Una mañana que volé, de España a Nueva York, en días en que estilaba las barbas, recordé que un primo me había escrito. Me dio su dirección y dijo que su padre había muerto. Habían pasado 15 o más años, sin verlos; o más bien, nunca quise saber de él por recordar que me escupía de niño. Mamá le dijo a su padre, cuando él estuvo presente, durante su última visita, sobre mí lo siguiente: «Este pequeño tiene madera de rabino».
Y lo mismo habían dicho de su hermano, Kiro, el menor de los varones en la cepa suya. Mas Casimiro terminó de recluta en el Ejército. Dejó de meditar en la Torah y de utilizar su Estrella de David, al cuello, y se casó y tuvo hijos, cuando regresó de aquella aventura de martirio que fue irse, casi de veinte años de edad, a combatir los Nazis.
Uno de sus hijos fue Pachi y creció como él en el Este del Bajo Manhattan, «allá donde está la mata de los judeznos», vecino del Spanish Harlem, donde, actualmente, imperan los puertorros, cubanos y, recientemente, asentamientos de dominicanos.
De España, yo regresaba inspirado, pletórico de gozos y espiritualidades. Tenía ese sueño de conocer las Calles de la Fuerza, juderías de Gerona y, aunque sea en literatura, o paseos por las ciudades, la Edad de Oro de los sefardíes, porque me entretenía, pasión de poeta, desde que inicié mis lecturas de la Guía de Perplejos o comentarios a la Teshuvot de Maimónides, leer a viejos rabinos de Córdoba, discípulos de rabinos como ellos, y si no he de ser médico, o estudiar en España, por lo menos, algún día y el día llegó, me satisfacería ir a estudiar, curiosear, las cosas sagradas sefardíes. En fin, si de veras he de ser maestro de poesía, al menos, estaré cerca de las viejas arcas, siempre que pueda... si es que la política me gustara más, por ideología bolivariana, por afinidad con Cuba y Venezuela, tierra de mis ancestros, en el curso de los pasados tiempos, iré por un poco de lo hebreo, y escribiré algo que recuerde a Abraham Meza, ayudante judío de Simón Bolívar.
Estas habían sido mis vacaciones de estudio. La primera. Y regresé, sensitivo e inspirado, como si mis barbas me dijeran: «Circuncida primero ese corazón. Sácate esa espina. Perdona a quien te escupe». Tenía aún clavado el recuerdo de Pachi. Entonces, me fuí al Bajo Manhattan y entré a una barbería para que afeitaran mis barbas con esmero. Imaginé que, bien acicaladas, no causarán escarnio a Pachi, pues, voy a verlo. A decirle que aún vivo, aunque mi madre, su tía ya ha muerto.
En lo que allí hice un turno o esperaba, leyendo revistas de los nuevos estilos de peinados o recortes, llegó un artista con su propio catálogo. Sí. Llegó el artista del tatuaje y quien cortaba el pelo, era un boricua de Harlem, que bien que lo conocía.
«Salúdame, cabrón. Que el saludo es de cachete».
Se tenían obviamente confianza. Y se dieron unos besotes tronados de mejilla, porque, de cachete significaba, en rigor, que el saludo no se cobra. Es gratis y expedito. Es sincero y generoso.
Para que yo no me aburriera, al visitante lo hizo partícipe de lo que estuvimos dialogando. El me contó cariñosamente de su Tierra y su Nostalgia, se alegró sobre todo lo que dije: «¡Que yo quise ser rabino!» Que acabo de regresar de Gerona, España, y que, en Madrid, asistí a una Conferencia Internacional que reunió a los mizrahim (hebreístas de Oriente). Que yo soy maestro en un colegio y tengo ancestros «sefardíes» y que algunos terminaron yéndose a Puerto Rico. También le dije que aún estudio sobre estas cosas en las historias concretas de la Isla y el Caribe. Que ahora traje libros de poetas de los Calls de Zaragoza, Barcelona, Tarragona, y anduve gozándome el turismo de mis primeras vacaciones en años. «¡Que ya las merecía!», le dije.
Entonces, el artista se arrimó confianzudamente. «Yo también investigo en las Cosas Sagradas». Abrió el catálogo que trajo consigo. Me lo puso encima de mis güevos hasta que pudiera yo esparcir el volumen sobre mis muslos. «Lo que pasa es que yo pinto encima de la carne. Y soy distinto al barbero que recorta el pelo. Al pelo yo lo odio, lo corto por entero, despeluzno para buscar lo pelado; yo tatúo en las calvicies; dibujo sobre espacios rasurados; pero pinto cosas sagradas; yo santifico la carne... y, ¿qué dijo usted a mi amigo? ¿Que es rabino?»
«No dije eso. Dije que estudio mucho sobre el hebraísmo».
«¿Sabe usted que mi padre también fue uno de ellos? Pero, durante la Guerra, le dieron en la chucha madre. Los nazis le quitaron lo agüileño, le torcieron los cojones y no se pudo hacer el bris, su rompedura del pene... ¿Sabe ya sobre qué hablo?»
«La ceremonia del Brit milah, supongo».
