Al entrar al edificio sentí la corriente de aire frío que bajaba por la escalera. Tengo que arreglar ese vidrio roto, me dije como todas las noches. Más bien, continué, hacerlo arreglar, ahora al agujero no le dan bola, pero si lo rompo del todo... El edificio de oficinas, en Alem, está vacío a la noche. Difícil que descubran mi nicho, pero siempre entro con cuidado.
Fue una suerte. En el descanso del entrepiso, justo al lado de la puerta metálica que da al depósito de cosas de limpieza, un bulto de telas o trapos que, creo, se mueven, me alertan del visitante.
Tiro un cepillo, que rueda por la escalera. Espero un largo, interminable rato, los pelos de punta. No aparece nadie más, y el bulto sigue inmóvil.
Ahora traigo el escobillón y me pongo a hurgar el bulto. Ya me estaba distrayendo, cuando una mano emerge del mar de trapos y aferra el escobillón. ¡Qué julepe! De a cinco escalones, estoy volando hacia la Planta Baja.
—¡Pará, Ladiya, pará! ¡No te asustés, soy yo, el Chebo! —y para demostrarlo se levantó, tiro los trapos y comenzó su rutina de movimiento de piernas un, dó, já, un, dó, já.
—¡Chebo! ¿Qué haces acá... en mi casa? —Porque la escalera principal del edificio, más precisamente el descansillo del entrepiso, era mi un ambiente sin dependencias, mi bulo, mi guarida. De noche, porque eh horario de oficina lo mantenía limpito y brillante, y yo invisible. Pero a la noche sacaba de la inmobiliaria, muerta en juicio de sucesión, velador, almohadones, calentador a querosén y vajillas varias. El problema no era la higiene, porque papel, toalla, jabón y hasta colonia la obtenía de los importadores- exportadores del quinto; el whisky, del consultor de segundo, y las fotos de minas del viajante del tercero. El teléfono, una vez cada uno. Una mañana un "¡Y la puta...!" y un estruendo de caída me reprocharon haberme olvidado de retirar los hilos que colocaba en escalones estratégicos para avisarme de intrusos.
¡El Chebo! ¿Qué hacía aquí?. Era, diez años atrás, el dueño de un "Boxing Club" en un barrio de Bogotá, en Colombia. Era colombiano, y boxeador de éxito, peso mosca, en los clubes de la zona. Pero amaba el tango y los peleadores de Buenos Aires. Alquiló un galpón y creó un estadio-salón de baile , al que traía "afamadas figuras del boxeo" y "afamadas figuras del tango" de Argentina. Las afamadas figuras eran tan torpes que se podían permutar los espectáculos sin gran incidencia en la atención del público.
La crisis se precipitó cuando trajo a la afamada Rubia Mireya. Pobre mujer; una changa de abuela de Papá Noel le dio para comer hasta que desde Buenos Aires le mandaron el pasaje.
—Gran mujer, la Mireya —recordaba, o imaginaba, el Chebo—, reina de las pistas. Yo la ví, en Buenos Aires y le dejé mi dirección de Bogotá, donde entonces vivía. "Venga cuando pueda, le dije, en mi Salón va a ser un éxito". Y mirá, diez años después aparece. "Me acordé de Ud." me dijo. ¡Mirá vos, la Mireya en mi salón!. Puse todo, equipo de sonido, luces, orquesta típica... No sabés cómo la chiflaban ¡A la Mireya!
—¿Seguro, la Mireya? Mirá que aquí me dijeron que, como máximo, un ancestro, dos generaciones atrás. Junto a la verdadera era un loro al lado de un ruiseñor.¿Seguro, controlaste?
—¿Vos le pedirías la cédula a Gardel?¿Le exigirías la impresión dígito pulgar? ¡Así le va al tango! ¡Yo me jugué!
—Y cómo la conociste?
—Ella se me presentó, en un viaje que hice a Buenos Aires. Me encontró una noche en que yo recorría maravillado templos de tango y otros antros. Se me acercó, majestuosa, a mi mesa, un sol el cabello ¡si todavía me acuerdo! Me dijo "hola", así me dijo. ¡Mireya! exclamé yo, "oh gracias, pero aquí llámeme Etelvina, estoy de incógnito, sabe". Y esa mina, la mismísima Mireya, diez años después se me presenta, cómo la habré impresionado. Y me jugué, te dije. Pero claro, los pueblos no siempre están a la altura de sus circunstancias, como dijo qué sé yo. Fracaso total, perdí todo, hasta el local. Y ella se volvió, lloré a lágrima viva cuando la despedí, avejentada, el cabello blanco, ni plata para teñirse tenía, y bueno, no tenía por qué ser natural. Sobreviví un año, tirando, pero no aguanté más. Yo debo haber nacido en Buenos Aires, Barracas, San Telmo, me voy a mi patria artística. Y me fui, o sea me vine, un altillo a media cuadrá del Luna. No me fue mejor pero estaba como en casa.
