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lunes, 19 de noviembre de 2007
EL ÁGUILA Y EL ESCARABAJO
Más de uno se preguntará por esta puñetera manía que he cogido de contar las cosas de mi pueblo. Pero es que sucede cada cosa… la última acaeció no hace mucho. Y aunque parezca mentira, la protagonizaron dos paisanos míos: el águila y el escarabajo.
Claro, que no eran dos vecinos cualesquiera, nada de apodos y similares. Eran eso: un águila y un escarabajo, de los de verdad. Que, puestos a contabilizar vecinos, como el número de habitantes estaba cayendo en picado por culpa de la emigración, apenas quedaban en el pueblo unos cientos de personas mayores que, por puras razones fisiológicas, tenían pocas posibilidades de hacer aumentar la población. En vista de ello, el señor alcalde, amparándose en la necesidad de prestar un servicio de calidad al vecindario, decidió conceder el derecho de ciudadanía a todo bicho viviente que sentase sus reales en Villabermeja.
-Como, además, les permitimos votar, y respetamos todos sus derechos legales como si de seres humanos se tratase… –justificaba el señor Alcalde.
Porque, para conocimiento de los lectores, les diremos que, ejerciendo sus derechos legales, hasta votaban como buenos ciudadanos. Y estaban tan agradecidos, que su voto -siempre por correo- se inclina unánimemente por el partido del señor Alcalde.
Siguiendo con el tema, ustedes comprenderán fácilmente que nuestra primera autoridad pusiese todo su afán en defender la vida de sus convecinos. Y conste que no fue tarea fácil poner paz entre algunos de estos flamantes ciudadanos. Por ejemplo, ¿cómo se mantendría la legalidad vigente entre aquellos componentes extremos de la cadena alimenticia que se habían integrado en la ciudadanía en igualdad de derechos?
A pesar de que los humanos se quedaron con la parte del león, el asunto funcionó bastante bien salvo contadas excepciones. Y ésta que les voy a contar fue una de ellas. Resulta que el águila andaba una de aquellas mañanas en busca de su pitanza diaria cuando vio entre la maleza del ejido un hermoso roedor.
El roedor, un conejo adulto y tan bien alimentado que más de un podenco se las había tenido tiesas con él en un intento de delinquir, levantó su hocico tembloroso hacia las alturas, y al ver el peligro que, nunca mejor dicho, se le venía encima, gritó aterrorizado:
-¡A mí la justicia!
El águila, cuando oyó que el roedor invocaba a la justicia, soltó una carcajada cuyo eco rebotó de piedra en piedra hasta llegar al humilde escondrijo en que dormitaba el escarabajo de guardia.
Ah, se me había pasado decirles que los escarabajos eran de los pocos “seres inferiores” que habían sido admitidos en el Pacto de Ciudadanía y, cosas de la economía, inmediatamente fueron incorporados a la Policía Municipal.
-En sus nuevos cargos, y dada su vestimenta tradicional, funcionarán sin necesidad de gastar un duro en uniformes –había sugerido el Concejal Delegado de Seguridad Ciudadana.
-¡Alto, águila del demonio! ¿Cómo se te ocurre atacar al conejo? –ordenó el coleóptero de guardia- ¡Ni el más sagaz de los galgos ha osado tal aventura!
-¿Conejo dices? –preguntó el águila estregándose los ojos con un par de plumas remeras-. O estoy miope o es una rata y de las más hermosas...
El escarabajo, molesto por la actitud desdeñosa del volátil ante su advertencia, y sospechando que la atenuante de miopía alegada era pura invención, decidió darle un escarmiento definitivo.
-Este animal aprende a obedecer a la autoridad civil o se va a comer… lo que yo fabrico.
Con exquisita corrección, lo primero que hizo el agente de la autoridad, cuando volvió a encontrarse con el águila, fue recordarle sus obligaciones con respecto a la prohibición de devorar a ciudadanos acogidos al Pacto de Ciudadanía, así como la necesidad de que, a partir de ese momento, procediese a identificar adecuadamente la procedencia de sus alimentos o se hiciese acompañar de algún compañero de vista más aguda con el fin de evitar errores fatales.
A pesar de esta actitud dialogante, el águila seguía aferrado a sus vicios alimenticios, haciendo caso omiso a las admoniciones de la autoridad competente. El escarabajo, recordando sus habilidades peloteriles, localizó su nido dispuesto a darle un escarmiento en vista de que el ave insistía en su tozuda actitud.
Veamos si es tan cegata como dice o si se trata de una simple excusa, se dijo. Y sustituyó varios de los huevos por réplicas de plástico de fabricación propia que, como sospechaba el agente de la ley, fueron detectadas inmediatamente por el “supuesto miope”. Ante el hipotético abuso de autoridad del escarabajo, el águila presentó la correspondiente queja solicitando el amparo de la primera autoridad municipal. El Alcalde, en aras de quedar bien con todo el mundo, y ante el evidente poderío del águila, ofreció su propio balcón al feroz volátil a fin de que sus huevos continuasen su ciclo vital con las debidas garantías legales.
Pero el águila, abusando de su íntima amistad con el Alcalde, se dedicó a cazar sin piedad cuanto conejo, liebre, ratoncillo o similar tenía la desgracia de caer bajo su ángulo de visión. El escarabajo, harto de tanta insania, decidió acudir a una medida drástica: sustituir todos los huevos del nido del águila por las más perfectas y apestosas pelotas que jamás habían sido fabricadas por coleóptero alguno.
Convocados todos los escarabajos del lugar, lograron reunir los materiales más hediondos del entorno con los que fabricaron tantas pelotas como huevos había en el nido del águila. Una vez que hubieron fermentado potenciando de esa manera sus cualidades sensoriales, aprovecharon una sesión matinal de cacería de la rapaz, y las depositaron en el nido, sustituyendo a los originales.
No tuvieron que esperar mucho. Apenas las calentó un poco el sol, una suave brisa comenzó a soplar desde la mar y, penetrando en el dormitorio del señor Alcalde, le regaló los aromas que emanaban del nido del águila. La primera autoridad se asomó al balcón indignado ante aquel insulto a su persona. Al ver el origen de aquella invasión, indignado por la desvergüenza del águila, inmediatamente arrojó el nido a la calle, la desposeyó de la categoría de ciudadana y, una vez más, se cumplió lo que dijo aquel sabio de la antigüedad:
“Nunca desprecies lo que parece insignificante,
pues no hay ser tan débil que no pueda alcanzarte”.
Manuel Cubero Urbano
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