lunes, 23 de enero de 2012

El asado incomible


En una modesta vivienda del barrio de San Telmo, vivía un
cincuentón de sobrenombre Tito, parrillero tercera generación, con
su señora. Llevaban una vida austeramente feliz. Él atendía su
propia parrilla; ella era ama de casa. Pero un día, no sé si la
gente empezó a hacerse vegetariana o que mierda pasó, la economía
familiar comenzó a deteriorarse, tuvo que vender el restaurante para
cancelar deudas e irse a trabajar de asistente de parrillero.
Imagínense la frustración de Tito: después de tener su
propia parrilla, terminar de asistente limitándose a prender el
fuego y a acercar los instrumentos asadísticos. Lamentablemente, ahí
no termina la cosa. Una noche que el parrillero se enojó porque Tito
le alcanzó la cuchilla en lugar del tenedor, este último lo cagó a
puteadas, lo que ocasionó que el parrillero propinara un violento
punta pie en el culo de Tito y después lo despídiera. No sabemos si
fue bien echado o no, porque tenemos sólo la versión de Tito, pero
la cuestión es que se quedó en la calle y con boludeces que hacía su
mujer cuando estaba al pedo, o sea durante todo el día, se puso un
puestito de artesanías en San Telmo. Se vio en la necesidad de
hipotecar la casa. Y como con las artesanías apenas sacaba para
comer, no pudo pagar ni la primera cuota y pasados los términos
legales correspondientes, la casa fue rematada.
El día que debían abandonar la vivienda, decidieron comer
un último asado. Pero era tanta la angustia que sentían que ninguno
de los dos pudo probar bocado.
Dos meses más tarde, cuando el nuevo propietario hizo
posesión de la casa, sintió un olorcito espectacular viniendo desde
el patio.
¡Qué rico!, pensó. ¡Quién será el guacho que se va a
lastrar un asado!
Sí, para que se los voy a negar, era medio ordinario el
cristiano. Pero no sean criticones.
Al salir al jardín, no fue poca la sorpresa al darse
cuenta de que el aroma venía de su parrilla y por si esto fuera
poco, la carne ya estaba a punto. Nunca había visto una parrillada
tan completa: chorizo, morcilla, molleja, chinchulines, entraña,
riñón, asado, pollo, matambre y hasta morroncitos asados. Era el
sueño de cualquier hombre: entrar a la casa y encontrarse con un
asado listo para comer y sin siquiera haberse ensuciado las manos.
Su esposa, una señora muy amable y bastante entrada en
quilos, por no decir gorda que queda feo, al percatarse de dicho
manjar, se apresuró a poner la mesa. Destaparon una botella de totín
y se dispusieron a disfrutar de tan delicioso asado de bienvenida. O
al menos, eso intentaron, porque si les había llamado la atención
encontrarlo, más se sorprendieron cuando quisieron entrarle a un
chorizo quemadito y el guacho ni se mosqueó.
-Trae la cuchilla, vieja -gritó el hombre.
La señora rellenita, por no repetir entrada en quilos, con el hambre
que tenía, se metió rajando a la cocina y a los diez segundos se la
trajo a su marido. Ya con el instrumento bien afilado en la mano, el
hombre empezó a hacerle palanca para todos lados y el chorizo ni mu.
-No puede ser. ¡Qué lo re parió! -dijo y se secó la
transpiración de la frente-. Bueno, el chori te lo debo, ¿te paso un
chinchulín?
-Y bueno, dale.
Buscó el más crocantito e intentó pincharlo, pero tuvo la
misma suerte que con el chorizo. Parecía embalsamado el hijo de
puta. No había manera de despegarlo de la parrilla.
-Traeme la pico loro -dijo empezando a perder la
compostura.
La dagor empezaba a impacientarse.
-Toma, viejo. ¿Falta mucho? -dijo sin poder sacarle los
ojos de encima a un riñoncito que parecía estar para chuparse los
dedos.
El hombre agarró la herramienta con las dos manos y le
entró a un pedazo de tripa gorda con alma y vida. Por poco no le
sale una hernia de tanta fuerza que hizo y la tripa gorda se cagaba
de risa.
-¡La re puta madre que lo parió! –gritó con los ojos
rojos, un poco por el humo y otro poco por la bronca que tenía-.
¡Qué mierda pasa!
Ya hinchado las pelotas, le dijo a su mujer: Que se vaya a
la mierda, apago el fuego y nos vamos a comer una parrillada por
ahí.
Cargó un balde con agua y se lo tiró de lleno al carbón.
Después de chirriar y largar una enorme nube de humo, quedaron tan
prendidos como antes e incluso más. Luego de varios fallidos
intentos, que incluyeron arena, manta y sifones, decidió llamar a
los bomberos. El bombero que lo atendió, al principio, se cagó de
risa, pero como estaba al pedo, le dijo que salía para allá.
Ya en el domicilio de la, a esta altura, hambrienta
pareja, el bombero tiró agua a presión con la manguera como para
apagar el mismísimo infierno. Con decirles que se inundó la casa.
Pero el asado quedó sequito y crocante como antes y las brasas
parecían haberse olvidado de que se apagan con agua.
Día tras día, la pareja se encontraba con el asado a
punto, las brasas al rojo vivo y sin poder comerlo.
Meses más tarde, cansados del olor a asado, (porque
convengamos que lo lindo de ese tan sabroso aroma es saber que más
tarde o más temprano, la carne va a entrar en nuestras fauces. Pero
sentir el olor y tener el pleno convencimiento que no lo vas a comer
ni que te cagues, es como ver a una mujer desnuda provocándonos
desde una jaula con candado. Y si encima el olor sale de nuestra
propia parrilla, ya la situación se torna insostenible) decidieron
vender la casa ya que creían, no sin razón, que estaba embrujada.
Dado que estaba en un punto estratégico, la vendieron aún
más cara de lo que la habían comprado.
De más esta decir que el nuevo dueño tuvo la misma
desgracia y también la vendió.
Así fueron pasando distintos propietarios y el asado
estaba siempre en el mismo lugar, a punto y sin dejarse comer.
Incluso en una oportunidad, compró la casa un militar que
al ver lo que pasaba dijo: A mi no me vas a ganar asado y la puta
que te parió.
Llamó a una empresa demoledora para que le hicieran mierda
la parrilla. No hubo caso. Aunque le dieron como para derribar la
muralla china, ni siquiera un centímetro de pintura pudieron
sacarle.
Después de unos cuantos años, la casa se hizo famosa como
la del asado maldito y ya nadie quería comprarla.
Un buen día, el viejo parrillero Tito, pasó con nostalgia
por la casa y la encontró tal cual la había dejado quince años
atrás. Había colgado un cartel que decía: OPORTUNIDAD ÚNICA.
CONSULTE SU VALOR. NO LO VA A PODER CREER.
Efectivamente, el cartel tenía razón, recuperó su casa a
un precio increíblemente bajo.
Cuando emocionado volvió a entrar a la casa que había sido
de sus padres, lo primero que sintió fue ese olorcito tan particular
del asado a punto. Ya en el patio, casi se cae de culo al darse
cuenta de que el asado era el que él había preparado quince años
atrás. Lo supo por su manera tan particular de poner los chorizos en
ronda, rodeando el resto de la carne. Incluso lo tuvo que dar
vuelta, porque para su gusto, todavía le faltaba un poco de arriba.
Con lágrimas en los ojos, entró a la cocina y le dijo a su
mujer: Vieja, andá abriendo los panes que ya sale el chorizo.

Emiliano Almerares

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