Los gritos, resonando en el cubículo, anunciaban el momento de salida. Las contracciones, los empujones ya eran insoportables. "¡ya voy, no jodan, che!", grité, pero claro, qué me van a entender. Afuera había gran expectativa por el primogénito, el poseedor del apellido (Pérez Rodriguez), el heredero de los bienes familiares (una aldaba de hierro, un felpudo "bienvenido" , una tortuga renga, un tirabuzón Martini). Ya sé. Me tocó una familia pobre, pero con prosapia (que no sé qué quiere decir –comprendan, soy muy chico y acá adentro esta oscuro y minga de diccionario- pero sonaba importante). La aldaba, de 3,5 kgs., la compró mi padre cuando compró la prefabricada un ambiente. La colocó y el primer domingo bautizó la propiedad El primer aldabonazo rajó la puerta, la aldaba voló y hundió la mesa del living comedor dormitorio.
Me dejé estar. Grave error. Me olvidé del otro, porque adentro, me olvidaba decir, estábamos dos. ¿qué le quedaba, a él? Un Pérez sólo, un cenicero Cinzano, unos posavasos de cartulina. No estaba dispuesto a ser segundo. Tendría que haber estado prevenido. Hacía ya un mes que los de afuera enumeraban los bienes, asignaban, distribuían. Claro, el primogénito –o sea yo- se llevaba todo.
Cuando se gritó la largada me mordió pero todavía no tenía dientes, me rasguñó pero las uñas daban cosquillas. Me agarró del pito –bah, pitito- y ahí me asusté. La herencia no valía un pito. Lo dejé pasar. Salió. Gritos de alegría, Luego un silencio expectante y luego un "¡que lo parió, una chancleta!".
Yo salí sólo. Ni me animé a llorar, el ambiente no daba para segundo hijo.
Carlos Adalberto Fernández
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