Manuel Ramos Martínez
Agotado de tanto cansancio, me recosté casi con urgencia, en mi
alcoba, francamente, muy respetuoso por los elogios que llevan mis
sueños, y con una sonrisa llena de placer deje que mis párpados
bajaran lentamente al escenario maravilloso de los violines, de los
pianos, de las guitarras, flautas y trompetas.
Ahí o acá músicos célebres con sus hermosos trajes de época y
rostros magistralmente encendidos por la furia de querer mostrarse
al público y entonar aquellas notas musicales que tocan en lo más
profundo de la tierra y, por arte de magia, se elevaban al inmenso
cosmo, cómplice o no, de esos coros arremolinados de cándidas
estrellas que entonaban notas de silencio.
Arremetidas y vibrantes melodías, sinceramente, que jamás me habría
atrevido a escuchar, porque ocupaban cada espacio de mi sublimada
paz y seguridad absoluta.
Cautivado de atrevimiento y placer pensé descubrir en ellas "la
octava nota", pero un llamado, apiñado en mi conciencia me arreó,
como sacudones de temblores, para que abandonara el embate que se
había tejido en mi mente.
¿Manuel Ramos, cómo puedes atreverte a descubrir la octava nota, si
ni siquiera sabes bien lo que es el pentagrama de la vida?
Al instante deseé caminar junto a este concierto, por los largos,
anchos y angostos caminos de este mundo, descubrir sus abismales
dimensiones, sus pentagramas, sus proyectos y desenlaces.
Y me vino a la memoria mi simpática vecina, ocupada en escuchar a
Bach, Vivaldi, Mozart, Beethoven, Tchaikovski, Strauß y tantos otros
compositores. Seguramente ella está escuchando piezas musicales de
estos maestros – pensé - y de súbito desperté.
Regocijado en este sueño, deseoso en descubrir su origen, tire una
hojeada al viejo reloj, que marcaba las cinco de la madrugada.
Mi entorno dormía apaciblemente y ansioso, puse mis oidos en la
muralla y tan solo su frío indiferente, percibieron mis orejas
¡cemento mudo, materia que construyes estatua a la sin razón!, le
grité en silencio mi desilusión.
Para que un deseo indescriptible; me llevara a juntar los sonidos
del silencio.
Aquí está me dije: el reloj con su constante e inevitable
tic ,tac,tic, tac, tic,tac, el rumoreo tibio de alegría, de la vieja
gata, la ventana que dejamos abierta, dándole paso a la brisa de
otoño con su ruido de hojas secas y humedad, una eterna gota de agua
que caía con constancia sobre la fuente de metal, el ronquido leve y
angustioso de mi hijo y el mismo grillo de siempre que desde lejos
nos cantaba sus viejas melodías.
¡Que hallazgo! Mi mente había conjugado estos sonidos en una bella
sinfonía. Tal vez la octava nota – pensé sonriéndome – para volver a
cerrar mis párpados, imaginando un nuevo concierto.
Manuel Ramos Martínez
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