jueves, 20 de septiembre de 2007

Entre el cielo y el suelo (Parte 3)

AUTOR: Malcom Peñaranda


Fuimos a cenar a un lugar muy acogedor en Coconut Grove, propiedad de unos argentinos “re-copados”, como dirían en Buenos Aires. Todos hablaban perfecto inglés, así que no tuve que hacerle a nadie de intérprete. La comida era deliciosa, pero si me preguntan a mí o a cualquiera de mis cuatro amigos qué fue lo que cenamos, no podríamos contestar. Nuestras mentes no estaban allí. Todos estábamos abstraídos en la fiesta swinger. Los dos esposos, con sus tarjetas rojas que leían “FULL SWINGER”, frase que quizás envidiábamos los tres solteros que nos sentíamos tan discriminados en la que adivinábamos sería una orgía piramidal: arriba los faraones, abajo los esclavos. Merde! (suena mejor en francés). Qué frustración. Y si nos casábamos con alguien antes de las nueve? Nos darían un “upgrade” de status?

Los minutos pasaron, pero nuestra ansiedad no. Llegamos muy puntualitos al muelle y allí estaba el catamarán con el santo y seña que nos habían dado. Un tipo con traje muy elegante (en Colombia le decimos “smoking”, pero en inglés americano se llama “tuxedo”, no se cómo le llamarán ustedes) nos esperaba en el acceso acordonado, con una copa de champaña. Nos escoltó hasta la entrada misma del bote y se portó más que amable. Nos sentíamos como celebridades. Adentro, el catamarán parecía más un yate de millonario de Mónaco. A estribor había un vestier donde nos hicieron cambiar de ropa. Lo único que nos dieron para cambiarnos fue una toga blanca y unos lazos (cordones) rojos y sepias. Al salir nos miramos con caras divertidas. Parecíamos protagonistas de cualquiera de las versiones fílmicas de “Calígula”. Aunque a mí me hizo recordar una noche en una discoteca de Ibiza (España), donde todos los clientes teníamos que usar togas parecidas.

Un par de minutos después llegaron otros asistentes, un grupo más numeroso. A ellos les dieron lazos rojos y azules. Nos preguntábamos qué diablos significaría el lazo azul. Cuando ellos terminaron de cambiarse, el barco se empezó a mover y solo entonces recordé que no me gustaba navegar de noche. Pero ese pequeño temor se diluía con la intriga de saber qué significaría aquel lazo azul. El viaje fue corto y suave. Pocos minutos después llegamos a una de las islas conectadas al resto de la ciudad por puentes y canales. La casa en cuyo muelle privado se acomodó el catamarán sólo tenía acceso por el mar y los canales. Parecía no tener puerta frontal. La puerta que daba al muelle era un semi-portal griego al que se accedía por unas escalas muy blancas cubiertas de un techo hecho con un parasol de plástico. Una pareja de apariencia asiática nos saludó a todos y cada uno de los participantes con un sonoro beso en la mejilla, como si fuésemos italianos. Entramos en la casa que más parecía una mansión. En el interior encontramos gente de todos los tamaños, tonos de piel y procedencias étnicas. La mayoría eran parejas, tanto heterosexuales como homosexuales, pero también había mujeres y hombres solos. El anfitrión salió a saludarnos completamente desnudo y con una vigorosa erección. Nos miramos un tanto asombrados como preguntándonos “y a este cómo lo saludamos? Con el clásico apretón de manos o apretando su “quinta extremidad”?

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