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miércoles, 19 de diciembre de 2007
HISTORIAS DEL BAJO: NOEL
Dormía en cualquier lado. No había hotel, pensión, altillo, cualquier nicho en los arcanos de la recova de Alem, que no conociera, al que alguien le prohibiera el paso. También, desde que tenía cuatro años, no más, recorría negocios, bares, amoblados, con una curiosidad incansable. Siempre, de noche; antes de aclarar, desaparecía. ¿No será un hijo de Drácula?, socarroneaban.
Cada noche se veía a su madre, desalada, corriendo, preguntando por él, por su Vicente. Después no tan seguido, ni corriendo. En algún momento dejó de aparecer, y Vicente se hizo guacho. Nada cambió, para nosotros. Tal vez mangueaba más comida, ropa; siempre de noche.
Era bicho, sabía cuidarse. Además todos lo protegíamos, de los vagos mayores, que habían muchos, de los chorros, hasta de la policía; del hogar de menores sale criminal, asegurábamos. Además es nuestro, nació aquí, sobre esta vereda, no hubo tiempo de llevarlo, es hijo de la calle, literalmente.
*
Eran las fiestas de fin de año. Vicente saltaba de maravilla en maravilla. No era para menos. La recova –especialmente las últimas cuadras del bajo- era una mágica feria internacional, propia de una metrópolis marítima como Buenos Aires. A los negociantes armenios, turcos, hasta chinos, se agregaban marinos y contrabandistas griegos, noruegos, finlandeses. Y, como siempre españoles e italianos curiosos. Cada tanto algunos porteños hacían bulla como si fueran decenas. Comidas típicas, preparadas en puestos en la vereda, souvenirs de cualquier parte del mundo, sin olvidar mates, bombillas, cueros locales. Cajas chinas, globos, luces, iluminaban la recova y los rostros. Vicente corría, volaba.
Los comercios y los locales de comida y baile competían por el paseante, en una noche de verano que invitaba al placer, al desenfreno, Había sorpresas y regalos para todos.
Y Vicente resultaba beneficiado, lo colmaron de chucherías, con las que llenaba una bolsa de arpillera, que le regaló el tano de la cigarrería. Eran regalos de papá Noel para él, le decían. Preguntó por papá Noel a todos los conocidos de la recova. No sabía, hubo que explicarle, hasta se lo mostraron, desde la vidriera del bailable. Medio flaco, pero vistoso, tocando la campanilla y tirando serpentinas; el turco Barbeta cada tanto se sentaba, los pies lo mataban.
Cerrada la noche, Vicente aún asalta a los artistas que se retiran en silencio. Su curiosidad, su asombro, aún no están saciados.
En la puerta del bar el turco Barbeta, sentado en un escalón, todavía tiene puesto el disfraz. Fuma un cigarrillo, atento a la salida de los últimos festejantes, suelen dejar buenas propinas. Cuando ve a Vicente se acomoda la barba.
—¿Ya entregaste todos los regalos? Mirá que diste muchos, eh.
—Sí. En todas las casas dejé regalos, para los chicos y los grandes buenos —al turco no le molestaba alimentar la fantasía del chico, al contrario, algo así podrá entonces pasar en su pueblo, con sus hijos. No, imposible.
—A mí me dejaste regalos en todos los negocios. Tengo una bolsa llena, ni los abrí todavía. ¿Adonde vas ahora?
—A mi casa, en las nieves, a preparar los regalos del año que viene —ojalá, pensaba, pudiera dormir unas horas, antes de entrar al laburo.
—Pero... ¿y tus regalos?
El turco no pudo contener la risa.
—Hijo mío, algunos están para recibir y otros sólo estamos para dar. Chau, nos vemos el año que viene —mejor irse, el humor se le estaba poniendo ácido, el chico no lo merecía.
*
Vicente estaba madurando. Se pegaba más a la gente, se acercaba a las charlas. Preguntaba mucho, quería saber. También sus hábitos cambiaron, visitaba menos lugares, los íntimos, estaba más tiempo en su lugar secreto. Le interesaban las artesanías, aprendía, nos hacía regalitos. Le interesaban los temas humanos, sociales, la justicia.
El turco Barbeta lo veía, cuando se cruzaban, y se sonreía: no lo reconocía.
Preguntaba mucho cuánto faltaba para navidad.
*
Las cuadras estaban frenéticas, se acercaban las fiestas. El país atravesaba otra crisis, una nueva inestabilidad política. La recova concentraba en unas noches sus ilusiones, su deseos de evasión, su esperanza de una alegría justificada e interminable.
El Turco estaba contento, moderadamente contento. Se había asegurado la changa de papá Noel por otro año. Había engordado, la ropa le quedaba mejor para el personaje. Con la plata podría mandar algo a su casa. Ahora que, traer a su familia...
Se acercaba la medianoche y Vicente no aparecía. Qué raro. Hasta fueron a buscarlo, pero dónde. La diversión aumentaba, la preocupación de los vecinos también.
De pronto, una muchedumbre se acercó desde la esquina. Exclamaciones, gritos y risas. Vicente empujaba una carretilla colmada. Paraba, repartía cosas y continuaba acercándose.
Paró justo delante de un papá Noel atónito. Vicente bajó de la carretilla, trabajosamente, una bolsa más grande que él. La bolsa decía "PAPA NOEL". Empujando, arrastrando, la paró enfrente de un turco Barbeta pasmado
—Esto es tuyo —le dijo—, se les había olvidado. A vos también te corresponden regalos —y descargó cajas para cigarros, peines de hueso, muñecos de madera y porcelana, cosas que a más de uno le sonó parecido a algo que había desechado y ahora resplandecía.
*
—Fue una linda noche. Hubo otras, ya no tan lindas. Con el tiempo desaparecieron, el progreso, le dicen. Es una linda historia. La recuperamos entre varios asistentes de entonces, que nos reunimos cada tanto, para recordar, para no olvidar, por que el tiempo borra todo, lo lindo, lo feo.
—Pero hay una escena que no voy a olvidar: ¡la cara de papá Noel cuando aparecí con la bolsa! Mucho tiempo después me avivaron que era el turco.
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Carlos Adalberto Fernández
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