Y no le fue mejor. Yo lo conocí, en la Recoba, siempre con su "un, dó, já", izquierda, derecha, jab. Buen boxeador, pero flojo de mandíbula, delicado de hígado, un ojo nublado, falto de aire. Para empresario ya no le alcanzaba la plata ni el nombre. Hizo algunas peleas olvidables, como "el Che Boxing", el Chebo. Después sparring, ayudante, peón. Al final le consiguieron una venta de diarios en la Recoba, en la calle. Se decía de unos ahorros de cuando empresario. Con eso tiraba. Ahora era el Chebo, el "¡ché, boludo!".
— ¿Y qué hacés, en mi escalera?
—¡La mala leche, Ladiya! Me mostraron a un descendiente directo de Lunático, guardado para un gran premio. ¡Lunático, el caballo Gardel! Era para forrarse. ¿Yo qué hice?¡Me jugué!¡Era un potro que se te caían las medias!
—¿Y cómo sabías que venía cien por cien de Lunático? Porque, aún siendo cierto debía ser el tátara tátara tátara nieto...
—¡Puta con vos, che!¿Cómo se puede vivir, tan desconfiado?¿ para qué me van a mentir? Si ellos perdieron tanto como yo. Se tuvieron que ir, para escapar de los acreedores, dijeron. Llorábamos, cuando nos despedimos. "Esto no es el fin, Chebo. Habrá otras oportunidades, seguro que te llamamos, cuando vuelvas a tener guita avisanos".
—Triste, me rompe el corazón, pero perdoná que te pregunte de nuevo: ¿Qué hacés, en mi escalera?
—Me desalojaron, pibe, me esperan en la parada del diario. Todas las deudas están a mi nombre. Si les pago no me queda ni para comer. Haceme gamba, Ladiya, unos días,
—Escalera, yerba, jabón, hay. Pan y facturas, algo de leche, consigo. Alguna manta. Pero no da para exilio permanente, algo tenés que hacer, Chebo.
—Algo voy hacer, Ladiya. Soy hombre del ring, sé salir del rincón —Otra vez con su un, dó, já, el Chebo mentía una agilidad –en el ring, en la vida- que ya no tenia.
"Chebo, en ésta tenés que caer en el cuarto", le dijeron. Nockout total en el segundo. Hospital. Fué su última pelea, hace ya años. Y en la vida... corazón de manteca, sentimiento puro, lo vapuleaban con cualquier verso tanguero, bajaba la guardia. Negro abetunado, con cincuenta y pico de kilos, que lo hacían puro nervio y músculo, un esqueleto con nudos, por ausencia de carne. La cara no: una luna de carbón, labios gruesos, ojos de besugo, toda la cara en una sonrisa de impúber inocente e iluso. Después de la Mireya casi lo enganchan con la pulpera de Santa Lucía, que justo cuando el Chebo estaba por buscarla en Baradero, se la llevó un comisario por chorra. El engaño de los bueyes casi se hace ("Chebo, si compramos ese campo y hacemos la inversión inicial, producimos forraje para diez mil bueyes al año". "Pero si casi no hay bueyes en la argentina". "Justamente, qué van a comer si no hay forraje, pero cuando sepan que hay comida... Gardel estuvo por comprar un campo..." ). Fracasó porque se cebaron, se fueron de boca, Si alguien sabía lo que El Morocho hizo y no hizo, era el Chebo. Pero fuera de eso, "es como robarle el chupete a un bebé", decían.
No le dije nada. Para qué, el round recién comenzaba.
Me hice mi cama en el mismo escalón, del otro lado. La noche fue larga; yo no podía dormir, él no podía dejar de hablar.
—Yo no voy a cambiar, pibe. Ni puedo ni quiero. Soy soñador, confiado, idealista. O sea un boludo, bocado fácil para los predadores de la noche. Buenos Aires te alimenta de sueños, los mismos que olfatean las fieras a la caza de incautos. Después, Buenos Aires te come. Pero yo no voy a cambiar, Ladiya. Prefiero...
