jueves, 5 de marzo de 2009

CONSULTAS EN EL LABERINTO

—¡Hola, Etelvina! Evaristo; te llamo desde el Policlínico. Listo. Mañana me toca. Tenés que prepararme, no sé, una mochilita.

—¿En serio, Evaristo? —dijo Etelvina, mi señora, al teléfono—. ¿Y qué consultorio te tocó?
—El 52. No sé de qué es.



Todo comenzó con el malestar que me creaban mis achaques agregado a la frustrante secuencia de consultas a diversos especialistas, de crípticos análisis, en distantes consultorios y laboratorios. Me mudé enfrente de la entrada principal del Policlínico. Todas las especialidades, todos los estudios, en una manzana. Comencé con un clínico, cualquiera. Lunes 10:30 hs., consultorio 16 planta baja. Hasta el consultorio 20, estaban agrupados: clínica, pediatría, ginecología, otorrinolaringologí a, rubros usuales.

Fui a la primera consulta del 16 sin ningún informe de mi abultado legajo de paciente. Preferí comenzar todo desde el principio. El clínico ordenó análisis de sangre y orina, radiografías, ecografías. En una semana, lleno de optimismo, volví al 16 con los resultados.

—Quiero que vea a estos especialistas —dijo, mientras redactaba unas órdenes Todo está bien, con valores dentro de los promedios, pero cerca del límite. Vuelva cuando tenga todo.



Las nuevas especialidades atendían en consultorios del primer piso. Una pequeña salita, con el cartel “consultorios 21 a 53” se abría a tres corredores, pulcramente señalados “21 a 32”, “33 a 41” y “42 a 53”. Cada corredor daba a consultorios o nuevos corredores, con sillones a lo largo de los mismos.

Sucesivamente accedí a los consultorios 24, 27 y 36. Estas consultas derivaron en visitas a los consultorios 28 y 39. Como dijo un paciente “vamos trepando las patas de una araña”. No cayó bien, el chiste.



En la salita, los que íbamos a 33 a 41, pocos, llevábamos gastados pasos, asientos e ilusiones. El mal era huidizo, las energías se agotaban.

Las esperas eran largas, las consultas frecuentes, los pacientes los mismos, con pocos cambios. Cada tanto un hombre, de mediana edad, recorría el corredor buscando el consultorio 37. Lo remitíamos a los carteles. Su educación le impedía mostrar un nerviosismo cada vez más evidente.

La novedad eran los pacientes del 42 a 53, cinco o seis. No nos saludaban, no nos miraban. No se los veía pasar por la salita. Eran las últimas especialidades, los últimos sabios capaces de lidiar con la enfermedad subrepticia.



Un día –soleado, fresco, recuerdo- el neurólogo me remitió al 46.

—En ese corredor están los especialistas finales. Confíe en ellos, de todos modos no le queda otra que confiar.

—¿Y los otros tratamientos? —pregunté.

—El 46 concentra todo, a partir de ahora. Le repito: confíe.

El lunes siguiente a las 10:00 horas, recorrí primer piso, salita, corredor 42 a 53. Ocho puertas, numeradas del 42 al 49. Al final del corredor un mostrador como de hotel, con un cartel “51 52 53”, precedía la entrada a una puerta lateral.

Este corredor era distinto. El ambiente, digo. Ese día éramos cinco, conmigo. Me ubiqué en el asiento más cercano al 46.

Un hombre mayor se sentó a mi lado. —Urbano, 26 meses, mucho gusto —comenzó— Fui al 47 El doctor revisó mi historia –todo está en la computadora- , luego de cerca de media hora redactó una orden mientras me decía Vaya al especialista del 43. Esa mañana fui al 43, me atendió el mismo doctor del 47, cuarenta minutos mirando la pantalla, me mandó al 47. Hace meses que estoy así. Yo me veo peor, cada día me cuesta más venir. Por eso no me voy.



—¿Ve a ese que está sentado entre el 42 y el 44? —continuó hoy Urbano—. Es Nicanor, más antiguo que yo. Se sienta ahí mirando la puerta del 49. Cuando ésta se abre –apenas asoma un brazo, parte de una cara, un ojo que lo mira- Nicanor se agazapa, como previniendo un castigo. Si la puerta se cierra, recomienza la espera. O si no, un dedo de la mano hace un gesto imperceptible, Nicanor se acerca, hay un cuchicheo, y Nicanor vuelve a su sitio a esperar. No se sabe qué dicen.

—¡Nada nos decimos!¡Nada! —exclama Nicanor, inclinado en su silla, casi a punto de caer. —Nunca entiendo lo que habla. No sé si me dice algo, o farfulla. Al final me ordena, ahora claramente, Espere a que lo llame. Llevo tres años, siempre igual. No lo soporto. Algún día habrá un desastre —Asustado por sus palabras, volvió a acurrucarse en su asiento, vigilando el 49.



