jueves, 20 de septiembre de 2007

EL OSO JUAN

Manuel Cubero
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En uno de mis paseos por las ásperas montañas de Villabermeja,
tuve la suerte de encontrar a un viejo pastor que, por lo que me
contó, debía conocer aquellas breñas hasta sus más recónditos
lugares. Mientras compartíamos un trago de agua fresca, sentados en
un peñasco, charlamos largamente sobre aquellos montes: sus
historias, leyendas y personajes pasearon ante mí con la frescura y
la espontaneidad de aquel pastor...
Fue al final de nuestra conversación, cuando le pregunté:
-Oiga, ¿y es cierto que aún queda algún oso suelto por estos
andurriales?
-Pues claro -fue su respuesta. Precisa y tajante.
-Claro, es la historia de una joven que fue secuestrada por un
oso y tuvo un hijo de él...
-¡Quiá, quiá! Parece mentira que crean ustedes esas tonterías...
una mujer que tuvo un hijo de un oso... No hombre, no. ¿Acaso ha
visto usted un hijo de un hombre y una oveja?
-Entonces...
Especialmente empeñado en rondar el rebaño, se mostraba un
enorme oso que, si bien no se atrevía a desafiar enteramente a los
dos mastines, sí que llegaba hasta las proximidades del hato,
engolosinado por la presencia de una colmena que había en el hueco
del tronco de un viejo castaño.
El ladrido de los perros y sus ágiles saltos molestaban de tal
manera al oso, que éste acudía a todos los medios a su alcance con
el fin de demostrar a los animales que su interés se limitaba a la
miel abundante y dulcísima del castaño. Un buen día, el oso, en
prueba de sus buenas intenciones, paseó un día cerca de una oveja
descarriada que se encontraba algo separada del rebaño sin hacerle
el menor caso.
Esto hizo que los perros acabasen por acostumbrarse a la
presencia del oso sin mostrar especial fiereza, siempre, claro está,
que el oso se mostrase respetuosamente alejado del rebaño.
Así fue pasando el tiempo. Nuestro niño acabó por convertirse en
un mozalbete fuerte, noble y generoso como la naturaleza que le vio
crecer. El oso pasó a ser un vecino más. Algunos aldeanos, que
sabían del asunto, concluyeron, en tono ocurrente, que el oso era
uno más de la familia. Como quiera que llegaran a hacerse famosos en
la comarca los juegos y travesuras que mutuamente se regalaban Juan
y el oso, los vecinos terminaron por llamarles Juan el oso y el oso
Juan.
Todo marchaba perfectamente entre aquellos riscos hasta que,
llegada una primavera, el oso Juan desapareció inexplicablemente
durante unos días para volver a aparecer alegre y retozón como un
perrillo faldero. Así fue pasando aquella temporada, entre juegos y
huidas. Llegó el invierno y el oso Juan se largó a esconderse en su
acogedor refugio.
Al volver la primavera, nuestros amigos Juan el oso y su madre,
extrañaron la tardanza en volver de su amigo el oso Juan. Ya
pensaban que habría sido víctima de algún cazador furtivo o de un
accidente y que, tendrían que pensar en olvidarse del oso amigo que
les acompañó durante varios años.
Una mañana, cuando ya habían dado por desaparecido a su amigo,
oyeron el latir desaforado de los dos mastines que anunciaban la
visita de algún extraño. Juan y su madre se asomaron por la ventana
de la cabaña y observaron cómo dos osos se aproximaban, tan
desafiantes y decididos, que parecían despreciar absolutamente la
presencia de los perros.
Juan y su madre permanecieron quietos, acechando los movimientos
de los dos animales que, sin demostrar la más mínima inquietud ante
la presencia de los perros, seguían acercándose a la cabaña.
De pronto, los dos mastines salieron disparados como proyectiles
en dirección a los osos. Uno de ellos, debía de ser una hembra, se
agachó y recogió del suelo una bolita que hasta ese momento había
pasado desapercibida, era una pequeña cría. El otro, se dirigió
decidido hacia los perros y los tres se enzarzaron en una rueda
infernal.
Juan y su madre salieron armados de palos para defender la vida
de sus mastines, pero al acercarse observaron asombrados que
aquello, más que una pelea, era una fiesta, los perros saltaban
alrededor del oso y se lanzaban sobre él mientras éste se los
quitaba de encima de un manotazo para, inmediatamente, volverlos a
atraer sobre su cuerpo. Sus lenguas se entrecruzaban lamiendo y
besando en una muestra de alegría que se desbordaba de sus enormes
corpachones.
Juan y María se lanzaron ladera abajo hasta llegar a la fiesta.
El oso Juan, al verlos llegar, se dirigió hacia mamá osa con una
expresión casi humana de felicidad, y cogió entre sus manazas
aquella bolita peluda para ofrecerla a sus viejos amigos.
Esa fue la primavera más feliz que se vivió en muchos años por
aquellos salvajes roquedos. Los osos merodearon durante unos meses
por los alrededores. Su vida era un continuo festín de miel y frutas
silvestres hasta que una mañana, los mastines despertaron a Juan
que, alarmado ante sus ladridos, salió inmediatamente de su cabaña
para encontrarse con unos cazadores armados hasta los dientes.
-¿Has visto por aquí unos oso rondando?
que quedó flotando entre los ventisqueros hasta quedar colgada en el denso ramaje del
bosque vecino.
Al amanecer del día siguiente, Juan, nada más despertarse, se
levantó a esperar a los osos como todas las mañanas. Pero los osos
no aparecieron. Ni aquella tarde, tampoco. Extrañado Juan de que no
hubiesen venido a recoger su ración de miel para el osezno, cogió a
los perros, les dio a oler un trozo de corteza en la que solían
desparasitarse y les dio la orden de buscar a sus amigos.
Apenas se acercaron a la cueva en la que solían invernar, los
perros comenzaron a latir desesperados y nerviosos. Juan los siguió
a la carrera, cuando los alcanzó, observó con el corazón encogido
cómo cuando lamían algunas gotas de sangre que había sobre una roca.
El pastor se sentó junto a ella, hundió su cabeza entre las manos
con desesperación, y temiendo romper el silencia, llamó a su amigo
en un susurro apenas audible.
Mientras, los perros seguían dando una batida por los
alrededores hasta que, de pronto, apareció uno de ellos en la boca
al osezno que, asustado, se debatía entre gruñidos. El mastín
depositó al animalito a los pies de Juan quien, amorosamente, lo
cogió entre sus brazos y se encaminó, llorando, a su cabaña.
-Y es tan cierta -continuó-, como que el oso Juan todavía vive
por aquí.
-¿Lo ha visto usted? -Pregunté.
-Pues claro. Pasados un par de años, Juan y su madre se fueron
al pueblo al vivir. Dejaron el rebaño en el pegujar y allí vuelven,
de vez en cuando, a dar una vuelta a sus ovejas que, desde entonces,
pastan por el cerro al cuidado del oso Juan.
-Un cuento muy bonito -comenté.
-De cuento, nada. Bonito, sí. Tan bonito, como que ahora mismo,
el oso Juan está detrás de aquella roca esperando que le deje un
tasajo de carne junto al arroyuelo. Es mi paga a cambio de que, cada
noche, me ayude a vigilar el rebaño -me contestó señalando un roca
junto a la cual, se divisaba una mancha pardusca que se movía suave
y perezosamente.
Mientras me alejaba del lugar, una inmensa cabezota.

Manuel Cubero- España

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que bonito cuento de los osos golosos !!!