manuscrito. Disimuló para que el Abuelo no creyera que había observado el sigilo con que abrió el ataud y escondió el paquete.

Ahora que el Abuelo ha partido, se ha atrevido a sacarlo de la caja. Lo ha leído a vuelo de pájaro, a altas horas de la madrugada, en secreto y lo retuvo para sí. Como administrador de los fracasados negocios de su padre y del supermercado, que aún parece bendito por la sombra del Abuelo, después del entierro, hizo un llamado privado a todos los hermanos, su madre y allegados, cuando se fueron los extraños que daban pésames a diestra y siniestra.

«¡Estamos salvos!» y fue por el manuscrito. «¡El Abuelo nos ha dejado todo!», grita eufóricamente. Estaba literalmente bailando. Y parecía una celebración profana por las risas y algarabías burlonas que inspiraba el Abuelo y esta noticia inesperada.

«¡Y yo que creía que ese jijodeladesgracia era un tacaño loco!»

«Nos heredó en vida».

Pero, según pasaron las semanas, tras consultar legalmente lo que, en cierto modo, fue una herencia, se hicieron evidentes también las condiciones. Y el tropel familiar, nutrido como nunca, sin faltar uno de los hermanos, esposas e hijos, fueron a visitar al Abuelo. Especularon si, como familia heredera, convendría que el Abuelo viviera otros 90 años, o se acabara de morir, porque si es así habría que tomar precauciones. A sordas, se comentó si valdría la pena que este viaje se aprovechara para matarlo. «Ayudarlo a morir», fue el eufemismo.

Cuando llegaron al monte, un portal anunciaba un rumbo hacia El Devachán, nombre de la hacienda y la mansión. Les pareció que, antes que visitar los Gallineros de Seb y los criaderos de ibis y gansos, a los que se entraba por unos referidos cercados con paso hacia túneles, explicados con gráficas en el manuscrito, había que procurar al Abuelo. Y celebraron la existencia de un rótulo a la entrada de la Mansión. Decía: «El propietario se ha ausentado y vivirá con sus hijos».

La risotada fue ensordecedora. Quien leyó festejó: «El viejo ha muerto».

Se acercaron a leer.

«Dice que se ausentó, no que esté muerto», observa la madre.

«¿No te das cuenta? No tenemos un sólo tío paterno vivo. Todos están muertos, como papá... este rótulo fue su forma de anunciar su muerte, su deseo de unirse a ellos... nadie nos quitará lo que él ya dio y lo puso en nuestras manos con su manuscrito, su última voluntad».

Y entonces se animaron a pasar a la sala. Para la mayoría de los sobrinos fue la primera vez en diez años que entraban a la casa. Hallaron la puerta entreabierta y una oscuridad y frialdad que les helaba. No imaginaron que fuera posible. El hecho fue que, con su su entrada, pese a la cautela, se hallaron en medio de un túnel. Algo en la arquitectura y el ambiente, a su antiguo esplendor, ya no existía.

«¡Vámonos de aquí», anunció el primero que experimentó pánico.

La mansión había sido totalmente desamueblada. Pero no estaba deshabitada. Haciendo memoria, contando pasos, encendiendo linteras de mano, distinguieron lo que debió ser la sala, y por su cacaraqueo, una Gallina clueca y un Cisne como sus anfitriones. Por último, una voz... que les dijo:

«Los esperaba».

El Abuelo se materializó como si fuese un conjunto de haces de luz, cobrando semejanza humana. Sucesivamente, con el mismo, proceso vieron a su viuda viva y cinco de sus hijos, los alegadamente muertos. Y vieron al Cisne gigantesco y una gallina, agitando las alas a sus anchas, como dándoles la bienvenida.

Y creyendo que eran apariciones infernales se apresuraron todos a huir, casi bricando y aplastándose los unos con los otros. Y no volvieron más.
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Carlos Lopez Dzur

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