Hoy doña Rosario pasa al consultorio 51. Primer caso que veo. Está esperando a su hija; cuando ésta llega se aíslan para conversar. Quiero acercarme y desearle suerte, pero los otros me disuaden.

Madre e hija se dirigen el mostrador. Quieren pasar las dos pero la Recepcionista las detiene con su sonrisa.

—Tiene que entrar sola —sentencia.

—¿Puedo esperarla en el corredor? —pregunta la hija.

—Si tiene paciencia... —es la respuesta.

Madre e hija se abrazan. Doña Rosario desaparece detrás de la puerta 51 52 53.

Días después la hija se levanta del asiento en el que se había refugiado luego de la despedida de su madre, saluda a la Recepcionista y se va. No la volvimos a ver.



Ya llevo dos años en este corredor. Siempre en el mismo consultorio, el 46, siempre el mismo médico. Me cuenta los latidos, me toma la presión, me dice Vuelva mañana. La vez que le pregunté, airadamente, qué tratamiento era este, sin estudios ni remedios, me respondió: —Si no puedes vencer a tu enemigo, hazte su aliado. Vuelva mañana.

Mañana... Este corredor es distinto. El ambiente, digo. No hay turnos, es como si estuviéramos siempre. ¿Había noche, día? ¿Cuándo es mañana? No recuerdo cuándo volví a casa. Volví, seguro, pero no recuerdo cuando, ni cómo lo hice, cuándo regresé al corredor.



Hoy apareció un nuevo paciente. Una mujer, cerca de cuarenta. Ingresó repentinamente, buscó el lugar más solitario, y se recostó contra la pared. Miraba a derecha e izquierda. Parecía una actriz de cine mudo, gestos exagerados, al borde del grito. Repentinamente, corriendo, desapareció. Esto se repitió varias veces.



—¿Se acuerda del hombre que buscaba el consultorio 37? —me pregunta hoy Urbano —. Hoy se tiró del balcón que da al patio, un piso, con tanta mala suerte que se partió el cráneo. Nunca encontró el 37. Pero antes existía, se ve que cuando lo anularon ya se habían emitido unas órdenes de consulta. Lo cerraron –al 37, dicen- porque era una especialidad que ponía tan a la vista males que era preferible no curar, dejarlo morir limpio por fuera. ¿Vieron que falta aquí el consultorio 50? Era el 37 promovido a especialidad final, pero al desatarse una epidemia de suicidios cerraron todo.



Hoy vino la actriz de cine mudo. Se pegó a la pared, espantada. Se apartaba para un lado y para otro. Repentinamente se abrió la puerta del consultorio 44, asoma un médico, mira a la actriz. La cara de ésta se congestiona hasta el paroxismo. Por fin, el grito tan largamente contenido explota, electriza el corredor. Y cae, floja, seguramente ya muerta.

—¡Todos en sus asientos! —ordena perentoriamente la Recepcionista, que por primera vez, desde que la conozco, abandona el mostrador. Un tropel de auxiliares levanta el cuerpo de la muerta.

—¡Al 53! —ordena la Recepcionista. El cortejo desaparece detrás de la puerta 51 52 53. La Recepcionista endereza la alfombra y vuelve al mostrador. El médico del 44 cierra la puerta. Silencio.

La Recepcionista me obsesiona. Aumenta mi paranoia. Luego de éste último suceso paso el tiempo vigilando su sonrisa esmaltada.



Ya debe ser mañana, llega mi mujer, con la mochilita. Está vestida de negro, pálida como la luna.

Charlamos un rato, estirando inútilmente el tiempo. —Mejor nos despedimos ahora, Etelvina —le digo finalmente. El momento me pesa como una loza, lucho entre irme corriendo por el corredor, y escapar del Policlínico, o enterrarme en mi asiento cerca del 46, o desembarazarme de mi mujer y saltar al 51 52 53. —No prolonguemos el momento.

La veo irse, sin mirar atrás, desaparecer. Me desentiendo de las miradas pegajosas de los demás, de la sonrisa metálica de la Recepcionista.

¿Qué hice?¿Voy a morir?¿Cuándo me enterré en esta catacumba?¿Desde cuándo estoy muerto?¿Me van a devolver a la vida?¿Ahora, y para qué?

La Recepcionista refulge.

Miro a todos. No me miran. Me levanto, camino al 51 52 53.

Nicanor, el del 49, se levanta de su asiento, dirigiéndose a su consultorio. Repentinamente se agarra de mi brazo y me obliga a correr con él a la puerta 51 52 53. Urbano –por alguna razón, atento a lo que pasa- se tira encima nuestro, derribándonos, se abraza a las piernas de Nicanor.

—¡Sálvese! —me grita. Nicanor se me aferra como un poseído, gime, grita, llora.

Desde el piso pateo la cabeza de Nicanor, hasta que me suelta. Lucho desesperadamente, por mi vida, supongo. Me pongo de pié, alcanzo la puerta 51 52 53 y la abro. Antes de cerrar, me despide la sonrisa de Gioconda de la Recepcionista.

© Carlos Adalberto Fernández

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