Abrió el libro, como un jovenzuelo trasnochado, ávido de mostrar pornografías o revistas «calientes» de ésas que en Manhattan el exilio cubano ha hecho populares en las barberías. El Artista, ahora reparo, no dijo ni su nombre. Dijo más bien el del negocio. Bazar o Tattoo's shop. Algo de eso con mystical signs on the flesh.
Parece que le va mal con la tatuajería, siendo que va de barbería en barbería, cazando a puertorriqueñ os, «ya que mis dibujos se ven mejor sobre piel pálida y suave; no en quienes son de tez oscura, prietos» como los cubanos, creyentes de la santería y haitianos, o dominicanos». Sus dibujos y pinturas trataban sobre arañas / o insectos / colgados a las altas esquinas de sus telares, serpientes sobre tallos o bejucales fálicos, diablos con caras de moheles, cirujanos sentados encima de escrotos que se derriten.
«El bris es uno de mis temas favoritos», concluyó, ávido de venderme la hechura de un tatuaje, grabármelo en la espalda o en el cuello, «y si quiere en las nalgas, se lo hago. Lo pinto lindo porque usted es blanquito».
«No, no. Si no se me hizo el bris en el octavo día del nacimiento, cuando no podía evitarlo, menos ahora que estoy viejo».
«Ja ja jah, yo ni toco los güevos. Ni tengo navaja en mis dedos. Díle eso mejor a ese barbero maricón, a quien vas a poner tus barbas en sus manos, y delante de tí, me pide que le dé unos besitos de cachete. ¡Mira qué parejero! que no respeta a un artista como yo, ni estando frente a extraños... yo no pelo la bichuela a nadie, te dejo las telitas que arropan la ñema tranquilas, te dejo el pellejito intacto».
Dudó que yo creyera en su calidad como artista del tatuaje. Insistió en que hojeara el catálogo. Me preguntó el signo zodiacal para crear algo exactamente alusivo a lo que soy astralmente. Me dio credenciales de su entrenamiento. «No soy cualquier pendejo; yo estudié con americanos, con gente de Polinesia y de Oriente; yo pasé por colegios de Bellas Artes, yo sé acerca de símbolos de la Creación, o los Sacramentos del Aeón. Lo que significa el Santo Grial. La Bestia. El León-Serpiente. El Sátiro... ¿usted qué signo es? ¡Vamos, man! Está hablando con un Artista, con un Shamán sagrado y, si eso le da confianza, yo como usted tengo sangre judía, o gitana, o qué sé yo qué carajo... ¿A qué exactamente tiene miedo? ¿A que en mi bazar no tenga yo... utensilios limpios, agujas esterilizadas contra el SIDA? ¡No, no! Tengo todas las licencias de salud del Estado, y prestigio... Mire este catálogo. Sepa. Tengo patentes con diseños que son muy costosos y, por ser a usted... se los doy hasta fiados, en plazos, jah ja ja».
«Es que él es judío. No cree en eso», le dijo al fin el barbero.
«Haberlo dicho antes. Yo le pinto un tema sobre el Shabatt. Si no se hizo el Brit Milah y se quedó con las ganas, si no le han cantado el Baruch HaBa, 'bienvenido sea el recién nacido', ¿sabe sobre qué le hablo, verdad? ... yo me voy a sentar en la Silla de Elijah, frente a su espalda y lo voy a honrar, como un Sandek, en el Kvatterin... haciéndole un dibujo que hará que mi bazar atraiga a toda su familia, sus amigos, sus vecinos... porque hasta haremos una fiesta, una celebración como los Seudat Mitzvah de los judíos después que les circuncisan a sus nenes...»
«No, no. Gracias de todos modos. La verdad es que no tengo dinero para gastar en eso».
«Tenía que ser judío. Tacaño hasta para darse un gustito».
«No, de veras. Gracias».
«¿Y cambian las cosas si se lo hago, no por dinero? Una foto de su espalda con el trabajo hecho. Es lo que quiero después de pintar algo especial que me recuerde a mi padre: a él... los nazis le quemaron la espalda con los bombardeos».
Me estremecí al oírlo. El era Pachi, el primo que buscaría en la mañana. O con quien iría quizás aquella misma tarde. Estaba frente a él... Pero callé con dolor muy grande. No me atreví preguntarlo. Y corté por lo sano cuando el barbero me llamó a la silla para arreglar mi barba y mi cabello.
«No. Será un sacrilegio. Usted quiere la carne de la gente como si fuera un canvas, no como el artista que la honra y bendice al contacto con la tela y los colores. Usted escupe sobre las cosas sagradas; lucra con ellas. Quiere de los cuerpos, una vitrina, museo andante. Usted no circuncida. Escarnece con sus agujas o sus pinzas, o sus pinceles... No me hable más; yo sé quien es un artista del tatuaje, como usted, y me da mucha pena. Mucha».
Pachi quedó en sepulcral silencio y supe que lo calé en lo profundo. Nunca lo habían avergonzado tanto ni herido en su orgullo hasta que yo abrí mi boca, diciéndolo.
«No», porque nadie me escupe y queda impune por siempre.
Carlos Lopez Dzur
03-12-1988
No hay comentarios:
Publicar un comentario