jueves, 20 de septiembre de 2007

Ellos mintieron

Blanca Barojiana


Él entró en el comedor deliberadamente tarde, aparentemente
distraído, calculando que ninguna mesa estuviera ya vacía y que los
camareros no estuvieran para ofrecerle asiento en la mesa del doctor.
Cuando llegó junto a la mesa de ella, alzó la vista, miró la sala,
titubeó un poco y, con voz amable y ojos de animalillo perdido se
inclinó con ligera reverencia, y le preguntó tímidamente si podía
sentarse. No le dijo que la deseaba brutalmente, vorazmente, que
había decidido hacerla suya esa noche como fuera, que había repasado
en una noche febril, una y otra vez, todas sus armas de experto
seductor, que sentía una vez más la pasión y la lujuria como los
principales componentes de su sangre, de su cerebro, del ansia que le
consumía.

Ella le esperaba. Había decidido probar si todavía era una mujer
capaz de despertar pasiones, de enloquecer una voluntad, de sentir en
sus entrañas el vértigo de otra aventura. Calculó la fuerza de los
pectorales de él bajo su chaqueta, el arrojo libidinoso que se
ocultaba tras la sonrisa retenida, la dulzura y la rendición tras los
ojos febriles. Le miró con calculada sorpresa y, con un fingido mohín
mezcla de severidad y fastidio, le hizo una seña para que se sentara.
No le dijo que ella había tejido la soga que le asfixiaba, que
deliberadamente había paseado sola la tarde anterior, hacia la
espesura del río, cuando él estuvo presto para seguirla a distancia.
Que se había librado de la compañia de otras señoras para disfrutar
del juego de capturarle, para hacerle avanzar cuando ella quería, y
de detenerse cada vez que ella fingía mirar un paisaje, una flor.

Ambos se mintieron, midiendo cada uno sus fuerzas, avanzando y
retrocediendo, durante toda la comida. Él mintió, caballerosamente,
cuando en arriesgada apuesta propuso un paseo en coche por la tarde y
una noche en el teatro. Ella mintió cuando lo rechazó arriesgando una
risa alegre y una mirada triunfadora. Él, sitiéndose burlado y
ardiendo su orgullo, mintió al hacer ademán de levantarse. Ella, que
sabía que él no iba a abandonar la mesa ni la partida, mintió al
susurrar: No se vaya todavía, no sea tonto.

En las otras mesas, los habituales del balneario mintieron fingiendo
no apercibirse del estallido de la pasión que tenía lugar en el
comedor con tanta claridad como si hubiese caído un cometa, y
siguieron hablando de sus dolencias, de sus viajes, de sus
historias.

Ellos mintieron en su particular batalla toda la tarde y toda la
noche. Mintieron hasta la madrugada.

Blanca Barojiana

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