jueves, 20 de septiembre de 2007

VIDA DE DELIA

© Carlos Adalberto Fernández


La soledad es un sudario que envuelve, en infinitos pliegues, mi juventud perdida, mi afan de amar y ser amada, mis ansias de vivir. Lo poco que he sido, lo nada que soy. Aquí estoy, recluída en Buenos Aires, en una pensión de miseria, rodeada de muertos que no saben que no laten. O sí, y yo soy la única que no late, ni siquiera viendo los novelones que antes me ahogaban en llanto. Vivir aunque signifique sufrir. Ya ni eso, después de Manuel. Pensar que dejé mi casa, mis padres, el transcurrir insoportable de un tiempo inmóvil e indifererente, un futuro desértico. No tenía ninguna esperanza. Ni atractiva ni inteligente ni ambiciosa ni valiente, qué podía conseguir. Ni loca, como la Leonor que, repodrida, siguió a un cafishio debutante que usó y abusó de ella. "Algo es algo, Delia", me dijo cuando, sobre el final. la asistí en su cama, en una indiferente sala de primeros auxilios en un pueblucho, camino a casa, aunque sabía que ya no llegaría. "Por lo menos viví. ¿Te acordás el Nico, que el tío lo había llevado una vez en motoneta, que estaba harto de la vida, y que cuando vió la moto que algún turista estacionó para caminar el pueblo "tan lleno de historia", la agarró, como pudo la arrancó, como pudo salíó a los pedos y cuando vio que lo perseguían aceleró y se hizo mierda contra el puente?. Ya no podía volver. Bueno, a mí me quedan algunos recuerdos y poco tiempo".





Cuando me vine a Buenos Aires la plata no me daba para más que esa pensión, esas piezas que daban a la terraza, el baño cerca de la escalera.

En la última pieza estaba Delia. Una chica amorfa, apocada, una sombra. Lo único que era joven, no más de veinticinco, y siempre atrae la carne joven. Cuando pasaba la veía –había que dejar la puerta abierta para tener aire-, a veces en combinación, tirada en su cama.

No estaba interesado, si era por mujeres preferia volverme al pueblo.

Pero en Buenos Aires las porteñas te miraban como un sirviente de cuarta y las pueblerinas lo primero que aprendían era a mirarte como un sirviente de cuarta para hacerse las porteñas. Así que pasaba hambre. Comencé a saludarla, después a darle charla desde la puerta. No sé si era demasiado inocente o tonta, o no imaginaba que pudiera interesarme algo de ella. Y la verdad que no me interesaba nada más que montarla. Creo que se sentía sola, la pobre, yo la miraba y le hablaba, era el Mesias. Asi que comencé a cebarle mates, sentado al borde de la cama. La primera vez que le acaricié el muslo se puso de piedra pero no se resistió. Y al final me di el gusto, tanto tiempo, después de todo, en horizontal, todas las mujeres son iguales.



¿Recuerdos, yo? Sólo malos, y que me llenan de verguenza. Fuí tan estúpida, pensar que con Manuel había un futuro, no más soledad. Y le brindé todo, le levanté un altar. Nunca pensé que pudiera amarme, a mí, pero algo, yo que sé. Cuando descubrí que me despreciaba, que era sólo un cacho de carne de un corte barato, creí morir. Desde entonces creo que estoy muerta. Le cerré la puerta a Manuel, a los teleteatros, a las ilusiones, me envolví en el sudario.





Con Delia consegui suministro de sexo, mimos, comida, todo servicio, durante un tiempo. Pero me comenzó a pesar. No podía mostrarla, algunos me cargaban. Además yo ya le estaba tomando la mano al mercado local, alguna hembra pescaba de vez en cuando.

No me entendía, la boluda, no le entraba en la cabeza que era un quemo, que fué una calentura, que ya no la necesitaba. Tuve que fajarla. Allí, en la misma cama, la cagué a cachetadas. Daspués no traté de explicarle, para qué. Cada uno debe saber su lugar en la vida. Cuando la dejé, cerrando la puerta, temblaba en sollozos.





La soledad es un sudario que envuelve, en infinitos pliegues, un pasado humillante, un futuro oscuro y un presente sin sentido. Y que a nadie le importa. Qué me queda. Esperar la muerte, que me saque de aquí, que ya no aguanto. Muerte ¿donde estás?¿que esperas para liberarme? Yo voy donde me pidas. Tómame de la mano y vamos.





Hoy había un nuevo inquilino en su pieza. Cuando pregunté me dijeron que hace unos días que hahía desaparecido, que había dejado toda su ropa, sus cosas. Nadie supo más de ella.

Le tengo lástima. No estaba hecha para esta vida. No tenía nada que darle.



© Carlos Adalberto Fernández – 07/2007

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