Entre el cielo y el suelo (Parte 2)
AUTOR: Malcom Peñaranda
Pensé entonces si valdría la pena darle la misma cátedra que les había dado a mis estudiantes del curso de metodología y currículo: “el orígen del hombre como concepto filosófico”. Para hacerlo había tenido que estudiar, leer y re-leer a Descartes y buscar mil y un métodos para hacerlo comprensible para aquellos profesores de primer grado del escalafón. Empero, me tomó más tiempo del que había planeado y sobretodo, lograr que entendieran su vinculación con la filosofía de la educación moderna. Pero no, a esa mujer no le iba a interesar semejante tema. Tenía que encontrar una forma de callarla! Y no podía ser con un pedazo de “carne”. Bingo! Tal vez si le explicaba el Edipo mal resuelto de su amante, ella entendería porque él siempre quería que se pusiera unas prótesis más grandes en sus ya abultadas pechugas. El servicio a bordo me salvó de entrar en semejante explicación freudiana. Más tarde, al sobrevolar Cuba, me hizo la segunda pregunta más estúpida que me han hecho en la vida “estás seguro de que Cuba es una isla?” Me argumentó que llevábamos más de 20 minutos sobrevolándola y no acabábamos de pasarla. Entre desesperado y cansado, le contesté que había estado en Cuba dos veces y por ninguno de sus extremos se conectaba con el continente. Finalmente empezamos a ver los cayos y poco después el enorme Airbus 320 aterrizó bruscamente en el aeropuerto de Miami. Respiré aliviado. La capital del sol no solamente me representaba descansar un poco y volver a disfrutar de la charla de mujeres inteligentes, sino asistir a esa fiesta salvaje sorpresa que ya me intrigaba. En la fila de inmigración, la rubia tetona me extendió un papelito con su número telefónico para que fuese a visitarla donde su “papi” (Sugar Daddy), un amante de medio pelo que imaginé tan ordinario como ella. Al salir de las filas de inmigración y de la aduana, encontré a mis amigos esperándome con un gracioso cartel que leía “welcome to sex paradise”. No me ruboricé como ellos esperaban, por el contrario, sonreí porque los demás colombianos del vuelo me miraban escandalizados. Confirmé mi conexión del día siguiente. me deshice de mi equipaje en el guarda-equipajes del concourse H y me acomodé en el jeep que ellos llevaron para recogerme. Nos dirigimos directamente a South Beach. El aire caliente en mi cara me recordó emociones pasajeras. Al llegar al famoso Ocean Drive, nos ubicamos en uno de los restaurantes de moda y bebimos cerveza y “mojito cubano” hasta que el sol del ocaso nos recordó que era muy temprano para emborracharnos. Antes de las siete, llegó el mensajero que esperábamos. Llevaba unas pequeñas bolsas de terciopelo, similares a las de ciertas joyas. Eramos cinco amigos, dos de ellos casados, que eran la única pareja del grupo. Las bolsas de ellos eran de color rojo. La mía y las de mis dos amigos solteros, eran de color sepia. Nos miramos entre emocionados y desconcertados. Al abrirlas encontramos una tarjeta de invitación para una fiesta de swingers y una tarjeta de acrílico en la que se leía claramente la frase “RESTRICTED VOYEUR”. Yo sabía claramente lo que significaba: “ver y no tocar se llama respetar”, como decía mi tía solterona cuando de niño me llevaba a algún museo o caja ajena. Total, ver también era disfrutar. El mensajero nos indicó que estuviésemos a las nueve en punto en el muelle del downtown, justo detrás del Hard Rock Café. Justo donde atracaban los catamaranes turísticos del estúpido tour de las estrellas. Tendríamos tiempo para cenar y relajarnos un poco antes de la gran aventura. Una fiesta swinger! Y con lo más selecto de la capital del sol. Qué pensarían mis amigos de Medellín, una ciudad donde el Opus Dei había combatido encarnizadamente la posibilidad remota de abrir bares swinger, si supieran a la fiestecita a la que iba a asistir? Daban ganas de llamarlos para contarles…
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