sábado, 8 de diciembre de 2007

EL SEGUNDO

Los gritos, resonando en el cubículo, anunciaban el momento de salida. Las contracciones, los empujones ya eran insoportables. "¡ya voy, no jodan, che!", grité, pero claro, qué me van a entender. Afuera había gran expectativa por el primogénito, el poseedor del apellido (Pérez Rodriguez), el heredero de los bienes familiares (una aldaba de hierro, un felpudo "bienvenido" , una tortuga renga, un tirabuzón Martini). Ya sé. Me tocó una familia pobre, pero con prosapia (que no sé qué quiere decir –comprendan, soy muy chico y acá adentro esta oscuro y minga de diccionario- pero sonaba importante). La aldaba, de 3,5 kgs., la compró mi padre cuando compró la prefabricada un ambiente. La colocó y el primer domingo bautizó la propiedad El primer aldabonazo rajó la puerta, la aldaba voló y hundió la mesa del living comedor dormitorio.

Me dejé estar. Grave error. Me olvidé del otro, porque adentro, me olvidaba decir, estábamos dos. ¿qué le quedaba, a él? Un Pérez sólo, un cenicero Cinzano, unos posavasos de cartulina. No estaba dispuesto a ser segundo. Tendría que haber estado prevenido. Hacía ya un mes que los de afuera enumeraban los bienes, asignaban, distribuían. Claro, el primogénito –o sea yo- se llevaba todo.

Cuando se gritó la largada me mordió pero todavía no tenía dientes, me rasguñó pero las uñas daban cosquillas. Me agarró del pito –bah, pitito- y ahí me asusté. La herencia no valía un pito. Lo dejé pasar. Salió. Gritos de alegría, Luego un silencio expectante y luego un "¡que lo parió, una chancleta!".

Yo salí sólo. Ni me animé a llorar, el ambiente no daba para segundo hijo.

Carlos Adalberto Fernández

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