AUTOR: Malcom Peñaranda
Luego de haber recorrido Chile y Argentina, me antojé de ir a Uruguay a conocer una amiga, sin tener ya mucha plata ni tiempo, pero sí muchas ilusiones de amigo y de aventurero. Cuando emprendí el viaje de regreso desde Montevideo a Lima (allí tenía que tomar el avión a Bogotá obligatoriamente porque tenía un tiquete que no podía cambiar), decidí viajar en avión de Montevideo a Buenos Aires y de allí a Salta (Argentina) para evitar dar otra vez la larga vuelta por Mendoza y Santiago, como lo había hecho a la ida. En Montevideo me dijeron que en Salta encontraría buses que me llevarían hasta Antofagasta, Iquique o Arica (Chile) y oh sorpresa! Cuando llegué a Salta encontré que todos los boletos de autobuses estaban vendidos hasta el 24 de enero, pues era verano y para ellos alta temporada. Era 10 de enero y yo empezaba a trabajar el 14, por lo cual no podía quedarme allá tanto tiempo.
Me dijeron que la única forma de llegar a Lima era atravesándome Bolivia, y yo como no tenía un mapa a mano y mi memoria geográfica me traicionó en esos momentos, imaginé que Bolivia era un país chico y que lo atravesaría en un día a lo sumo.
Llegué a La Quiaca, un lugar muy extraño que era el último pueblo argentino, después de viajar toda la noche en un autobus super incómodo. Al pasar la frontera, el policía boliviano no me discriminó por ser colombiano como lo hicieron en la frontera chileno-argentina, pero sí me dijo una frase que me preocupó: "bienvenido compañero de tragedia!" Yo le pregunté por qué, y me dijo "pos sí, es que a los colombianos los discriminan igual que a los bolivianos por el asunto de la coca". Tuve que sonreir a la fuerza y seguir con mis dos maletas y un envuelto de dulce de leche que llevaba desde Buenos Aires para mi familia. Al llegar a la estación de tren de ese pueblo extraño, me dijeron que el tren estaba en huelga y que no había despachos hacia La Paz hasta dentro de una semana. La única opción que tenía era montarme en otro autobus durante 36 horas para llegar a La Paz. Casi me desmayo cuando me lo dijeron! 36 HORAS?
Les pregunté entonces si había alguna ciudad cercana que tuviera aeropuerto. Me dijeron que la más cercana era Potosí, pero que quedaba a 12 horas en autobus, y solo viajaban en la noche porque la carretera no era pavimentada. Me resigné a mi suerte y compré el boleto. Eran tan solo las 7 de la mañana y tenía que pasar el día entero en ese pueblo. Pregunté por un hotel, y se burlaron de mí, me dijeron que allí no había hoteles, sino una posada que no era precisamente para blancos. Les dije que yo no era blanco, y ellos me respondieron que tampoco era indígena. La posada era el lugar más espantoso que se puedan imaginar!
La cama estaba invadida de chinches y cucarachas y el baño tenía una litera de tanque alto que sólo había visto en museos y películas antiguas. Había que gritarle a la dueña de la posada para que bombeara el agua necesaria para bañarme. No pude dormir ni una sola hora en esa cama que hedía.
Salí luego a buscar algo que comer y me encontré con que la gente no hablaba español y yo, sabiendo siete lenguas, no me podía comunicar con ellos en ninguna! Sentí la angustia de todos mis estudiantes juntos. Finalmente encontré un argentino y me dijo que allá no habían restaurantes, que lo único que tenían era la plaza de mercado, donde también vendía comida preparada. Lo único que encontré fue una pechuga de pollo empapada en grasa y con pelo a bordo que no fui capaz de comerme, pese al hambre que tenía.
Finalmente en la noche me trepé al autobus y me encontré con que los espacios entre sillas eran tan estrechos que no lograba acomodar mis largas piernas. Al lado había una señora con gallinas vivas y un par de bebés, de los cuales uno se me vomitó encima. Tras doce largas horas de incomodidad, frío inclemente e insomnio llegué a Potosí, una ciudad rarísima en una altiplanicie que a lo único que se me pareció fue a un pueblo colombiano que detestaba. Una vez llegué me fui desesperado a buscar el aeropuerto a bordo de un taxi viejísimo donde el taxista no paraba de llamarme gringo y yo exasperado solo atinaba a contestarle "guevón, no ves que soy latino? cuándo has visto un gringo de piel morena?" y él entonces me decía que como mi cabello era rojizo, yo tenía que ser gringo, o por lo menos, español.
Llegué al aeropuerto que más parecía un aero-potrero. Cuando quise comprar el boleto, el empleado de la aerolínea me dijo que no podía pagar con tarjeta de crédito, porque en Potosí todas las compras eran en efectivo. Le pregunté que cuánto costaba el boleto a La Paz para comprarlo en efectivo, y me dijo que 90 dólaes. A mí solo me quedaban 100 dólares en la billetera y no conocía a nadie en Bolivia, no hablaba sus idiomas, no había dormido ni comido en dos días y tenía tanto dolor de rodillas que me aterraba la idea de montarme en otro bus 24 horas más. Le dí los 90 dólares con la ilusión de llegar a La Paz y de ahí tomar un vuelo a Lima. Pero la pesadilla no terminaba ahí. Faltaban 10 minutos para aterrizar, devolvieron la avioneta hacia La Paz por mal clima. Cancelado el vuelo, 10 dólares en la billetera y ninguna posibilidad de quedarme otro día en Potosí o llegar a La Paz por carretera. Me desesperé y casi que obligué al empleado del aeropuerto a que nos buscara una solución. Finalmente llamó a La Paz y le autorizaron enviarnos por otra aerolínea a La Paz desde Sucre, otra ciudad que quedaba a más de dos horas de allí. Nos enviaron a los ocho pasajeros en dos taxis destartalados hasta el otro aeropuerto para que alcanzáramos el vuelo. Y adivinen qué? Al taxi donde yo iba se le pinchó una llanta y no tenía llanta de repuesto! Estuve al borde del infarto...
