AUTOR: Malcom Peñaranda
Cuando llegué al puesto de información, me encontré con la empleada del hotel que me miraba con cara de angustia. Era ella la que me había hecho llamar por los altoparlantes! Sucedió que cuando pagué la cuenta del hotel, la empleada utilizó un voucher de American Express y no de Mastercard, que era la franquicia de mi tarjeta. Si yo no le firmaba el otro voucher, le descontaban a ella esa cuenta de su salario. El alma me volvió al cuerpo y me dirijí de inmediato a la sala de embarque. Quería salir de Bolivia lo antes posible. Ya en el avión, respiré tranquilo y hasta me empezó a desaparecer el sorochi como por arte de magia!
Al llegar a Lima, tuve que enfrentar un nuevo problema. El vuelo de Aeroperú llegó a mediodía y el vuelo con el que conectaba, el de Avianca (aerolínea bandera de Colombia) salía a las 14:00, pero ya estaba lleno. Mi reserva no era para ese día, sino para el día siguiente. Tenía sólo 25 dólares en la billetera y el impuesto de salida del Perú valía 20. No tenía con qué pagar un hotel ni tampoco confiaba en que me sirvieran las tarjetas, así que tuve que echar mano de mi recursividad y de una mentira piadosa. Le dije a la empleada de Avianca que yo había cambiado la reserva para ese día en la oficina de Avianca en Buenos Aires, y se lo dije con tanta seguridad que me creyó. Sin embargo, me argumentaba que no había cupo y que mi cambio no aparecía en su sistema. Me desesperé y le hice un escándalo de padre y señor mío, alegándole que por ser yo colombiano y siendo la aerolínea colombiana, me tenía que dar prioridad en la reserva. Nunca había utilizado argumento más estúpido en
mi vida. Es que la angustia lo lleva a uno a decir una sandeces! Me dijo que esperara durante una hora hasta que hubiera chequeado por lo menos al 80% de los pasajeros de clases normales (no primera clase) y si quedaban cupos o no-shows, me daba prioridad. Por suerte, dos pasajeros que iban a Quito (Ecuador) no se presentaron. Cuando abordé ese Boeing 757, me sentí literalmente en el cielo. El vuelo era con escala en Quito y bastante largo, por lo que llegué a Bogotá al anochecer y alcancé la conexión a Medellín, afortunadamente. El vuelo de Lima a Bogotá fue placentero y aunque tuve como compañero de silla a un venezolano pomposo y que presumía de riquezas y habilidades que a la vista no tenía, nunca había disfrutado tanto de escuchar nuevamente un acento venezolano. Era como sentirme en casa, en cierta manera. Al aterrizar en Bogotá, la ciudad que nunca me ha gustado, me resultó hasta bonita. Sentí hasta ganas de besar el suelo de la pista, como lo hace el papa. Cuando est
uve frente al oficial de inmigración, lo abracé con emoción y el tipo por supuesto, se asustó. Me preguntó si venía deportado. Le contesté que no, que simplemente acababa de salir del infierno y me alegraba estar de vuelta en casa.
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