El vaho caliente de esa noche de verano le estremecía la piel. El aire se apretaba a las hojas provocando a las ramas suspiros prolongados e incesantes y llegaba a ella explorando sus hendiduras más intimas, pegándose a su piel como gato mimoso. Estaba sola, la noche era de ella.
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— ¡Vamos, Etel! Vení, inauguremos la pileta, estamos solos, no te ve nadie –Primer día de vacaciones en la quinta alquilada. Papá, mamá, la abu, tres hijos con sus amigos invitados, algún tío, constituían el plantel estable. Y tía Etel, claro.
—Andá, ponete una malla mía, que tapa como para desconocerte. Disfrutá del sol, del agua, si sé que te gusta.
—Dejá. Vos sabés que el sol me hace mal y el agua me resfría, mejor me cuido. No se preocupen Uds. – Etelvina repite la misma excusa de siempre, que no impide las miradas compasivas y burlonas. ¿Si me gusta? Me muero por sentir, por dejar de ser una madera seca, una bolsa de papas. ¿Cómo superar la vergüenza, el ridículo?
—No le hagas caso, Irene. Siempre la misma melindrosa. Desde chiquita odiaba la playa –La abu aprovechaba la oportunidad de deslindar responsabilidades en el comportamiento de sus hijas-. ¡Lo que costaba pasear con Uds.! Vos, Irene, metiéndote en todo, con todos, corriendo todos los peligros; y Etel, encerrada en su ostra, sintiéndose inferior a todos, no sé por qué, si tontas como ella hay muchos.
—Mejor yo cuido a los chicos y me divierto –Etel se quitó las sandalias, se dejó el batón y se introdujo en la pelopincho, debajo de un árbol, con los chicos.
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Estaba sola. Toda la familia asistía a una fiesta campestre, de la cual volverían al día siguiente. No insistieron con Etel. Solo a la abu le gustaba paladear la compasión de los asistentes.
Se preparó un trago, unos bocaditos. Como veía que hacían ellos. “A Etel no que le hace mal, dale una gaseosa.¿Viste? Te lo dije” era el libreto cada vez que quiso mostrarse como cualquier otro y terminaba descompuesta. . Ya no lo intentaba. Pero ahora estaba sola. Y ya no aguantaba más. Se recostó al costado de la pileta y se asomó a la noche. Se abrió el baton, para sentir la brisa en su piel. El placer. Lloraba, no podía evitarlo. Desde el casamiento de su hermana comenzó a llorar cotidianamente, esa sensación de llegar al final del camino, sin haberlo caminado.. El placer. Se decidió. Se quitó el batón y entró en el agua. Sentir, con todos los sentidos. Se quitó la ropa interior y se zambulló, nadó, nadó hasta cansarse. La noche estaba ahí, toda para ella. El placer. El mínimo placer de sentir, de sentirse. Cuánto le costaba. Le costaba la soledad. Las fantasías, los sueños volaban, golpeaban su corazón. Era joven todavía, pero ya no. A una edad en que el placer, el amor eran un peligro y un regalo de la vida, ella ya no. Lloraba, no podía evitarlo.
Unas risas cercanas la sobresaltaron. Alguien venía. Espantada, recogió su ropa y corrió. ¡El vaso! Con el corazón palpitándole en las sienes, corrió a buscarlo y otra vez a esconderse detrás de un árbol. Era su sobrina y un muchacho. No, no era su novio. Ya lo había visto otras veces.
Se detuvieron en el borde de la pileta. Se besaron. Se acariciaron. Entre risas, se desnudaron y se tiraron a la pileta. Etel observaba petrificada, ni pensaba en irse. La escena la atraía irresistiblemente. No era morbosidad, Atónita, los veía gozando, riendo, sintiendo, palpando espontáneamente, sin inhibiciones. Estaban haciendo algo ya hecho antes, ya conocido y saboreado. Consumían placer como algo propio, algo a lo que tenían derecho. Por momentos Etel lloraba silenciosamente.
Ellos se fueron, pero ella no se movió del lugar, observando la escena repetida en su memoria. Luego, lentamente, se dirigió a su dormitorio. Las risas la perseguían. Trabó la puerta. Se acostó, mirando el techo. El sol ya había asomado cuando se durmió, cansadamente.
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Al despertar permaneció sentada en la cama. Luego puso, en la puerta del dormitorio, una nota pidiendo que la dejen dormir, y la trabó nuevamente. Escribió cartas, hizo algunas llamadas telefónicas. Seleccionó alguna ropa y efectos personales. Al resto lo empaquetó. Al final llamó pidiendo coche para ir a la estación. No lloraba.
La familia estaba en el living. Hacía poco que volvieron de la fiesta campestre. La miraron extrañados.
—Ma, Pa. Me voy –ignoró los gestos de asombro, las preguntas-. Tengo que vivir. Me doy cuenta que no estoy viviendo. Estoy llorando el duelo de una juventud muerta, antes de morir. Pero aún no es tarde. Todavía puedo sufrir, oler, desear, morder. Reir, tal vez amar. ¿Adonde voy? No sé, ahora parto.
—No me esperen a llorar.
© Carlos Adalberto Fernández
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