jueves, 20 de septiembre de 2007

La espera

--Va a tener que esperarme…es lo único que le pido. No pienso irme así, toda desaliñada y desprolija; jamás lo he hecho
y ésta no será la primera vez…

La anciana caminó en dirección al baño, arrastrando sus pasos con el típico rictus que impone la edad. Vivía sola y ya rondaba los noventa años, los cuales estaban muy bien llevados, condición de la que solía jactarse vehementemente.

Se había acostumbrado a depender de si misma…¿hijos? Sí, tenía, ya grandes y con sus vidas hechas, hecho que ella no pensaba alterar por más que se la hubiesen querido llevar a vivir con ellos innumerables veces.

Los hijos, los nietos y toda la prole que viniese después, debían realizar su propia vida; ella no era quién para jorobar la rutina de nadie. Además…¿por qué deberían de cuidarla como un bebé? ¿qué se pensaban…qué el hecho de ser vieja la certificaba como inútil?

Todos los días de su existencia había trabajado. Un esposo ausente; tres hijos que atender y alimentar; padres que no pensaban ayudarla debido a su peregrinaje tras ese hombre bueno para nada; puertas de conocidos cerradas en efecto dominó cuando hubo quedado sola con los tres niños…¡Bah! ¿para qué recordar lo malo? A fin de cuentas había logrado salir a flote; trabajando como mula, es verdad ; no durmiendo más de cuatro horas por día, por supuesto; dejando a los niños en colegios pupilos, para sólo verlos una vez por semana, obviamente.
Pero le habían salido derechitos, como ella siempre había querido. Tuvieron estudios, privilegio al que ella nunca pudo acceder –apenas si podía escribir su nombre y uno que otro garabato aprendidos en el mismo instante en que lo hacían sus hijos-

Con sus propias manos había levantado ladrillo tras ladrillo de esa precaria casita que con el tiempo sus hijos reforzaron, ampliaron y reacomodaron.

Para ella era suficiente…allí estaba su vida, la risa de sus hijos, y el recuerdo de ese hombre que había vuelto después de tantos años y de tantas polleras acumuladas en su partida.
Ese Padre a quienes sus hijos no reconocían dicha condición.

--Mamá…la largó hace más de veinte años…y ahora que esta viejo y solo la viene a buscar porque no tiene donde caerse muerto…No lo perdone, mamá. Échelo a la calle como un perro, como él hizo con nosotros…

--¡Basta! Cállese!! Ese hombre es su padre…más respeto.

Fue el único diálogo que mantuvo con sus hijos. ¿Cómo no perdonarlo? Había sido el único hombre en su vida…el padre de sus hijos. Al fin y al cabo era hombre…y ahora lo tenía junto a ella, ahora él la necesitaba.

¡Qué poco había durado esa felicidad junto al Francisco! Dos años juntos…luego, una mañana…ya no respiraba, seguía durmiendo eternamente.
Pero no importaba; esos dos años valían por todos los años de sufrimiento pasados.

--Ya casi estoy. –gritó en dirección a la pieza—ya termino…me termino de poner un poco de color en las mejillas y voy…


Se miró al espejo. Si algo le había enseñado la vida era que la pobreza y la vejez no eran excusa suficiente para no estar presentable; por supuesto que no iba a pintarse como una puerta, pero un poco de color en las mejillas y un suave lápiz labial bastaban.
Se tanteó sus partes pudendas y se sintió fresca; ella no iba a tener olor a pis, como esas conocidas suyas cuyos hijos se avergonzaban de llevar a algún lado.

--Bueno. Ya está –dijo mientras reacomodaba el rebelde mechón canoso que no quería quedarse quieto—voy saliendo, abra la puerta nomás.



---Esta mañana cuando iba a dejar la leche como todos los días me pareció extraño que dos días seguidos no contestase, por eso entré.
--No hay problema hombre…

En la cama matrimonial frente a ellos, la anciana yacía con sus mejores prendas, maquillada y muy bien arreglada, durmiendo un sueño eterno. Pobre pero elegante, como lo había sido toda su vida.


Liliana Varela 2007

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