jueves, 14 de enero de 2010

Amorios pobres (Agosto 2008)

­—De los dos él es el menos elegante, el menos atractivo. Y se nota que el más pobre. ¿No?
—Claro.
—Claro qué, nada, ortivón. Decime lo que pensás.
Traté de memorar el pasado inmediato. Difícil, cuando él hablaba y la Elvira lo coqueteaba disimuladamente. Me esforcé.
—Claro que Olegario es más feo y desagradable que Ud., viejo. Y le cuesta, mejorar el puntaje, digo. Ud. no exagera, es al natural.
—Te estás arriesgando a un revés, pendejo, pero por otro lado tenés razón. Yo, lo mío, lo bueno y lo malo, lo tengo de nacimiento. Este, cada vez que mejora, empeora.
—Pero, viejo, sin querer ofender, no estamos eligiendo en La Rural. No hay nada que elegir, lo que fue, fue. Quiero saberlo y ya. Fue Olegario o fue Ud. A mi vieja también le gustaría enterarse.

§

Ramoncito recordaba la tarde -el jueves, le parece- en que su madre se lo llevó, en silencio, de la mano, hasta el medio del basural. Acomodó unos cajones y se sentó.
—Siéntese, m'hijo. Acá podemos hablar tranquilos. Esta charla se la debía desde que Ud. nació, pero era muy chiquito, después mas grande pero sin capacidad para entender el asunto, que de todos modos seguro lo molestaba. Ahora ya es hombre.
—De qué me va a hablar, vieja. No me asuste —Acabo de cumplir 15 y todos me molestan: "ya vas a ser hombre", "¿ya te crece la barba?", "mañana te hago un mapa de la mujer así vas aprendiendo". Y ahora la vieja.
—Yo te tuve de joven, ignorante, llena de sueños. No voy a decir que fuí una mala madre porque bien que me rompí el culo para criarte y cuidarte, acá, acá mismo, en pleno basural. Ahí en la barranca, mis padres tenían la choza. La crisis los echó de su pueblo, allá en la Rioja ¿y adónde iban a ir, ya en Buenos Aires? Acá, en la quema no se peleaban por entrar así que entramos nosotros. Trabajo fácil, daba para vivir. Sobras, cosas perdidas, materiales, la nariz se acostumbra.
—¿A qué viene, vieja, por qué la hace larga? —Ya sabía de qué me estaba hablando. El secreto que nadie revelaba. Yo sospechando, callando mi inquietud, por miedo o vergüenza. Siempre pensando en eso, con ganas de saber y miedo de preguntar.
—Si no se lo digo yo, antes de morirme, ya no se lo va a decir nadie. O se la van a decir varios, pero todo mentiras, inventos. Yo lo sé. Bueno, es un decir. Lo sé hasta dónde lo sé, lo demás.... Pero hasta donde yo lo sé, porque lo viví, se lo voy a decir todo.
—No me asuste vieja. Si Ud. no sabe quién fué el que... mi padre, para qué carajo estamos aquí.
—Estamos aquí, mocoso insolente, porque acá me enamoré, acá te concebí, acá decidí tenerte costara lo que costase, acá te tuve. Y acá estamos ahora, vos y yo, desafiando al destino.
Y sí. Con todos esos recuerdos, la vieja se veía en un templo, conversando con los dioses, no en el basural hediondo donde estábamos. —Dele, siga, vieja.
La vieja se zambulló en sueños nostálgicos, de jovencita inocente y crédula.
—Eran... hermosos, jóvenes, arremetedores. Me perseguían, me calentaban la oreja. Cómo no enamorarse.
—¡Vieja! ¿De qué está hablando? ¿Qué me va a contar, el Kamaputra? ¿Cómo, "eran"?
—¿Y cómo te creés que es la vida? ¿pura matemáticas? Yo me enamoré, sí, de los dos. El Ramón -mi marido, tu padre en los papeles- juntaba plomo. Era muy del hogar, me ofrecía una casita a la vuelta. Estaba enamorado de mí. Ahora ni se nota y quién sabe, pero entonces se le caían los ojos. Y a mí eso me afectaba, que querés que te diga. En cambio el Olegario era un veleta. Se dedicaba a los objetos perdidos. Un día me anunció que se iba a Rosario. Me apuró. "Animate, venite conmigo, vamos a recorrer el mundo". Yo no sabía que decidir, pero tenía que elegir. Aquí no se podía estar más. No era una quema como cuando los viejos, ahora los camiones traen la basura, se la llevan, la entierran. Pero el olor es el mismo.

—Una noche de diciembre. Olegario me espera en la barranca. Se va, le dije que me iba con él. Cuando me le acerco me explota el corazón. No se si me ama, pero me abraza, me apretuja, "tenía miedo", me dice. Y me posee con una pasión que me diluye en besos. Se acerca la madrugada. "Vamos", me dice. Yo lo miro, inmóvil, la angustia me mata. Debo haberme mostrado muy asustada, porque Olegario me mira una eternidad, luego me besa en la frente y se va. Voy corriendo al basural. Ya es de día, Ramón debe estar trabajando. "Me quedo con Ramón" me grito, con miedo de perderlo, a él también, por cobarde. Estoy loca, no sé lo que hago, pero no quiero quedarme sola. Me le tiro a los brazos. "Casémonos" le grito, le ruego. Ahí nomás se me echa encima, con furia, como vengándose. De esa noche, el Ramón no me pregunta nada, nunca me preguntó. Me deja sufrir sola.
Y hasta acá lo que sé. Esa noche te hicimos, yo y él, o yo y él. Preguntales.

§

—Dele, viejo. Quiero saberlo y ya. Olegario o Ud.
—¿Y cómo querés que lo sepa, mocoso? ¿Que los milicos me hagan un parte de guerra? Hace ya 15 años, y no pregunté. Te dí mi nombre, mis desvelos, mis broncas, mis orgullos de padre. Para mi sos un hijo, mi calvario, por qué más. Ahí lo tenés al Olegario. preguntale.

§

—Ojalá fueras mi hijo. Así tendría algo de tu madre. Estuve esa noche; me quedé guacho, perdido en el mundo, cuando me fui. Estúpido, nunca me perdoné esa bravuconada de pendejo omnipotente. No me animé a volver. Y ahora... cómo responderte. Hay estudios, análisis, que averiguan lo que querés saber. Pero para qué. Si no cambia no cambia, y si cambia ¿vas a dar vuelta todo? A veces, en noches solitarias, me preguntaba lo mismo, y cómo sería vos, la Elvira, yo... pero para qué.
Se quedó esperando, en silencio. Yo tirado, mi cerebro en ebullición. Olegario, igual que Ramón allá donde lo dejé, se veía triste, como ante una fatalidad. inexorable.
—Tenés razón. Tienen razón los dos. O no, pero qué importa finalmente. Ya soy hombre y la Elvira me espera.
Olegario revolvió una bolsa y extrajo un par de botas nuevas, relucientes, recién encontradas.
—Yo ya me voy. No creo que vuelva. Estas botas... si fuera tu padre, te corresponderí an a vos. Guardalas, por las dudas.

Carlos Adalberto Fernández
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