miércoles, 12 de diciembre de 2007

“Yo no maté a mi hermano”

No quisieron creerme. Estaban enceguecidos con la idea de creer que yo lo había asesinado. ¡Justamente yo: con lo que lo amaba!

Habíamos crecido juntos, compartido dichas y reveses de la vida, disfrutado lo bueno y renegado de lo malo, incluso confiado nuestros secretos más íntimos. ¡Cómo podían siquiera pensar que fuese capaz de dañarlo!

Sin embargo ahora me acusaban sin tapujos, así como si nada; como quién emite un simple saludo de Buenos Días.

“Vos lo mataste” repetían mientras yo intentaba balbucear una disculpa que me liberara de la prueba incriminatoria.

Pero todo era en vano: estaban decididos a “cargarme con el muerto” aunque sonara irónico.

Él ya no estaba entre nosotros y esa realidad le pesaba a todos con una fuerza inusitada.

“Yo no lo hice” era la frase repetida al infinito que asomaba en mi voz cada vez que sus miradas me auscultaban pero jamás encontraba eco en sus personas y mucho menos comprensión.



Lo extrañaba, sí, lo necesitaba; a fin de cuentas era mi hermano, sangre de mi sangre. La cruel vida había bifurcado nuestros caminos, nos había apartado, separado, alejado podríamos decir; nos había enfrentado.

Era uno u otro; él o yo, la paz o la guerra, el caos o el orden...

Yo había elegido, sí, lo había hecho. ¿Acaso el ser humano no busca su propio equilibrio, su reino de calma , su felicidad dentro de esta amarga senda mortal?

Eso no significaba que le hubiese dado muerte, al menos no en forma consciente.

Diez terribles años separaban nuestros planos de existencia, él: en un mundo inalcanzable para mí, yo: encarcelado con aquellos que me culpaban de su partida.



Pudiera ser que lo hubiese matado, que lo hubiese exiliado de mi vida...

pero no se puede castigar a alguien así por el solo hecho de romper todas las fotografías de aquel con el que no me hablo desde hace diez años.



Liliana Varela

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