martes, 18 de diciembre de 2007

EL BALDE

--¿Y, cuándo salimos, Ramón?-reclamó don Barzuela, el dueño de la estancia, apurando el viaje, para el que me había contratado.
-- Ya mismito, Patrón. Las mulas están listas. Las provisiones, el agua para la ida...
-- Bueno, apurate. Nosotros ya vamos.
Ramón salíó al trote, oscilando con su andar patiestevado y su mirar sumiso de peón de nacimiento.
-- Quién diría que este subhumano puede llegar a hacerme rico, con su ayuda, ingeniero. Si en esa mina hay oro, como me dijo el bestia y como Ud. deberá comprobar, sólo nosotros tres tendremos el secreto de esta fortuna -decía don Barzuela, mientras extraía de la caja fuerte unos papeles-. Con los datos que me dió hice este mapa, si se confirma voy a dejar de depender del Ramón. Quedaríamos nosotros dos; le aseguro que sabré recompensar su capacidad y discreción.
Esa frase, "quedaríamos nosotros dos" aumentó mi aprensión, nacida ya al llegar a esa estancia terrosa y decrépita insertada en las primeras estribaciones de la cordillera. Sólo la sed de poder podia retener a Barzuela en uno de tantos feudos moribundos, mimetizados a ese paisaje despojado. Todo polvo, cubriendo todo, tapando, llenando, borrando todo.

Salimos Barzuela y yo montados en sendas mulas. Adelante Ramón, al trote, una alforja al hombro. La distancia nos permitía conversar sin que el peón pudiera oírnos, asi que aproveché.
-- ¿y cómo fue que Ramón, luego de años a su servicio, decidió contarle de la mina?
-- ¡Si será bestia, el bestia! Un día, hace dos meses, se me presentó y después de insoportables vueltas, y Ud. perdone, y patrón, y disculpe amito y no se me enoje, me confesó que quería casarse con la Ñati -esa, la pata sucia que nos ceba el mate-. Y como prueba de sumisión venía a pedir mi permiso. Y le ruego que me acepte esta ofrenda por su gracia, me decía el bestia al tiempo que sacaba de un pañuelo oscuro y grasoso ¡una pepita asi de grande!
Habíamos salido pasado el mediodía, para enfrentar los primeros calores bien descansados y hacer campamento en la falda de las sierras de las Quijadas. No precisaba tirar de la lengua del estanciero. Estaba cerca de concretar un sueño, o una revancha. No paraba de hablar.
--No me costó tanto sonsacarle lo de la mina -retomó Barzuela-. Me mostré desconfiado, lo acusé de mentiroso, amenacé castigarlo. Lloraba el infeliz, me ofreció mostrarme la mina. Son esclavos, no es difícil ejercitar el poder sobre estos espíritus falderos. Si hay oro, y no lo sabe nadie, le dije, te doy a la Ñati. Pero antes de entregártela la controlo: que sea virgen, que esté sana, que sepa satisfacerte en la cama y en la mesa. Y lo voy a hacer, Ingeniero, como siempre. Un buen baño, algo de colonia y a mostrarle a esa indígena de 17 años cómo la hace gozar un blanco. Si Ud. hace bien su trabajo se la presto, son como animalitos.

