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viernes, 28 de septiembre de 2007
La blasfema (cuento)
Don Irineo, el viejo sacerdote, subía renqueante la cuestecilla de la
calle del Calvario todas las mañanas poco antes de las ocho. Libre de
oficiar en su parroquia, dada su avanzada edad, asistía diariamente a
la misa de la catedral.
- Qué asco de viejo.
La Patro se asomaba al balcón despeinada y en bata. Aunque su último
cliente se hubiera ido dos horas antes, siempre le esperaba para
maldecirle.
- Corre, cuervo, corre - murmuraba entre dientes -anda a lamerle el
culo a ése, y le dices que por aquí no asome que no nos hace ninguna
falta.
Don Irineo, medio ciego y medio sordo, parecía no apercibirse de esa
presencia hostil que cada día, y durante años, le elegía como
portavoz de sus blasfemias.
Sólo después de maldecir al cura podía dormirse la Patro, como si
hubiera tomado justa venganza sobre su vida y su propia historia.
Mediante este acto ritual sustentaba la supervivencia de su dureza
interior, de su rebeldía, y se dormía con el sueño entrecortado de
los soldados en la guerra.
Una mañana ya habían tocado las ocho y don Irineo no pasaba. La Patro
se impacientó porque había tenido mucho trabajo y, pensando que no
podría dormir sin insultar a Dios y a su mensajero, se echó un chal
por encima y salió a buscarle calle abajo.
- Maldito viejo, ¿dónde andará?- farfullaba iracunda al bajar la
escalera. No tuvo que andar mucho para encontrar un bulto negro caído
en la acera.
- Oiga, oiga, ¿qué le pasa, está malo?.
Le sacudió un hombro, pero don Irineo no se movía y ella se
inquietó. Al alzarle y recostarle contra la pared vio que estaba muy
pálido, las pupilas dilatadas, la boca temblona, y le caía un hilillo
de baba que la Patro le limpió con su propia mano.
- Este se muere.
Como era una mujerona fornida, resuelta en el manejo de los cuerpos,
se cargó en brazos al vejete, lo subió a su casa y lo tendió en la
cama. Al poco pensó que era raro el que un sacerdote estuviese en la
cama de una puta, pero no tenía otra habitación y ¿qué iba a hacer?
- ¿Qué ha pasado, dónde estoy? - Don Irineo se incorporó un poco y
pareció querer fijar la mirada.
- No se preocupe, voy a buscar al médico. Usted ahí, que vengo en
seguida.
- ¿Quién eres, hija, cómo te llamas?
Ella dudó algo y al fin respondió con sequedad
- Soy la Patro. ¿Qué más da?
- Dame agua, hija- Apenas pudo mojar un poco los labios. Con el
sorbito pareció recuperar un hilillo de fuerza.
- Sí, sí, la Patro. Ya me acuerdo. Si yo te conozco.
- Ah... ¿sí?
- Yo, yo... hija... tanto tiempo pasando por tu puerta para ir a
rezar por ti y por tu niño.
- ¡¿A rezar por mi hijo?!- A Patro esta declaración le causó tal
sorpresa que por un instante olvidó que estaba ante un moribundo. -
¡No, no: yo no creo en Dios! ¡Yo odio a Dios, yo le maldigo! ¡Le
odio, le odio! ¡Y a usted también, maldito cura, cabrón, mentiroso,
cerdo, cerdo!
La Patro gritaba y apretaba los puños. De repente vino en sí, se
serenó y, cogiendo la mano del sacerdote, que pendía de la cama, se
la colocó sobre el pecho.
- Perdone, ¿eh?- musitó apenas.
Don Irineo alzó la mano y trazó una temblona señal de la cruz
- Ego te absolvo...
Patro se retiró con suavidad, conmovida por el gesto del pobrecillo.
"Absorberla" a ella, ya se ve que deliraba. Con cierta ternura le
colocó a don Irineo los mechoncillos de cabello blanquísimo y fino.
- Haz tú igual- Pidió él con muy poquita voz.
¿Ella? Patro sintió un pánico supersticioso- Voy a buscar a un cura,
espere, espere...
- Por favor, tú, tú...
- Pero si yo... yo he insultado a Dios.
- A él no. A mí, sólo a mí. Por favor...
Con el dedo índice y un gran reparo ella dibujó una cruz chiquitita
en el entrecejo de don Irineo. Qué costaba darle ese gusto... El la
miró con agradecimiento.
- Voy a por el médico y a por un cura, espere, espere.
Le vinieron a don Irineo como una lucidez y un vigor repentinos y,
esta vez con firme trazo, bendijo a la mujer.
- Mater invioláta...
- Aguante, aguante.
- Mater amábilis...
La Patro salió corriendo. Cuando regresó, con un sacerdote de la
catedral, don Irineo ya había muerto.
- Hay que sacarle de esta casa inmediatamente y sin escándalo. No
puede saberse que ha muerto aquí...
La Patro cerró los ojillos de don Irineo, le envolvió en una colcha
blanca y le llevó en brazos hasta la catedral a la que el pobre
hombre no había podido llegar aquella mañana por sí mismo. La misma
colcha en la que, años atrás, había envuelto a su propio niño, muerto
de tuberculosis, para ir a pedir el cambio de su vida por la de él.
Cuánto tiempo sin hacer ese camino. Y qué corto se le hizo, y qué
poquito le pesaba el cuerpo, casi tan poco como en su anterior viaje.
Cuando la Patro entró de nuevo en la casa de su Enemigo, enfiló
derecha al altar y, como la otra vez, lo depositó a los pies del
Cristo. Un par de beatas interrumpieron su automático murmullo.
A todo esto el sol estaba ya queriendo apoderarse de las sombras. Las
golondrinas que anidaban en los aleros de la catedral alzaron un
vuelo nervioso y abigarrado ensayando su inminente partida al Sur.
Blanca Barojiana
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