No terminó. Sin hablarme, levantó su cama, me hizo un gesto, dijo gracias y se fue.
Por unos días desapareció, para todos. Hasta para mí. Encontraba mi loft siempre impecable, hasta con aroma Flores Silvestres en aerosol. Varias veces dos especialistas en relaciones públicas de los bajos fondos, tan feos que les costaba mirarse entre ellos, preguntaron por el Chebo. "Si lo ve, dígale que vinieron los cobradores, que si no paga le interrumpimos. .. el servicio". "Sí, o cobramos... o cobra", dijo el otro, encargado del eslogan final.
—Vení, Ladiya, te invito —me dijo, sorpresivamente, una noche, apareciendo como un fantasma por la escalera, el Chebo.
—¡Chebo!, exclamé, naturalmente ¿Qué hacés acá? Te están buscando dos portones con patas.
—Hoy, seguro, nos encontramos y les pago todo de una vez. Me cansé de estar contra las cuerdas. Es el round final. Saldo todas las deudas. Pero antes te invito. Dale, vení.
Y fuimos a la parrilla para turistas ricos. La "Corrientes 11". Nos echaron. En la parrilla de Bouchard no tuvimos problema. Nos trataron como reyes, como reyes famélicos. El Chebo se ocupó de disipar posibles sospechas mostrando un insolente fajo de billetes. "Tomá, pibe, por el alquiler", dijo, poniendo delante mío 20 o 30 o un montón de billetes. Con un gesto borró cualquier posible aunque remoto reparo mío. Y me habló, cómo me habló. De su niñez, del boxeo, del tango, de sus ilusiones de iluso irremediable, del último round. "Porque no importa si ganás o perdés, pibe. En la derrota aplauden la guapeza, la dignidad, del que, apretado contra las cuerdas faja y faja, la gente enloquecida, delirando, Chebo, Chebo, es tu pelea, pibe, mientras los puños den, mientras el cuerpo aguante, mientras vivas..., hasta que...
No sé si era el hambre, o lo que me decía, comí angustiosamente. Al final ya no lo oía. Éramos dos almas cayendo en un vacío interminable. Él hablando, yo comiendo.
—Ya es hora, Ladiya. Me tenés que hacer un último favor.
El aire de Corrientes me despejó un poco. El Chebo había dejado de hablar. Entramos al Luna por una puerta de servicio. Caminamos por corredores oscuros hasta unos vestuarios. De un armario, que abrió con su llave, el Chebo extrajo una bolsa que mostró, cuando la abrió, vestimenta deportivo. Cada cosa una ceremonia: zapatillas, guantes, pantaloncito, y la bata, en la que demoró minutos solemnes, patéticos.
Se vistió, sacó del armario una vieja cámara fotográfica. "Vos me tenés que ayudar", me dijo, "hace tiempo estaba preparando éste momento, la foto que me saqués va a pasar a la historia".
—Apurate que se acaba el tiempo —dijo, oteando en la oscuridad, mientras nos acercábamos al ring, el único lugar que había iluminado, en el centro de un impenetrable espacio cósmico—. Las fotos dáselas a los periodistas. Que van a venir, creeme. "El Chebo en el ring", las van a titular los diarios. "No se rindió, en el último round".
—Dale sacá Se quitó la bata y comenzó–: un, dó, já, un, dó, já... Llevate el bolso, mis cosas, la plata que quedó, no dejés nada, poné un macetero en el descanso.
Primero fue el orificio, repentino, en la frente. Después el trueno que llegó de una esquina del salón. Otro trueno y otro agujero y un chorro de sangre, ahora juntos. Y un Chebo que en el último aliento me hace un gesto indescifrable. Y unos pasos que se acercan. Me oculté. Eran los dos portones que subieron al ring a controlar. El Chebo ya era cadáver. Me buscaron, sin mucha minuciosidad, y se fueron. Yo corrí al vestuario, tomé el bolso y salí, cuando ya se acercaban las sirenas.
Volví a bajar y esperé en la esquina, un rato, hasta que apareció un periodista deportivo que cubría las peleas del Luna. Le dí los negativos y me borré.
El Chebo no pasó a la historia. Una oscura e imaginativa historia de mafias del boxeo se lo comió del diario, dándole unos pocos rounds de relleno. Ni su foto salió. Pero vivió intensamente el acto final. En su primera y última pelea de fondo, fajando y fajando, como él quería.
Carlos Adalberto Fernández
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