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viernes, 28 de septiembre de 2007
TEORIA DE CUERDAS
La sábana envuelve como sudario su cuerpo ahogado por las esporas que
el espacio, el tiempo, su mujer, adhieren a sus capilares. Y esa carne
globular, oleadas de grasa basculante, limita su terror en la cama de
mamá.
Otra noche sin dormir, perseguido por odios y rencores que en
infinitos filamentos
le transmiten los descerebrados protozoarios de la humanidad. "ESTE
COLOR TIENE QUE SER OCRE!!!! PELOTUDO!!!! !!!!!!!!!", ¡no te dejés
ganar por inferiores!, descerraja Helena, o mamá. Cómo defenderse.
Humillado desde el gen recibido del principio de la vida. Qué vida.
Mejor una ducha, se dice mientras se encamina por pasillos y
catacumbas flanqueadas por esqueletos sonrientes. Las manos todavía
húmedas de su padre se marcan en las paredes de Altamira, pasando el
living, entre bisontes y sonetos, camino del olvido momentáneo,
escapando al horror del nombre de la Humildad.
El agua extiende seudópodos ávidos, en busca de su entrepierna. Helena
lo persigue en la noche, por las galaxias de la humillación. Ser
humilde enaltece, ellos no dan la altura, dice, decía. Son inferiores,
no tienen huevos, vos no tenés huevos. Te dejás ganar. Todavía
sostiene el despertador puesto en hora para no dejarlo evadir el
mundo cotidiano, lleno de zombis trajinantes. La lluvia lo asfixia,
se pegotea, roja y viscosa, enrollándose, mostrando el tobillo,
marcando las nalgas prohibidas de su mujer.
Cómo defenderse. ¡El sueño, por favor! Ella respira como un Moloch
ahito de rencor y orgullo. O no respira. ¿Quién respira? ¿Mamá? La
noche extiende sus tentáculos coagulados en busca de su sexo. O es una
mano (de él, de ella, de ella?). O dormir, o morir. O matar. Papá,
todavía mojado, se revuelca en la cama con la muchacha, riendo como un
chico. Él no. El placer no llega, el miedo no se va. La angustia
unifica el universo en un destello de autodesprecio, otro fracaso, ni
para pajearse. No hay futuro, ni pasado, sólo un presente inmemorial
de ignominia y vergüenza, comenzando por el parto públicamente no
deseado. Ni humilde. Toda la humanidad desde el alba del Hombre, en
una sola mirada de Górgona, de Helena, incinerando insignificantes
significados.
Es, otra vez, la muerte, el descenso al infierno de todas las noches.
El cuerpo vecino, el predador, despliega su ectoplasma, lo devora. Es
el fin. Declarado culpable, vulnerable a las críticas, incapaz de
triunfar, débil, desterrado. Por fin grita, transgrede el tabú. Odia.
Ataca. Sacude los brazos como un molino desbocado, como una hélice
enloquecida, como un espantapájaros espantado. Los golpes resuenan
como yunques del infierno. Los aullidos del monstruo disuelven su
cerebro en un magma oleaginoso, nauseabundo. Se limpia los ojos
salpicados. Cierra la ducha.
Silencio. El Minotauro es ya un fangal pastoso, oscuro como brea. El
se va hundiendo lentamente en la placenta primordial, cierra los ojos.
Esposado, flanqueado por policías, médicos y curiosos, mirando las
paredes garabateadas con sangre y residuos, el cuerpo desarticulado de
Helena, su cráneo destrozado, su rostro dilatado en el último grito,
se dio cuenta que, por fin, había comenzado a dormir.
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Carlos Adalberto Fernández
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