Las Intrusas
AUTOR: Carlos A. Fernandez (Argentina)
En memoria
Los hermanos Sandoval, Ramón y Martiniano, vivían en Balvanera, en los fondos de un galpón que usaban como depósito de repuestos de maquinarias. A la muerte de sus padres se hicieron cargo del negocio, sin descuidos ni desatenciones, y sin quitar tampoco mucho tiempo de sus tareas habituales: la noche, las mujeres, las pendencias.
Parcos, sin ser huraños, distribuían su tiempo entre la actividad obligada –atender el galpón- y sus afecciones de putañeros y pendencieros, ambas ejercitadas sin excesos, sino adecuadas a su condición de animales jóvenes.
No compartían ni se comentaban sus andanzas, pero todos sabían que enfrentarse con uno llevaba a encararse con el otro.
Frecuentaban el prostíbulo de la Colorada, llamada así no por el color de su cabello sino porque, dicen, alguna vez la vieron ruborizarse intensamente, nadie sabe cuando ni por qué.
Una pupila nueva, Deolinda, atraía por demás a Ramón, que pasaba mucho tiempo en el burdel, descuidando algo el depósito. Algunas indirectas de Martiniano originaron en los últimos escarceos duelísticos algunas aproximaciones peligrosas de los cuchillos.
Una mañana Ramón salió temprano. La noche anterior no había salido. Volvió al mediodía, con una mujer y una valija.
—Esta es Deolinda —dijo. —Se queda conmigo —Agregó.
Deolinda no perturbaba, hacía sus tareas en silencio, casi no trataba con Martiniano.
Era joven, activa, carnosa.
Paulatinamente la relación entre los hermanos se estaba poniendo tirante. Las opiniones adversas se expresaban principalmente clavando el cuchillo en la mesa. Era evidente que la presencia de Deolinda perturbaba a Martiniano.
Esa tarde Deolinda se despidió con un “Ahora vuelvo”. La mirada interrogante de Martiniano –no pudo evitarla- motivó de Ramón un “Fue a hacer un trámite”.
Volvió Deolinda, con otra mujer y una valija.
—Se llama Elvira —dijo. —Es mi hermana, viene a hacerme compañía.
Ramón agregó. —Si te interesa...
Elvira durmió unos días en la cocina. Al tercer día Martiniano le dijo:
—Agarrá tus cosas y venite a mi pieza.
La situación se había estabilizado, pero los Sandoval eran jóvenes y codiciosos. Cada uno curioseaba la relación del otro.
Ese día la hermanas secretearon seguido, lejos de los hombres. A la noche Elvira, después de lavar los platos, parada en la puerta de la pieza de Ramón, dijo:
—Con permiso, si no le molesta, —Luego de una pausa, agregó— la Deolinda va para lo de don Martiniano.
Ramón la miró, hizo una pausa larga. —Vení, acostate —decidió. Y masculló, entre inquieto y complacido: —Pucha con las intrusas, ya tomaron la manija.
El cambio de pareja se volvió una práctica frecuente. Las ocasiones eran siempre decisión de las mujeres, sin siquiera comentario de los hombres. Sólo una vez Ramón, incorregible, preguntó si no tenían otra hermana.
La muerte de Deolinda, una infección sorpresiva, fulminante, si bien sentida por todos, fue pausadamente asimilada. Elvira alternaba entre las camas, en ocasiones durante la misma noche. Vivían en familia.
La pendencia con los Linares –familia de guapos de cuidado- venía de lejos. Frecuentemente se encontraban, delegando en el cuchillo la resolución del problema. Había sangre, pero hasta ahora no hubo nadie a quién enterrar.
Un sobrino de los Linares, llegado hacía poco al barrio, quiso levantar su cotización en la familia. Una noche de tormentosas borracheras desafió a Ramón. Inexperto y arriesgado, una ominosa hoja en el pecho le reprobó el examen y lo mandó al cementerio.
Ramón envainó el cuchillo, saludó a los presentes y se encaminó a la casa. La humedad de los pastos, o algún presentimiento, hicieron estremecer a Ramón.
Los Linares lo alcanzaron cruzando el baldío. Entre varios lo desangraron por todo el cuerpo. El grito final, ·”¡A la puta, que me matan!”, avisó a Elvira, que terminó de despertar a Martiniano.
El combate fue infernal y desigual. Los Linares, con zarpazos de jauría, se lanzaban sobre las últimas energías de Martiniano.
Elvira, leona arrebatada, finalizó el duelo con el revólver que había traído en su valija. Como en un cuerpo a cuerpo, clavaba un balazo sobre quien alcanzaba con el caño del arma.
Un silencio de noche asustada corrió el telón. Ya era tarde para Martiniano
Elvira lavó y vistió los cuerpos, los acompañó a la fosa, los despidió, volvió a la casa, guardó las pertenencias de sus hombres, y se acostó a dormir en una cama que llevó a la cocina.
De permanente negro, mirada enclaustrada, siguió ocupándose de los intereses de la familia. No estaba muerta, sólo sin perspectivas ni ambiciones.
Cuando algún comedido le indicó que con su juventud y energía todavía podía tener esperanzas de una nueva familia, exclamó:
—¡Por favor!¿Dónde voy a encontrar dos maridos como ellos
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