Dormi mal. Me estaba arrepintiendo de aceptar este trabajo. Como geólogo desocupado tenía que agarrarme de lo que hubiera -y Barzuela parece haberme elegido por eso- pero una como violencia primitiva rondaba las cosas y la gente. O me parecía, que en estos lugares una vida no valía nada y un muerte a nadie importaba.
En esta jornada el camino se hizo más abrupto, el sendero más estrecho. Ramón guiaba, un poco más adelantado. De vez en cuando desaparecía, volviendo al rato señalando el camino a seguir.
-- Aquel cerro es el Tomolasta, donde estaban las minas de la Carolina. No es descabellado aceptar que Ramon encontró restos de una mina clandestina, explotando alguna veta lateral ----Barzuela estaba obsesionado- . Tampoco es locura imaginar -si esto se divulga- una nueva fiebre del oro; módica, pero violenta como cuando la Carolina ¿Y me pregunto, sabrá Ramón guardar el secreto? Piénselo, ingeniero, Ud. sería "el que sabe del oro", no le envidio el futuro. No sé si le da el coraje, o al menos la ambición; Ud. es de ciudad, no está para ésto. Lo que es por mi, le aseguro: haré cualquier cosa por aprovechar la oportunidad de abandonar este lugar de mierda.
El resto del día transcurrió en silencio, bajo un sol como hierro candente. Sólo tierra, espinillo y piedras, y un polvo imparable que hería los ojos y resecaba la garganta.
--Aguante, ingeniero -me habló, de golpe, Barzuela-. Mañana llegamos y se define todo. Y le digo ésto -a pesar de no estar Ramón a la vista, se me acercó-: no creo que volvamos todos.
El resto del día y casi toda la noche, una idea se instaló, maciza, en mi cerebro: éste nos mata. El nuevo día no ayudó. Al montar, Barzuela dejó ver un respetable revólver asomando en su cintura. Me guiñó el ojo, señalando a Ramón. Se reía.
Desde lo alto de una loma, Ramón nos señalaba abajo, del otro lado. Era cerca del mediodía. Don Barzuela exigió furibundo a su animal, que largó el aliento en un último galope. Una montaña socavada y rota, restos de un lavadero sobre huellas de un remoto curso de agua hoy arenal, unas chozas y un horcón sosteniendo un alero que cubria mínimamente un pozo de agua. Barzuela me arrastró hasta la ladera desventrada, a las piedras esparcidas, al cauce sediento.
--¿Y?¿Y, hay, verdad? Yo puedo olerlo -casi me zamarreaba.
-- Es una mina muy vieja, primitiva, explotada a pico. Yo diría que con dinamita se recupera la veta. Sólo que hay que extraer agua, traer excavadoras. ..
-- ¡Pero hay oro! Somos...¿Qué hacés acá, bestia? -Hacía rato que Ramón estaba pegado a nosotros, siguiéndonos por todos lados, o parado como una estaca, como esperando que lo atendiéramos. Barzuela estaba como por sacar el revólver.
--No hay agua, patrón.
-- Y... la puta, ¿cómo que no hay agua? -Tiró el balde al pozo y lo retiró lleno de arena-. ¿Cuánta nos queda?
-- Para tres personas y dos mulos, mañana ya no tenemos. Pero yo puedo subir, patrón, hasta un hilito que viene de las cumbres, que nunca se seca. Aunque sea de noche puedo guiarme, a más tardar al amanecer estoy de vuelta.
Don Barzuela titubeaba, presa de la indecisión. Finalmente autorizó a Ramón, que inmediatamente desapareció sendero arriba.
Comimos en silencio. --¿Oye a los mineros? -me dijo de golpe-. Ruidos lejanos, durante el día, se magnificaban por la noche. El viento golpeaba los fierros,movía las maderas, hacia rechinar las chapas, quién sabe de dónde llegaban los ruidos.
Nos acostamos sin siquiera desearnos buenas noches. Hasta que finalmente me venció el sueño, lo sentía al borde del fuego que cada tanto atizaba. Cuando desperté -ya había salido el sol- Barzuela estaba sentado al lado mío, mirándome fíjamente. Sin esperar más, me dijo, como si continuara una charla:
--Va a ser así, escuchemé, ésto es lo que pasó: Nos quiso matar. Un ruido me despertó cuando lo atacaba a Ud. Lo bajé de dos tiros. Uno menos para el agua, si el bestia no trae. Y menos para repartir el oro. ¿Entendió? Lo que me contaba no había pasado, aún, pero lo daba por hecho. Y no dudaba de mí, yo ya era otro de sus peones.
-- De acuerdo -le dije; no tenía que contradecirle, estaba ya determinado a concretar su plan, era cuestión de tiempo, esperar el momento oportuno. Pero no pude aguantar el deseo de saber mi parte en su libreto.
-- Y a mí, el bestia, ¿llegó a atacarme?¿me hizo algo?
Sin mirarme, se levantó y fue a atender a los animales.



Ya era pleno día. Barzuela parecía una fiera enjaulada. -Si no viene en un rato, o cayó a un precipicio, o lo comió un puma. Escapar, adónde-. Por enésima vez revisó el revólver. Yo, aún con la certeza de que Barzuela -dueño de hacienda y personas en éste culo del mundo-, nos iba a matar, no lograba decidir otra cosa que quedarme quieto. En ese momento vimos a Ramón bajando el sendero.
--Si será estúpido, el bestia. Cruzando los cerros ¡con un balde de agua!
Ramón se acercó a Barzuela y le ofreció el balde.
-- Perdone, ingeniero, esta falta de educación, pero ¡que diablos!, para qué, si Ud. ya está muerto. Tengo que economizar para mi viaje de vuelta –Barzuela bebía golosamente, el agua desbordando por las comisuras. Ya no necesitaba actuar. Se le acercaba el momento de la revancha. Súbitamente un espasmo lo agitó violentamente, lo dobló, lo tiró al piso, los ojos desorbitados, la boca tratando de capturar un aire que no llegaba. Intenté acercarme.
--No se moleste, Don. No tiene salvación -lentamente Ramón recogió el balde y lo estrelló contra la montaña. Se acercó. Por primera vez le vi los ojos, oscuros, penetrantes bajo unas cejas espesas-. Después lo enterramos. Haga lo que quiera con la mina, a mi no me importa. Pero a mi Ñati no me la iba a tocar.

Unos espasmos más y ya Barzuela era un cadáver agarrotado en el suelo, cubriéndose lentamente de polvo.

Mi manía por los detalles me dominó. —Una pregunta, don Ramón, sin ofender. En vez de un balde ¿no convenía traer el agua en una cantimplora? Digo, porque me llama la atención, me doy cuenta que es inteligente, que pensó más que lo que yo pude pensar.

—¿Arruinar una cantimplora con veneno? –una risa abierta le iluminó la cara-. Pa' qué, Don, si la bomba está aquí nomás, a la vuelta del camino. ¡Si a veces creí que me oían!




Carlos Adalberto Fernández


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Carlos Adalberto Fernández
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