jueves, 20 de septiembre de 2007

Hoy, Tango.

AUTOR: Carlos A. Fernandez (Argentina)


Ya suenan los primeros compases. La observo. Se estira lánguida en su asiento, comienza a ondular siguiendo el lamento sinuoso del fueye.

Entrecierra los ojos. Sufre. Goza. Padece el tango. Es mi presa. Cuando se unen necesidad y tango, soledad y tango, libido y tango, ya estoy al acecho.

Inicio el ataque. La veo atrapada en la telaraña del lamento masoca del violín, me acerco, ángulo 100 grados, que me perciba recién a distancia de ataque.

Ni le hablo. Extiendo la mano. Invito a la ceremonia, al acto sagrado e íntimo. Corrijo: no invito, convoco. Ya sabe que está marcada, obedece, como al destino.

Frente a frente, su mano eriza mi nuca, mi mano (anular y medio) intuye el vértigo de sus dunas. Esperamos, un tiempo, dos tiempos, un imperceptible balanceo y el paso lateral junto con el golpe inicial del llamado tribal de los bandoneones.

El violín se vuelve íntimo, sugerente de, no sé. La retengo, la hago volver, sus muslos rozan mi pierna, en pleno kyrie. Una pausa, la sangre volando en las venas, las neuronas invadiendo los poros, un clímax que se sublima en el paso que separa los alientos iniciando el giro explosivo de la danza bajo el desenfreno del bandoneón.

Ya somos uno, o sea tres, ella, el tango y yo. Sufrir, gozar, morir en el lamento desolado de la cuerda punzante que licua y funde las almas de los oficiantes. Agonizar en la ronquera patética de los bajos. Estallar en mil puñales hacia adentro, por el aullido terminal de la nota estirada hasta la angustia. Quebrarse, moldearse a golpes por la turba de violines y fueyes en retumbante marcha guerrera.

Somos un cuerpo, lúcido y pegado a los sentidos, solos de toda soledad en el espacio metafísico del salón. No hay distancia, no hay luz, sólo la nota que rodea, invade y disuelve, los dedos que conectan almas en celo musical, cabezas juntas, atentas y ciegas. Flotamos girando entre notas y silencios. Pausa, y dolor. Pausa, y rencor. Pausa, y otra pausa, impiadosa, cruel.

Pero yo la sostengo, ella lo siente. En el espacio oscuro e ilimitado, el dorso de mi mano la dirige, sus terminales nerviosas concentradas en un punto de su espalda. Otra mano la sostiene, la retiene. Y ella danza, flota en mis brazos.

El tango se arrastra, vencido. Agoniza. Tres compases, lentísimos, trágicos, y muere. Flojos los hilos, las marionetas sueltan los brazos, caen las cabezas; se apagan las miradas.

La hice de goma. Tengo que llevarla hasta su mesa, la ayudo a sentarse. Siento un “gracias” desfallecido, apenas suspirado. No le hablo; me retiro lentamente, hasta desaparecer de su ángulo de visión. Sé –estoy seguro- que su mirada me sigue hasta la orfandad.

Tengo todo controlado. Si el próximo tango ayuda, quiero que me busque, no a la pareja de recién, sino al hombre de su vida.

El Abrojito. Justo, el golpe de gracia. La siento estremecerse, la piel erizada. Inicio el desembarco final.

Un tipo se le acerca. Le dice un “me concedería esta pieza” jurásico. Ella, recuperada, como si nada, responde un “encantada” del mismo período. Se levanta elástica, pantera alerta, e ingresan a la pista. Ni me ve.

Y, claro, las mujeres son multiorgásmicas. Devoran machos de felpa y descansan, lánguidas, soñadoras, relamiéndose de su última víctima, hasta la próxima.

Pero esto no puede quedar así. Me tomo un Viagra y me echo tres milongas al hilo con la primera que pesque en el salón.

No hay comentarios: