Carlos Adalberto Fernández
-Andá, preguntá. No te olvidés de averiguar si hay inmigrantes
españoles, gente que conozca a Manuel...
La mujer, luego de instruir a su chofer, se quedó, quieta, erguida, al
pie del desembarcadero. Ya no había barcos de inmigrantes, como en el
que ella y Manuel habían venido, tiempo atrás. Puntualmente, en cada
arribo desde España, ella se preparaba para recibir a su Manuel. Y a
Miguelito... que hacía tanto que no veía.
Invariablemente, en este momento de la espera, una lágrima se
deslizaba por la mejilla árida de la mujer.
Alta, seca, fría, como distante, la inquebrantable voluntad de esperar
a Manuel, de no desfallecer, había marcado su rostro, surcado su
frente, congelado su mirada, afinado su boca en un tajo endurecido.
Manuel tenía que venir, no podía haber muerto. Sólo su vuelta
justificaba el esfuerzo heroico de preparar un futuro para ellos, para
ambos. Primero la carbonería, luego el almacén, sola, sin amigos, con
la única ilusión de reencontrar a sus amores. Hasta comenzó a mandarle
plata, todos los meses. Su cuerpo pagó: puro huesos y
nervios, sin huellas de pechos, las manos como parras, vestida de
negro (antes para auyentar a los varones, ahora porque para qué
color). Le daba miedo mirarse al espejo.
-No importa, Manuel me quiere -se decía--. Yo no tengo la culpa de
haber quedado, enferma, en Buenos Aires; él no tiene la culpa de
quedarse atrapado en España, de no haberme podido llevar después, de
no poderse comunicar ahora. Cada uno tiene su infierno, pero ya va a
pasar, y los veré bajar del barco.
Sólo se animaba al encontrar gente de su pueblo. ¿Y Manuel? Lo habían
visto, hace un tiempo, ya no.
Sólo una vez:
-Lo vi, sí, lo vi, cuando yo estaba por partir para Buenos Aires, le
dijo el hombre que descendía del barco-. Me dijo: "dile a Carmen que
dentro de poco me voy a comunicar, que estoy resolviendo unos
problemas".
Rompió el dique. En torrentes incontenibles volcó sobre el mensajero el
recuento interminable de sus noches solitarias, sus dolores, sus
terrores de morir sola, sin objeto, en un rincón del mundo.
Y lo tomó de chofer. Ridículo, para un coche económico, tercera mano.
Pero la vida precisa de la vida. Lo interrogaba enfermizamente sobre
su pueblo, su familia, sus amores...
Se distrajo. Ahí venía el chofer con dos personas, una pareja. Se
mostraban incómodos. De Manuel sabían que se había mudado a la ciudad,
nadie tenía noticias de él.
Ya en el auto, soltó:
-Tengo miedo, cada vez me cuesta más aguantar -la mujer dura era
ahora una vieja doliente, vulnerable. Derrumbada en el asiento, su
mirada desolada caía en el vacío. Pero fue sólo un momento-. Vamos,
coraje, no perdamos la esperanza, ¿verdad?
-Claro que no, m... No señora, nunca -Miguelito tembló en su asiento.
¿Qué estaba haciendo? Bajó del barco decidido: Soy Miguelito, tu hijo.
Papá se casó, con otra, no se animó a escribirte. Vengo a vivir con
vos, con mi familia. La mirada de la mujer, su madre, quemaba. Su
espíritu pende de un recuerdo, pensó, si corto el hilo la mato. No se
animó.
Y se quedó de chofer. Vivía en el depósito. Por las noches, las
charlas que lo atraían y lo asustaban. Una mujer que, sola, era muda,
ahora, con él, divagaba y gesticulaba, en las fronteras oscuras de la
lucidez, un himno patético al amor.
-El lunes viene otro barco -murmuró ella, reconstruyendo su castillo de naipes.
Ahora es el momento, pensó él. Está sufriendo, no se puede sufrir más.
Yo no puedo sufrir más. Se lo digo y basta.
No se animó.
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