Amanecía en azul la tibia mañana abrileña. La algarabía de una docena de niños traspasaba la celosía multicolor de un seto. Sus risas alegraban, aún más, la naciente primavera. Fue entonces cuando la fresca voz de un crío se hundió en mí como esa gota de aire frío que, en la cima de una montaña, hiere al rayo de sol y corta el corazón del día.
Su aspecto lastimoso rompió el embrujo de la floresta. Durante unos eternos segundos caminé perseguido por su infatigable letanía. En un rutinario movimiento, me volví hacia él.
Su mano apretó el pequeño tesoro de aquella moneda y una sonrisa de gratitud se clavó en lo más hondo de mi sombra.
Hoy, años después, aún me duele.
Manuel Cubero
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